Basta con decirles Kanken, pues el resto de su nombre es impronunciable en la lengua sudaca. Se trata de las mochilas de origen sueco que empezaron a verse cada más seguido en las espaldas de nuestros compatriotas. Primero en una élite, generalmente progresista, ya que eran demasiado caras para una mochila de trajín diario y con ínfulas de vida austera anticapitalista. Hoy cuestan la mitad -aún demasiado para un bolso de tela de parka– y ya aparecieron las copias. El fenómeno se explica porque el objeto pasó a ser una mitología; si el relato chileno de los noventa se llamaba Sanhattan, hoy se llama Kanken: el mito nórdico.
Fue tras el movimiento estudiantil que las siglas OCDE empezaron a cobrar sentido y a convertirse en la medida de todo. Se cristalizó la sospecha de las trampas de una modernización a la sombra yankee y comenzamos a querer ser finlandeses. Del estallido social que reivindicaba la educación como un derecho, nos quedó una reforma inacabada y un cliché sueco. Eso es finalmente Kanken, el señuelo de lo nuevo pero envasado en algo que ya está escrito.
Un cliché le cae como anillo al dedo a la angustia que acompaña los momentos de cambio. Frente a la caída de un sentido u ordenamiento, la respuesta estereotipada da una orientación. Es lo que ocurre en la vida individual cuando a nuestras crisis les respondemos con palabras ajenas. Fórmula que por un lado brinda alivio al agujero que abre la angustia, pero lo cubre con un espejismo-cliché que convoca otra zozobra: la maldita ansiedad. La trampa del cliché es que por un lado se quiere tanto, pero por otro, para nada; por eso es un entretenimiento a las ansias y un fracaso garantizado.
Cliché son las imágenes repetidas tras un despecho amoroso, que replican un repertorio estándar para evitar las particularidades del dolor propio. También lo son las salidas que, frente al encuentro con la muerte y sus metáforas, se vuelven fetichistas, es decir, concentran toda la incertidumbre de lo abierto en un sentido único y sobrecargado: ir tras la chica joven, hacerse budista, operarse la nariz o subir la montaña. Quizá la peor forma de los clichés es aquella que está ahí para ahorrase la pregunta –y el deber– de inventarse una vida, reduciéndose al consumo de tecnologías para encontrarse a sí mismo. Puro Kanken, lo nuevo impropio.
Si el autoengaño del cliché se soporta, incluso de manera colectiva, es porque es una defensa, un nudo que amarra los hilos sueltos. Por ejemplo, irónicamente en momentos en que la familia deja de tener como protagonista el autoritarismo patriarcal, aparece otro padre feroz: los manuales de crianza. Asimismo, la proliferación hasta el absurdo de literatura de autoayuda revela la ansiedad de comprar el método para aprender a vivir. Con la espiritualidad ocurre algo similar. Algunos se ríen de la fe en Dios del mundo que cae, pero en un dos por tres establecen unas relaciones inéditas para explicar el universo completo, relacionando la menstruación con el signo astrológico, el aloe vera y los meteoritos. Dicen que Einstein se pasó la vida intentando encontrar la relación entre el modelo de la relatividad y el cuántico, pero resulta que la espiritualidad Kanken lo hizo en un parpadeo.
¿Creemos realmente en esos artilugios? La eficacia del cliché es que hace repetir aunque no se crea en ello.
Kanken es lo que no cambia nada. Es la indignación fácil, la periodista de TV enojada, la linealidad del odio a los que hay que odiar. ¡Tan fácil que es hoy ser héroe o villano! Basta apretar las teclas sabidas.
Hoy los padres simbólicos de la cultura tambalean y en su lugar aparece otro poder: lo dicho, lo que cierra, el estereotipo. Estamos en tiempos de cliché. Mientras que la belleza, la creación, el humor y el amor existen sólo ahí donde puede haber algo de vacío, de duda, para que una nueva escritura brote. Las revoluciones se dan en los lugares más inesperados.