Camina rápido y saca un papel de su bolsillo. Sonríe, mientras su mamá intenta seguirle el paso. Son las 12.20 del pasado viernes 27 de diciembre y el Registro Civil de Peñalolén está lleno. Los números avanzan en una de las pantallas. Su padre los espera en la entrada.
- ¿Trajeron sus carnés, verdad? –les pregunta Martín.
- Obvio –responde su papá y le replica– ¿Trajiste el tuyo?
Martín se lo muestra. Desde hace algunos años lo llama "el acusete". El documento dice "Camila Andrea Flores Muñoz" y en el apartado "Sexo" aparece una "F", por femenino. El joven de 31 años se acerca a la mujer encargada de responder dudas, ubicada al lado de la máquina que entrega los números de atención.
"Hola, tengo hora a las 12.30", dice Martín, mientras muestra un papel que dice "Comprobante de reserva de hora. Ley de Identidad de Género". "Ah, ya", responde la funcionaria rápidamente y agrega "Voy a avisar… ¿me espera un poquito?".
Martín y sus padres aguardan afuera. "La jueza está terminando con otra persona, ya los va a atender", les explica. Frente a esa jueza, y sus dos padres como testigos mayores de edad (detalle que fue muy criticado por las organizaciones trans cuando se debatía la Ley de Identidad de Género), Martín deberá reafirmar su deseo de cambiar no sólo el nombre que aparece hasta hoy en su carné, sino también el sexo (para ser correctos, su género), de femenino a masculino.
El joven contesta el teléfono. Hay una sonrisa definitiva, imborrable, en su rostro.
- ¿Estás nervioso?
- Más que nervioso, ansioso.
- ¿Ya hablaste con la jueza?
- Sí, el mismo día que vine presencialmente a pedir la hora. Me dijo que no se podía grabar, ni sacar fotos, que sólo podían estar los testigos.
- Una ceremonia solemne.
Solemne, sí. Como un bautizo.
Zapatillas rotas y un mohicano
En la cancha de su barrio. Martín era el mejor. Cuando todavía era Camila, "la niñita que jugaba a la pelota", era quien elegía a los privilegiados que jugaban con él, en aquel duro ritual que separa los buenos de los malos. En esa época, rompía semana por medio las zapatillas de color pastel que su mamá escogía con tanta dedicación. Durante aquellas tardes de fútbol, Martín celebraba un gol y se sacaba la polera, como lo hacían todos sus amigos. Su mamá rápidamente lo llamaba al orden: las niñas no se sacan la polera.
Él sólo quería jugar a la pelota. Él sólo quería ocupar pantalones. Él sólo quería martillar con su papá. Hablar de autos, hablar de cosas "de hombres". "Yo siempre me sentí distinto, pero mi familia nunca lo entendió. No estaban listos para escucharme", reflexionaba en julio del 2018, cuando conversó con La Tercera en el contexto del especial Transición, publicado en noviembre de ese mismo año.
En febrero del 2018, Martín había comenzado su proceso de transición hormonal. Estaba sensible, a ratos muy irritable. Ya empezaba a sentir los cambios en su cuerpo: la voz, el sudor, el vello corporal. Cada etapa, cada avance, era intenso y emocionante. En julio de 2017, camino al restaurante de sus padres (La parrilla del chef), donde es el administrador, le dijo con decisión a su hermano:
"Quiero hacerme un mohicano"
Caminó a una peluquería cercana, por Manuel Montt, en Providencia. El peluquero lo miró extrañado y le preguntó "¿Estás seguro?". Martín ya llevaba demasiado tiempo seguro y, con la misma sonrisa que mostró el viernes pasado en el Registro Civil, entró al restaurante familiar luciendo su nuevo corte ante el rostro impresionado de su madre.
Durante años, Martín iba a comprarse ropa a "escondidas". Tomaba algo de la sección de hombres y entraba a los probadores de mujeres. No faltaba quien lo miraba raro. Aun hoy, cuando va de compras con su mamá, le pide a ella que pague, aunque él tenga dinero para hacerlo. "Yo notaba que no le gustaba mostrar su carné, ni su tarjeta, que tienen su nombre, su otro nombre", explica su madre mientras esperan a que la jueza esté lista para atenderlos.
- ¿Él le pidió que viniera?
