Hace unos días se conmemoró el “Día internacional de la cultura científica”, o como se conoció aquí, el “Día del divulgador científico”. La iniciativa surgió este año en México, en conmemoración de las cuatro décadas desde que salió al aire, en Estados Unidos, el primer capítulo de la serie de televisión Cosmos: un viaje personal, creada y conducida por el astrofísico Carl Sagan. La así llamada “divulgación científica” parece estar de moda en estos tiempos. No es muy claro qué es exactamente, ya que bajo esa denominación reside un vasto conjunto de actividades que no tienen mucha relación entre sí, salvo por tratarse de labores dirigidas a todo público y cuyo contenido tiene alguna relación con la actividad científica: desde debates en torno a temas pseudocientíficos en matinales, comunicados de prensa de laboratorios universitarios, notas periodísticas, hasta gruesos y sofisticados escritos.

Tampoco ayuda a definirla la profesión de quien la práctica. Científicos, periodistas, novelistas o historiadores la han ejercido con éxito. Quizás sea un mal nombre. Divulgación. Quizás no requiera de ninguno. Después de todo, cuando un abogado habla en los medios, para todo público, sobre derecho constitucional, ¿alguien siente la necesidad de llamarlo divulgador del derecho? Es posible que la distinción tenga relación con la distancia a la que la ciencia se sitúa normalmente. Una actividad extraña, que practican individuos socialmente inadaptados, nerds, en mesones de melamina blanca o frente a pizarras negras que cubren con fórmulas incomprensibles.

Pero sea lo que sea que hacía Carl Sagan ese 28 de septiembre de 1980, imprimió una huella indeleble en toda una generación de científicos. Mi generación. Ese día nos zambullimos por primera vez entre galaxias doradas, al son del tercer movimiento de la Symphony to the Powers B, del compositor griego Vangelis, y este hombre cercano, atractivo, y nada de nerd inauguraba la serie afirmando “El cosmos es todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será […] sentimos un escalofrío en la columna, una voz muda, una ligera sensación como de un recuerdo lejano o como si cayéramos desde gran altura. Sabemos que nos aproximamos al mayor de los misterios”. Nunca habíamos visto la ciencia de esa forma. Sin transbordadores espaciales, computadoras de última generación, o nuevos tratamientos contra el cáncer, despojado de toda la pirotecnia y las promesas de la tecnología, este “viaje personal” nos permitía admirar el universo desde su intimidad más desnuda.

Muchos nos transformamos en científicos gracias a Cosmos. Y no era que la visión de Sagan fuese particularmente revolucionaria. Ni siquiera era del todo original. Lo que ocurría con Sagan era que para quienes éramos niños en los 80 y que no teníamos acceso a ese mundo de físicos y astrónomos, Cosmos era una verdadera revelación. Un derrumbe de las ideas equivocadas que muchos teníamos sobre las motivaciones y las personalidades que habitaban la actividad científica. Una mirada profundamente humana, que subrayaba la belleza del descubrimiento científico, de sus ideas, del vértigo que provocaba. En sus palabras: “A la larga, el mayor regalo de la ciencia es enseñarnos, de un modo que ninguna otra empresa humana ha logrado, algo sobre nuestro contexto cósmico, sobre dónde, cuándo y quiénes somos”.

La divulgación científica que Sagan practicaba no era un oficio independiente. Era una extensión natural de su actividad científica. Una franca necesidad de hablar sobre su ciencia, de conversar con otros sobre nuestro destino y el del universo a nuestro alrededor. “Popularizar la ciencia –intentar que sus métodos y descubrimientos sean accesibles a todos– entonces es una consecuencia natural e inmediata. No explicar la ciencia parece perverso. Cuando te enamoras, quieres contárselo al mundo”, escribió.

Muchos otros científicos pensaban del mismo modo, pero sin la masividad que la televisión le dio a Sagan permitiendo que llegara a tantos de nosotros. Michael Faraday, por ejemplo, uno de los científicos más influyentes de todos los tiempos, creó en 1825 las charlas de Navidad para jóvenes que aún se realizan en la Royal Institution en Londres. Él mismo ofreció una serie de charlas llamadas “Historia química de una vela”, en donde explicaba, desde la cotidianidad de una vela, un conjunto de fenómenos físicos y químicos.

Esta forma de relatar el descubrimiento científico resultaba muy atractiva. Richard Feynman, otro legendario físico que dedicó tiempo a hablar a no especialistas, escribió que “el punto de las charlas de Faraday era que no importa lo que mires, si lo miras con suficiente cercanía estarás inmerso en todo el universo”. El mismo Faraday, un autodidacta que leía vorazmente mientras trabajaba como encuadernador en una librería, se interesó por la ciencia luego de leer Conversaciones sobre química, que la escritora de ciencia Jane Marcet publicó en 1805.

La curiosidad es el gran motor de la ciencia. Los aspectos más técnicos, que sólo manejan los especialistas de cada área, son las herramientas que nos permiten navegar el enorme océano de ignorancia y aventurarnos en su conquista. Pero la ciencia de verdad, sus grandes logros, están allí para ser conversados, para contarse y discutirse con cualquiera que esté interesado. De esas conversaciones nacen las mejores ideas y los científicos más creativos. La ciencia quiere y debe permearlo todo, porque, en palabras de Sagan “está lejos de ser un instrumento perfecto para el conocimiento. Pero es el mejor que tenemos. En este aspecto, como en muchos otros, es como la democracia”. Ambas queremos cultivarlas.