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Hemos construido nuestra identidad de chilenos con más de aquello que nos falta antes que con lo que nos sobra. Por encima de las bondades de los medios electrónicos y la posibilidad de estar siempre conectados, nuestra ubicación en el mapa no ha cambiado un centímetro, seguimos igual de lejos de todo y de todos, por lo tanto eso que nos ocurre lejos de nuestras fronteras se vuelve clave para entender lo que nos pasa adentro.
Dice el escritor argentino Martín Caparrós que la crónica, como género narrativo, es un fragmento de la historia en bruto, en estado salvaje; material aún no del todo procesado que luego se incorporará (o será desechado) en la cadena de montaje del relato oficial y aceptado por todos como verdadero. Una parte de esa clase de narraciones, la que se sale del margen, tiene que ver justamente con la idea del viaje, con las vivencias de quienes han ido y han vuelto para contar. Los que se llevaron a Chile en la mochila regresan con historias contrarias al turismo chillón, siempre lejos del espíritu del paquete promocional. En simple, traen lo que calza o no calza con nuestro imaginario, de lo que nos reafirma o avergüenza según la época. Por ahí vamos.
Hay toda una generación de periodistas que en los años 60 tuvo la oportunidad de salir de Chile. Iban con la intención de conocer el mundo y levantar, al regreso, un espejo en el cual mirarnos. Eran años convulsos, de mucha carga ideológica, pero no fue impedimento para que construyeran relatos magníficos que hoy, medio siglo después, hacen que nos preguntemos por las razones que tuvieron para escribirlos y publicarlos; qué nos querían decir. La pregunta es vieja. Se hace todos los días en las salas de redacción del planeta: a quién le interesará tal o cual historia, qué tiene que ver con los lectores, qué tiene que ver con lo que nos pasa.
Pienso en dos nombres inevitables: Tito Mundt y sus Memorias de un reporter, con su inigualable relato de la Cuba de Fidel a una semana de la victoria revolucionara (en un extremo de la isla celebraban y en el otro fusilaban) o bien sus artículos que publicó en este mismo diario entre 1955 y 1971, disponibles en el volumen Tito Mundt, el último gran reportero. El otro referente es Arturo Matte Alessandri y sus Crónicas de viaje, elaboradas desde el recorrido que hizo por Europa, Medio Oriente y Asia entre 1958 y 1960. Eran los años más fríos de la Guerra Fría y sus reportes desde el bloque soviético siguen haciéndonos la pregunta clave: quiénes eran los lectores de esas crónicas puestos al espejo, qué pasaba en Chile al momento en que se difundían. Matte Alessandri hablaba de observatorios astronómicos cuando por estos lados aquello era un tema propio de la ciencia ficción. Traían noticias del progreso, de todo lo que no éramos. Aún.
Parte de esa Europa es la que conocerá, años después, el protagonista del reciente libro de Juan Cristóbal Guarello. Se titula Aldo Marín. Carne de cañón, y es la bitácora que simboliza el lado más triste de la utopía revolucionaria: la de aquellos jóvenes jugados por la causa y que tras ser abandonados por sus líderes, declararon, desde lejos, la guerra al mundo entero. En 1967, Marín lustraba zapatos en Vallenar y diez años más tarde moría al poner una bomba en un diario italiano. Lo que hay entre medio gatilla una investigación impecable, rigurosa, llena de nervio. Cuando Roberto Bolaño dijo que la resistencia al golpe de Estado de 1973 estuvo organizada como en una película de los Marx, de seguro interpretó lo que pensaban chicos como Aldo Marín.
En el mismo contexto está No pasó nada, acaso la mejor novela de Antonio Skármeta. Muestra la interna de los exiliados en Alemania desde la mirada de un niño que tiene en las pichangas de fútbol con sus nuevos amigos la única opción de integrarse al país que le toca vivir. El personaje, cuyo ídolo es Elías Figueroa, pega patadas a lo que se mueve, es un hachero de cuidado. Cada vez que deja a un rival en el piso, levanta los brazos en actitud inocente y masculla la frase que titula el relato: "No pasó nada".
Pero hay que ser justos. Las historias que muestran al chileno alejado de la verdad oficial también surgen desde adentro. Si tuviéramos que poner el espejo hacia nuestros propios viajes y sobre nuestras propias sombras, aparecen dos autores que han cultivado la mirada local de modo notable: Roberto Merino y Francisco Mouat. Ambos periodistas logran sin estridencias (pero con la urgencia de la hora de cierre y una escritura sobria) indagar en el mapa genético de los chilenos de a pie. Merino es autor de En busca del loro atrofiado, una colección de más de ochenta piezas breves en que la ciudad y la memoria se compactan y resisten el paso del tiempo, mientras que Mouat sale en busca de aquellos personajes inolvidables, por su extravagancia, por su inocencia y su delirio, que conforman su Chilenos de raza.
Somos los que somos en la medida en que nos sacan de la madriguera, que nos mueven el piso, nos cambian la luz y, en el caso de los viajeros, la hora y el reloj biológico. Chile no tuvo Edad Media. Hay países, pueblos y villorrios que nos llevan, por lo bajo, mil años de ventaja. Nuestra historia es corta, ha sido mal enseñada y mal aprendida, lo cual explica el interés de los lectores actuales por aquellos libros que desde la ficción documentada o del ensayo buscan recuperar todo eso que no aprendimos pero sospechábamos. La cantidad de historias que se cuentan desde una sospecha, la cantidad de viajes que se hacen a partir de una corazonada: quizás sea lo único que podemos echar en nuestra mochila de viajeros.
Cuando nacieron nuestras hijas, con mi mujer decidimos guardar un ejemplar de un diario nacional publicado el mismo día. Los metimos en bolsas plásticas resistentes y los sellamos con cuidado. Son los diarios completos, con los avisos económicos y hasta las publicidades adjuntas en couché. Hoy están en la bodega, protegidos de la luz. Suponemos que cuando sean grandes y tengan interés por el mundo, ellas abrirán los periódicos como quien busca descifrar un mensaje escrito al reverso de una foto. Alguna noticia habrá de llamarles la atención. Ojalá lo suficiente para que se pregunten cómo eran los chilenos que las escribían y, más aún, cómo eran aquellos que las leían.
*Escritor y académico de la U. de Chile.
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