Es tramposo hablar de libertad cuando no hay condiciones de igualdad de base. No estoy hablando de economía, sino de sexualidad. Décadas después de la revolución sexual se pueden constatar efectos ambivalentes: si bien se superan las viejas represiones, fracasa en relación a la distribución de poder entre los sexos. El mundo ha derivado en una hipersexualización, pero no jugamos bajo las mismas reglas; es la lógica masculina la que distribuye quiénes son las mujeres respetadas, las denigradas y cuáles serán sancionadas o no por su deseo.

La sospecha creciente de que en un mundo liberado el cuerpo de las mujeres siguió siendo carne pública, explotó tras el movimiento #metoo. Y por ello, a diferencia de otras que aspiraban a la liberación, esta oleada feminista ha puesto el acento en la denuncia y en la necesidad de protección. Ha quedado demostrado que el abuso sexual es una cuestión estructural. Que no se manifiesta solamente bajo la figura de la violencia explícita, sino que también bajo otras condiciones; por ejemplo, en las llamadas zonas grises del juego erótico.

La socióloga Eva Illouz plantea que tras la caída del ordenamiento patriarcal y el advenimiento del sexo liberado, queda un vacío de códigos y mucha ansiedad. Para ella el éxito de una novela como 50 sombras de Grey, es que ofrece al lector el modelo del contrato para resolver la angustia y la posibilidad del malentendido en el encuentro sexual. El acuerdo sadomasoquista, antes que trasgresión alguna, para la autora no es más que un manual de sexo de autoayuda en tiempos confusos. Latigazos más, latigazos menos, está todo claro. Esto es precisamente lo que algunos resienten hoy: no vaya a ser que la erótica se vuelva un protocolo. Es lo que alegaron las francesas en su manifiesto contra el movimiento de las actrices de Hollywood.

El punto es que ambas cosas son ciertas: el abuso sexual es más generalizado de lo que se pensaba. Y también es verdad que en la erótica hay zonas grises. En los encuentros sexuales existen los no, los sí, pero también los "no pero sí" y los no menos complejos "sí pero no". Pero acá hay que ser enfáticos: muchos "no" con convicción han estado siendo atropellados de manera canalla por quienes justifican el abuso bajo la excusa de los "no pero sí "del juego erótico. Algunos alegan que se trata sólo de estupidez, y aunque así lo fuera, es una que se permiten algunos hombres dada la inercia de la violencia simbólica hacia las mujeres.

Frente a esta realidad surge la urgencia de la creación de protocolos y de modificar la tipificación del delito de violación. Suecia acaba de promulgar una ley bajo la cual no hace falta que haya violencia para que se pueda demostrar un delito sexual, sino que son sancionadas todas aquellas relaciones en que no exista un consentimiento explícito. Para sortear el asunto de los "no", la ley exige para que una relación sea válida, un "sí "con entusiasmo.

Parece chiste. Pero los tiempos lo exigen.

No obstante, las nuevas normas siempre cierran y abren cosas. Existe el temor de que por una causa justa paguen justos por pecadores y el deseo termine asfixiado en la hipernormatividad; tanto judicial como en los clichés que empiezan a salir del sexo asustado (que es una especie de trasvasije del lenguaje del management al mundo relacional). Pero la exigencia del "sí" con entusiasmo de las partes involucradas empuja algo que supera a todo manual: la ética sexual.

Como en la vida, en el sexo hay situaciones en que no estamos seguros de qué hacer. Y frente a esa incertidumbre podemos acudir a los estereotipos o a delegar la responsabilidad en el otro, pero a veces nos vemos obligados a tomar una posición, decir sí o no. Esa es la ética, hacerse cargo del deseo, negociar con nuestras propias zonas grises.

Y la ética, a diferencia de lo impuesto de la moral y el protocolo, va del lado de lo abierto, del riesgo y de los sentidos múltiples. Va del lado de la erótica.