- Me contó que había venido a inscribirse y le dije "yo te acompaño". Sin ninguna crítica, ni nada. Estaba un poco sorprendido.
"Pero si es algo súper importante, como casarte. Yo siempre iba a venir, aunque no me habían invitado. Fui el último en enterarme", bromea el padre. "¡No pensé que querías!", replica Martín.
La dinámica entre ellos no siempre fue fácil. Aún no lo es. Los papás de Martín todavía están "transicionando" con él, en la medida que pueden. "Uno ya lo tiene asimilado. A estas alturas, estar en contra... no va al caso. Hay que seguir no más. Si ella está feliz... es por ella. Por él, ya", se corrige su mamá.
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Martín con sus papás en el Registro Civil[/caption]
Abrir los ojos
Una cosa es saberse diferente, piensa Martín. Otra era entender qué pasaba dentro de él. ¿Quién era? ¿Qué necesitaba para ser feliz? Ya sabía lo que no necesitaba: las muñecas, vestidos, las tacitas para jugar al té o los patines rosados que juntaban polvo al fondo de su clóset. "Tenía esa muñeca grande, la Rosalba, decían que era como mi polola", cuenta riendo en la pieza que tiene hoy en la casa de sus papás.
Regresó allí después de siete años conviviendo con una polola. Un quiebre que le provocó una profunda depresión, pero que fue también una oportunidad de volver a sí mismo. De volver a preguntarse, ¿quién era?
Su cubrecama es de la U, encima están las fotos de su infancia. Con bikini. Con vestido y chapes. Disfrazada de pascuense, con una faldita de tiras. El pelo castaño claro le cae largo por su espalda. Hay una pelota de adorno en su velador y un desodorante Axe.
El día que entró al Liceo Carmela Carvajal, y se vio rodeado de otras chicas, un sentimiento rápidamente afloró: le atraían las mujeres. Y, afirma, era bueno con ellas. "Tuve muchas pololas, era medio picaflor", dice medio en broma, medio en serio.
Porque con Martín, todo es así. Todo es talla, todo es risa. Muestra con orgullo las medallas de la selección de básquetbol. Ganaron el nacional de 2002, en Valdivia, recuerda. Iba con buzo todos los días porque siempre tenía que entrenar, o eso le decía a los profesores.
El día de su fiesta de graduación de cuarto medio llegó con su polola. Los padres que supervisaban la fiesta los miraban con recelo. Si querían estar juntos, bueno, que lo hicieran, pero no ahí, frente a todos. Se dieron un beso. "No hay nada que esconder, no estamos haciendo nada malo", pensó Martín. Los echaron.
"Me sacaron de mi propia fiesta de graduación", recuerda aún con cierta rabia.
Esos años fueron de explorar en silencio. A espalda de sus padres. Iba a las marchas "gays" (como les decían entonces) con sus amigas del colegio. Un día se quedó mirando un carro. Ese carro era el de las personas transgénero. "Eran sobre todo mujeres trans, pero las veía bailar y disfrutar sin importarles nada. Pensé entonces que era eso, un transexual. Que no era una mujer homosexual, sino un hombre heterosexual en el cuerpo de una mujer".
Nunca nadie le había enseñado las diferencias entre sexo, orientación sexual, identidad de género, expresión de género. Sólo estaba ahí, emergiendo casi de sus entrañas, esa sensación, de ser Martín y no Camila.
"Cuando ella estaba en el colegio era súper responsable", reflexiona su mamá durante la espera en el Registro Civil, que se alarga más de lo esperado. "Pero cuando ya empieza este proceso… yo esperaría que estuviera más a cargo de su vida, pero luego pienso en todo por lo que está pasando", agrega, tratando de entender, de explicarse todo lo que ha ocurrido. Recién a los 22 años Martín se atrevió a decirle que era lesbiana y ella, cuenta el joven, no se lo tomó nada bien.
Su papá es artista. "Siempre he estado rodeado de gente así. Para mí no es tan raro" relata, hablando de algunos de sus colegas. Admite, si, que no lo entiende del todo. Ser homosexual, ser trans… "A veces no me cuadra. Como que estamos a un paso entre libertad y libertinaje. Él nunca ha estado a cargo de nada, solamente de pasarlo bien. Ya va a cumplir 32 y yo a los 22 estaba casado, con hijos, trabajando".
