La violación es un asalto al cuerpo. Sin embargo, suele tratarse de un acto de dominación antes que de un deseo sexual. Aunque la mayoría de los hombres no viola, es un tipo de opresión fundamentalmente masculina y un temor sobre todo femenino. El miedo a ser ultrajado que seguramente un hombre siente cuando cae preso, es el que sentimos las mujeres muchos días de nuestra vida, en libertad. Por eso el hastío.
Hay demostraciones de dominio típicamente patriarcales. Lo que significa que es la posesión lo que está en juego. El origen de la palabra familia devela de que está hecho este tipo de ordenamiento social: un individuo es dueño de sus siervos y tiene el deber de alimentarlos. Código de comportamiento cuyo eco resuena en las historias como las de Harvey Weinstein o lo que parece ser su versión chilena, Herval Abreu: el jefe/autoridad que otorga favores, eso sí, cobrando peaje en carne. Lo perverso de esta fórmula es que hace sentir cómplice al abusado, pues el que tiene poder juega con el deseo de su víctima.
Los tiempos ya no están para esos padrecitos. Varios deben andar con el alma en un hilo.
Pero denunciar al patriarcado como fórmula para todo no hace efecto en toda violencia machista. Porque no todo el machismo se agota en el orden patriarcal.
Como aquellos abusos que responden principalmente al odio. Los que no buscan poseer, sino destrozar. Siendo más bien expresiones de resentimiento del poder que no se tiene; calculando una venganza a través del dominio de otro cuerpo. Violaciones que pretenden remendar una masculinidad fracasada, haciendo uso de la peor faceta de la potencia, la fuerza bruta. De estas hemos escuchado siempre, pero quizás lo nuevo es de la aparición pública de un orgullo misógino. No exagero.
El tipo que perpetró los atropellos en Canadá hace algunas semanas, dejó un mensaje en su Facebook: viene la rebelión de los "Incels". Se refería a los "célibes involuntarios", hombres que atribuyen la falta de experiencias sexuales a su inferioridad; que ahora se unen en foros de internet, manifiestan su odio a las mujeres sin pudor y reclaman lo que consideran su derecho a follar. Asimismo, supimos de un grupo de amigos en España, que se nombraban como "La manada" y violaban de manera colectiva. Compartían sus videos con otros chicos. En ambos casos, el disfraz de la pandilla les permite contener la cobardía. Es como si el fracaso se desplazara de la vergüenza hacia el orgullo, pero ahorrándose atravesar los temores que implican las prácticas de seducción (al rechazo, al ridículo). Casualidad o no, hay quienes afirman que hay cierto género del porno que ha ido proliferando, uno que yo llamaría el de la impotencia: del que roza sus genitales en el metro, el que pone su cámara celular debajo de la escalera para mirarles los calzones a las chicas.
La aparición de esta misoginia en chicos jóvenes puede ser un termómetro de lo social que expresa un corto circuito entre los sexos. Hay un empuje a la acumulación de experiencias sexuales como signo de éxito, parafraseando a nuestro ministro de Educación, tres al hilo para ser un campeón. Pero se trata de una consigna sin mapa, donde la mujer, en esa competencia entre machos, es la anécdota, el objeto, antes que una amiga. ¿Cómo acceder a una mujer si se la odia?
Todas estas son conjeturas.
Pero hay cuestiones donde no hay teoría que alcance, o acaso alguna palabra que sea digna. Todo queda corto. Hablo de la pequeña Ambár, la niña de un año y ocho meses, violada y asesinada por quien la cuidaba en Los Andes. El horror lleva a otros horrores, como el deseo de la pena de muerte. O a buscar respuesta en el perfil del asesino, seguramente un sicópata. Pero nada de eso cubre la sensación de que en esto estamos todos implicados, estas muertes son el fracaso radical de la tribu. Por la privatización de la vida, violamos el pacto de comunidad. Nadie pudo cuidar a esa guagua.
Quizá como un acto de redención de todos nosotros, el doctor que la atendió la bendijo al morir. Dándole por fin una dignidad a ese cuerpecito desgarrado.