La gran depresión en que estaba sumergido Beethoven en la época en que compuso su Tercera sinfonía, y que lo tuvo al borde del suicidio, tuvo como origen el progresivo avance de su sordera. Como si esto no fuera poco, Beethoven temía que su dolencia se hiciera pública, porque amenazaba el prestigio del que gozaba como compositor. A causa de esto comenzó a aislarse, sumergiéndose paulatinamente en una profunda soledad. Como era natural, entre los pocos que lo rodeaban y compartían su secreto siempre había algunos médicos. Uno de ellos fue el doctor Andreas Bertolini, de quien tenemos una de las más antiguas explicaciones sobre el origen de la sinfonía: «El viaje de Bonaparte a Egipto le dio a Beethoven las primeras ideas para su sinfonía Eroica; el rumor de la muerte del vicealmirante Nelson en la Batalla de la bahía de Abukir inspiró la Marcha fúnebre».
Fue en 1798 cuando el ejército francés, liderado por Napoleón, cruzó el Mediterráneo en una campaña para conquistar Egipto. A bordo iba el matemático Joseph Fourier, profesor de la recién fundada École Polytechnique, famoso por la claridad de sus clases y por su fidelidad con la república. Era parte de un grupo de asesores científicos que acompañaban a Napoleón. La avanzada terrestre fue exitosa para los franceses, que ocuparon Egipto, pero en el Mediterráneo fueron estrepitosamente derrotados por los in-gleses. Horatio Nelson, líder de la Marina Real británica, fue solo herido en la decisiva batalla que hace mención el doctor Bertolini. Los ingleses bloquearon la conexión entre Egipto y Francia a través del Mediterráneo y Fourier tuvo que permanecer en El Cairo por tres años. Allí ayudó a fundar el Instituto del Cairo, del que fue nombrado secretario. Fue esta la institución en donde nace la egiptología. En el Instituto se hicieron importantes descubrimientos arqueológicos, incluido el de la Piedra de Rosetta en 1799, que permitió a Jean Francois Champollion descifrar los jeroglíficos egipcios.
A pesar de la alegre entrega que mostraba en las misiones que tenía a cargo, el amor insatisfecho que Joseph Fourier sentía por las ciencias básicas y las matemáticas le dejaba un importante vacío. Su verdadera pasión quedaba reprimida ante las demandantes responsabilidades administrativas que tenía en los varios cargos públicos que ocupó, tanto en Egipto como al regresar a Francia. Una calurosa tarde de verano, mientras sudaba sentado en su escritorio cubierto de libros contables e informes de expediciones arqueológicas, Fourier se dio cuenta de cuál debía ser el objetivo de su vida: entender la naturaleza del calor. Esperaba poder llevar a cabo esta tarea poco a poco, en sus ratos libres, o quizás a todo vapor cuando regresara a la École Polytechnique. El calor, para él, era un asunto mucho más que científico; también era político.
El siglo anterior, Newton había mostrado cómo se movían las partículas materiales al interactuar entre ellas a través de fuerzas. Su teoría era la joya de la corona entre los productos intelectuales que había creado el ser humano. Pero había un ingrediente de la naturaleza que parecía desafiar el comportamiento de la materia. Se trataba precisamente del calor, fluido inmaterial que pasaba de un cuerpo a otro del modo más misterioso. Nadie conocía una ecuación, análoga a las ecuaciones de Newton para las partículas de materia, que explicara su movimiento a lo largo de un objeto. Para Fourier, esta conquista no solo le permitiría alcanzar las alturas de Newton. También significaría una conquista científica de Francia sobre Inglaterra, de la república sobre la monarquía. Porque, en la creación de una gran nación, el territorio intelectual no podía ser menos importante que el físico. En la introducción a su Teoría analítica del calor, publicada en 1822, en donde finalmente sentencia sus ecuaciones, sostiene: “El calor, como la gravedad, penetra en todas las sustancias del Universo […]. El objetivo de nuestro trabajo es establecer las leyes matemáticas a las que este elemento obedece. La teoría del calor será a partir de ahora una de las ramas más importantes de la física general”.
En 1801 Fourier puede finalmente volver a Francia y retomar sus actividades académicas. Pero no por mucho tiempo, ya que solo algunos meses después Napoleón lo nombra prefecto del departamento de Isere. Allí avanza lentamente en su teoría del calor, casi simultáneamente con Beethoven, quien se enfrascaba en su Tercera sinfonía, ambos compartiendo la naturaleza heroica con la que entendían que el trabajo intelectual reafirmaba los ideales revolucionarios. Pero en 1804 un evento clave hizo que las lealtades de estos dos hombres divergieran: el 18 de mayo de ese año, Napoleón se autoproclama emperador. Beethoven, indignado, rasga el nombre de Bonaparte de la portada del manuscrito: “¿Acaso él también no es más que un ser humano común? Ahora también él pisoteará los derechos humanos para complacer su propia ambición. ¡Se elevará por sobre los demás para convertirse en tirano!”. Fourier, por el contrario, fue parte de las pomposas celebraciones que se extendieron a lo largo de tres meses en París. Napoleón lo nombró caballero ese mismo año y barón tiempo después, en 1809.
La Tercera sinfonía fue estrenada en 1805. Fourier, por su parte, envió en 1807 una monografía al Instituto de Francia sobre la propagación del calor. Pero su trabajo tuvo muchas dificultades para ser publicado. Solo en 1822, en su libro Teoría analítica del calor, Fourier pudo publicar sus hallazgos. Una de las razones de este retraso fue que sus colegas veían poco rigor en el uso que el autor hacía de una singular técnica matemática que había desarrollado. Una cuyas aplicaciones iban mucho más allá del calor, y gracias a la cual el nombre de Fourier quedó inmortalizado. Se trata justamente de las matemáticas que nos permiten definir los componentes fundamentales de todo sonido: las así llamadas «series de Fourier» que descomponen la música en sus tonos elementales. Los átomos primigenios de todo sonido.
*Profesor de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la UAI e investigador del CECs.