"Mi mamá es del campo. Ellos son más conservadores", reflexionaba Martín en una de las entrevistas que dio en 2018. "Por eso perdí los primeros 30 años de mi vida, por un tema social, más que nada. O bueno, no los perdí, pero no los viví en plenitud", decía entonces.
La funcionaria del Registro Civil aparece nuevamente. "Disculpen. Está todo atrasado porque se cayó el sistema, entonces no han podido terminar con la persona de las doce. Tienen que esperar un poquito más", dice, y entra nuevamente.
Se cayó el sistema. Todos se ríen. Obvio que se iba a caer, bromean.
- ¿No será mejor que reagendes la hora? -pregunta la mamá de Martín, recordándole los clientes y las reservas del restaurante.
- No, no... si ya va a estar. Vamos a esperar -responde él, decidido. Tanta espera no puede ser en vano.
Dos ceremonias: una carta y una firma
Martín todavía recuerda esa vez que se puso de pie en el comedor de la casa de sus papás. Toda la familia estaba sentada en la mesa y Martín leía. El papel, que le tomó semanas escribir, que tuvo innumerables borradores y ahora finalmente estaba impreso en sus manos, le tapaba la cara. No quería ver sus reacciones hasta terminar.
"Nací con mi cuerpo cambiado, mi cerebro es el de un hombre y mi cuerpo el de una mujer, por ende, me cambiaré el sexo. Ya no tendrán dos hijas y un hijo, nunca más, ahora tendrán dos hijos y una hija. Este es un proceso humillante, donde la discriminación saldrá por todos lados, donde tendré que pasar por distintos procesos corporales, físicos, legales y estéticos. Estoy dispuesta a enfrentarlo, la pregunta es, ¿están ustedes dispuestos a enfrentarlo conmigo?, me encantaría que me apoyaran, pero finalmente es la decisión de ustedes, y la aceptaré", decía parte de la carta.
La pregunta de su mamá fue a quemarropa: "¿No puedes ir a hacerte eso a otra parte?". Martín no entendía que ella estuviera más preocupada de lo que pensaran los demás que de sus sentimientos y de todo el esfuerzo que había significado para él decirles eso.
"Una vez subí a Facebook una foto dándome un beso con mi polola y me dijo 'Tu felicidad me hace daño'. ¿No se supone que los papás son felices cuando ven a sus hijos felices?", se preguntó.
Seis meses después de leerles esa carta, luego de pasearse varias semanas con unos folletos que le entregaron en la OTD (Asociación Organizando Trans Diversidades), Martín fue al endocrinólogo. Le pidió exámenes, certificados sicológicos y siquiátricos. Luego le dio las instrucciones y una receta para comprar las hormonas que necesitaba. "Es un trámite bastante sencillo, si tienes la plata", acota.
En ese proceso lo acompañó Macarena Corvalán, su expolola. Hoy la joven vive fuera del país, pero su apoyo fue clave. Ella lo conoció como Camila y comenzaron su relación durante el proceso de transición de Martín. Cuando él tenía que ir al ginecólogo, ella lo acompañaba y, al escuchar el nombre "Camila Flores" se levantaban juntos. Martín era sólo un chico acompañando a su polola al doctor. "Pasaba piola", dice. No "pasaba piola", eso sí, en el banco o en la conserjería del edificio de algún departamento en donde visitaba a un amigo.
"¿Usted es Camila", le preguntaban a Macarena. "No, él es", respondía la joven, dejando helado a cualquier conserje, vendedor o mesero. Ambos sólo atinaban a reírse.
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Martín con su expolola Macarena Corvalán[/caption]
Martín también ríe cuando alguien lo llama para venderle o cobrarle algo. "Aló, ¿con la señorita Camila Flores?", preguntan en el teléfono. "Sí, con él", responde Martín serio. Y le cortan.
Menos gracioso es cuando tiene que ir a comprar algún material de construcción para el local. Su papá le enseñó a "maestrear" desde pequeño. Pero tener que cargar sacos de cemento, más allá de toda su voluntad, no es para ninguna persona promedio una tarea sencilla. Antes, como Camila, alguien le habría ofrecido ayuda. Ahora, como Martín, tiene que hacerlo solo.
