Catalina Infante: "La maternidad aterra, pienso. No fue nunca como nos dijeron que sería"
Tamy Palma y Rosario Mendía
¿Qué pasa cuando una mujer ejerce o se pregunta en serio por la maternidad y no está viva su madre para contenerla, ayudarla, servirle como espejo donde reflejarse? ¿Cómo se lidia con esa ausencia profunda? ¿Se supera alguna vez? Cuatro testimonios dan una respuesta.
El día de mi parto, horas antes de irme a la clínica, di vuelta desesperada cada cajón de mi casa buscando la medalla de Santa Gemita de mi madre. La uso cuando estoy enferma o tengo miedo de enfrentarme a algunas situaciones, pero la perdí. No sé si ese día, quizás fue en algún cambio de casa o alguien la tomó de mi joyero, quién sabe. La cosa es que el día en que empezaron mis contracciones caí en cuenta de que Santa Gemita no estaba. Más tarde en la clínica, en los intervalos de descanso entre mis gritos animales, recordé con rabia esa medalla. Me preguntaba quién cresta la tenía, por qué no estaba ahí pariendo conmigo.
Son pocos los objetos que tengo de mi madre, los he perdido casi todos. No suelo perder las cosas, pero las suyas sí, me abandonan, se extravían de mí, como si todo lo de ella estuviera condenado a desaparecer. Hoy sólo me queda un anillo de piedra morada, que tampoco encontré para llevarme ese día. Cuando me preguntan por él, digo que me lo regaló mi madre, pero no es cierto, lo tomé de su clóset meses después de que muriera de cáncer. Sus cosas quedaron allí varios años, sus bolsillos llenos de papeles, su ropa perfumada, los zapatos cansados. Cada cierto tiempo abría ese armario y revisaba todo, daba vuelta las carteras buscándola a ella, por si se hubiera quedado allí escondida, entre las boletas de cosas que alguna vez compró o la letra de un cheque a medio hacer. En una de esas visitas intrusivas a su memoria tomé el anillo de piedra y me lo puse. Me hice una promesa a mí misma que no recuerdo en detalle, pero contenía la determinación de que la vida podía ser distinta, de que ese dolor tenía que desaparecer. De alguna forma desapareció. Con los años, se fue yendo de mí al igual que sus objetos.
Cuando era más chica la gente me preguntaba; ¿la echas de menos? Nunca sabía contestar esa pregunta. Se echa de menos el verano, se echa de menos a un pololo que se fue de viaje, se echa de menos la palta al desayuno cuando se te olvidó comprar. A una madre que se muere no se la echa de menos, es otra cosa lo que pasa, difícil de nombrar. Quizás en otro idioma exista esa palabra, quizás deberíamos inventarla, un conjunto de letras cuyo sonido contenga ese vacío aterrador. Sólo aprendemos a vivir así, medio rotos, como si nos hubieran sacado un órgano vital y en su lugar hubiera quedado un agujero negro a la vista de todos. Te sientes quebrado, pero con el tiempo el cuerpo aprende a funcionar así, y de pronto la vida nos parece otra vez normal. Cuando llegué de vuelta de la clínica a mi casa, sin la medalla y con un hijo hermoso, ese agujero se hizo más negro. ¿Qué sé yo sobre ser madre? No sé absolutamente nada. Te haces esa y todas las preguntas, mientras tu hijo llora y tus heridas sangran, y la maternidad te atropella desprevenida, y la respuesta es siempre un silencio detenido. Te preguntas dónde está, por qué no está, por qué mierda no está.
Siento la ausencia de esa medalla de Santa Gemita frente a mis miedos, y el anillo de piedra morada desaparece entre mis cosas cuando lo necesito, como burlándose de mí. Me pregunto a mí misma si la echo de menos y sigo sin saber qué responder. Pongo una foto de nosotras en mi velador para anclarla en la memoria, por miedo a que un día despierte y su recuerdo se haya desvanecido. En la foto tengo la misma expresión que mi hijo pone cuando le leo cuentos sentado sobre mí. Los dos sonreímos y bajamos la mirada hacia un lado con la convicción de que hay alguien en el mundo que nos alberga por completo. Así también lo creía yo, lo creemos todos los hijos, que esa completitud será eterna. Las madres sabemos que no y habitamos esa pérdida anticipadamente. La maternidad aterra, pienso. No fue nunca como nos dijeron que sería. El mundo se cuenta una historia; sólo las madres sabemos la otra. Recién ahora entiendo que no necesito objetos, medallas ni piedras para recordarla, tengo mi agujero. Me ayuda a entender que de eso se trata todo esto, de habitar y sostener ese vacío; que a ser madre se aprende desde allí.
*Catalina Infante es escritora. En 2018 publicó el libro Todas somos una misma sombra.