La protesta de los alumnos de Arquitectura de la Universidad de Chile abrió el debate respecto de la carga académica y la salud mental de los estudiantes. Parte de la discusión se ha centrado en las diferencias generacionales. De un lado aparece el reclamo que estereotipa a la generación de los millennials (técnicamente, los alumnos son centennials) de flojos y sensibles. Mientras que del lado de los jóvenes se reproduce el cliché de acusar a los más grandes de su servidumbre a una ética de trabajo alienante.
Ni flojos los chicos ni tontos los grandes. Situar el conflicto como un problema generacional no permite ver que hay una queja transversal: no hay tiempo. La presión de no tener tiempo es algo que cruza edades y ocupaciones. Lo que revelan, quizás sin querer queriendo, los estudiantes que protestan, es que el tiempo tiene una dimensión política. Politizar el tiempo es sospechar de que esa condición que parece estable y natural es variable y está afectada de ideología.

Time is money.

El tiempo se ha vuelto estridente. Cuesta ir al ritmo de las horas, porque la tentación es ir al paso de los minutos, con algo de taquicardia, como el conejo de Alicia, siempre "ya es tarde". Es el tiempo capitalista, donde suponemos que podemos ganar o perder tiempo -y vida- a nuestro antojo. Y de este tiempo del ego podemos caer al del segundero del reloj, el sin intervalo, que no deja dormir, el de la angustia. Es la depresión una de las salidas para congelar el tiempo, con el costo de congelarse uno mismo.
La tecnología no cumplió la promesa de liberarnos de tareas tediosas para dedicarnos a nuestros sueños, porque no calculamos que su desarrollo iba de la mano de lo que el sociólogo Harmut Rosa llama aceleración. Algo así como la contracción del presente, que, por motores que aceleran la velocidad de los cambios, las modas, los entornos, las interacciones, los usos y costumbres, genera que las cabezas vayan al son del tic tac de las transacciones financieras; tan volátiles, que ni de los sueños podemos decir que sean propios, o si están a su vez modelados por la presión omnipresente del tiempo.
Andar con sueño no deja soñar.
Nos levantamos y tenemos algún propósito, pero antes de eso pasamos a revisar el correo electrónico -que implicó ahorrarnos el tiempo del trámite de la tecnología de la carta, pero que, paradójicamente, satura la bandeja de entrada-; navegamos otro tanto por internet -sin que sea necesario salir a comprar un diario-; nos perdemos otro poco, o mucho, en las redes sociales, donde especulamos el valor de nuestra imagen, porque la autoestima también va al ritmo de los segundos; y finalmente, si acaso recordamos qué planificábamos hacer, ya se hizo tarde. La paciencia también ha cambiado, cada vez hacemos menos filas, pero no toleramos un atraso del repartidor, a quien podemos puntuar por los minutos tarde. El cuerpo ya no cabe en el tiempo.
La aceleración genera un corte con el pasado, pero también con el futuro; estanca en un presente saltón, cuyo sentido muchas veces se pierde. ¿Por qué el grito, por qué el esfuerzo? Eso protestan los estudiantes, para qué. Quizá antes que un cambio en la ética de trabajo, lo que hoy es distinto es el sentido. No entendemos lo que firmamos, porque no hay tiempo para entender las condiciones de una aplicación o de un seguro; los objetos tecnológicos se llaman inteligentes y no siempre sabemos usarlos; y si hay poco tiempo para digerir una idea, resulta más fácil explicarnos a nosotros mismos a través de alguna categoría inventada (generalmente en inglés); y al final, por más que hoy hablemos en la lengua del "yo soy", algo del cuerpo y la subjetividad queda afuera.
La resonancia de la queja de los estudiantes es que el tiempo está desquiciado, y que seguir suponiendo que no tener tiempo es una culpa personal solo alimenta una máquina que traga todo; incluso el deseo de vivir.