Y lo hace. A duras penas, pero lo hace.
- ¿Te vas a cambiar el segundo nombre también? -le pregunta su mamá. Ya ha pasado una hora de espera.
- Obvio, no me voy a quedar como 'Martín Andrea' -responde él.
- Andrés, entonces -sugiere el padre.
- No. ¡Ni siquiera es un nombre de la familia! -argumenta Martín.
- ¿Te vas a quedar sin segundo nombre, entonces? -dice su papá.
- Martín Ignacio. No quiero ser como Hans Solito -dice el joven riendo.
Por meses llevó Martín una lista en su celular con posibles nombres. Sacó todos los religiosos y varios que no le gustaban. Finalmente apareció en medio de esa enorme lista: Martín Ignacio.
"Cuando me llamaron por ese nombre, me llevó a mi infancia. Me gustó. Primera vez que mi nombre me llenaba", afirmaba hace más de un año.
Las oficinas ya están cerradas. Sólo quedan algunas personas esperando los últimos trámites. Finalmente los tres suben por unas escaleras. Nadie más puede pasar. Ya en privado, la jueza le pide a Martín que escriba en el formulario su nombre, RUT y firma. "Nombre...", consulta Martín dudoso; ella le responde que el nombre actual. Lo mismo con los testigos.
Suena el "click" de la cámara de un teléfono. Es el papá de Martín inmortalizando el momento. La jueza reacciona y les explica que en este caso, hay un artículo de ley que es de confidencialidad y no se pueden tomar fotos ni grabar. Tiene que borrarlas. "Sólo de la puerta para afuera", cuentan ellos que les explica.
"Ah, yo pensé que para nosotros…", se excusa él. Pero no, insistió la jueza. Sabe que es importante para ellos, pero no se puede. Entremedio de la conversación, acota que le agregó la tilde a la "i" de Martín. "Pero con 'th' no, no Marthín", bromea el joven.
Pasan unos 20 minutos. La jueza llama por teléfono a alguien para resolver algunas dudas. "Es que estoy en el debut", dice contento Martín. Finalmente bajan. "No dijimos nada, sólo firmamos y la jueza le preguntó si estaba consciente… eso no más", relata su mamá ya sentada junto al papá de Martín, esperando que terminen.
Martín se sienta en uno de los módulos, como un ciudadano más que va a pedir, cambiar o renovar su carné de identidad. Posa para la foto, firma. En la pantalla aún se lee "Camila Andrea". En unas semanas más, la misma pantalla dirá "Martín Ignacio". Sexo: M (Masculino). "Son 3.820 pesos", dice la funcionaria del Registro Civil.
"Papá, ¡la plata!", le grita Martín. "¿Pero cómo?", le replica él. La respuesta: "Es que no traje la billetera, el puro carné".
El hombre se para y le pasa 10 mil pesos. Pone ese rostro de papá, tipo "¿ven que tengo razón?", porque un hombre hecho y derecho no anda sin billetera, eso no es responsable. Martín está demasiado emocionado para preocuparse de eso y sólo sonríe. Muchas cosas pasan por su cabeza: quiere independizarse, irse de la casa de sus papás, hacerse una histeroectomía y, despues, una mastectomía. Además, quiere viajar. De hecho, al día siguiente planea irse de viaje a Cusco con unas amigas para pasar el Año Nuevo allá.
Pero es tanta la emoción que, en algún momento, el carné, ese que decía Camila, se pierde para no volver más. Martín se queda abajo del avión. "Le dijimos que viera el vaso medio lleno. Al menos se le perdió haciendo algo que lo va a hacer feliz", cuenta una de las amigas de aquel viaje frustrado.
Por si acaso, Martín regresó al Registro Civil y le dijeron que ahí no estaba. Probablemente, cree, se le cayó camino al auto.
"Si no hubiese sido por el viaje, me habría dado lo mismo que se me perdiera. Es como una señal".
Ahora lleva bien guardado en su billetera el comprobante con el que retirará su nuevo documento de identidad. Su primero como Martín Ignacio.
Entonces viajará. Solo. ¿A dónde? "A la Patagonia argentina o a Buenos Aires. Ya sabes que me gusta un buen asado, me gusta la parrilla", termina, por supuesto, bromeando.