Luego de más de cinco años de espera el parlamento inicia hoy la votación de la Ley de Identidad de Género. Esta ley alberga las esperanzas de diversas organizaciones, activistas y familias que han visto postergada su voluntad de avanzar en un derecho tan básico como es el reconocimiento que la identidad de género debe ser comprendida como vivencia interna e individual del género tal cómo cada persona la siente profundamente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento de nacer.
No se trata, cómo hacen ver sus detractores, de un capricho del mundo progresista ni de quienes no creen en la familia. Por el contrario, se trata -ni más ni menos- de ser coherente con el derecho internacional y con las convenciones en materia de derechos humanos que Chile ha ratificado. De hecho, desde la perspectiva comparada diversos países cuentan con mecanismos simplificados que favorecen este reconocimiento. En efecto, Malta, Argentina, Dinamarca, España, Uruguay, Irlanda, Bolivia, México y Colombia operan con decretos que permiten el cambio de nombre y sexo registral vía administrativa.
Por lo mismo, es importante establecer los parámetros mínimos que debe tener esta ley, de forma tal que se adecue no solo a los estándares internacionales, sino especialmente a las necesidades de quienes ven en su promulgación el reconocimiento por parte del Estado de su identidad de género y, en especial, un trato digno acorde a su condición.
La identidad es un derecho fundamental al cual todos y todas tenemos acceso. Bajo ese principio los mecanismos para acceder a un cambio de identidad en los casos en que sea requerido, deben por sobre todo respetar la dignidad de las personas y asegurar que los trámites que se lleven a cabo no asuman que se trata de una patología, además de garantizar la no discriminación, confidencialidad en el trato y la dignidad de las personas.
Hoy en día las personas trans acuden a tribunales civiles para el cambio de nombre y sexo registral, en muchos casos se les exige someterse a intervenciones quirúrgicas o a tratamientos hormonales "pertinentes", además de la realización de peritajes psicológicos y físicos. Todos estos procedimientos implican un trato denigrante y centrado en la idea que se trata de una enfermedad que debe ser certificada por el sistema antes de otorgar lo que consideramos un derecho.
Por lo mismo, el trámite para realizar el cambio de nombre y sexo registral no puede tener carácter jurisdiccional, ya que la identidad de género, como indicamos antes, se trata de una vivencia interna e individual que no puede ser diagnosticada ni comprobada por terceros. El trámite debe ser expedito y administrativo, limitándose el órgano competente a reconocer el derecho, sin la opinión y eventual oposición de terceros.
Por otro lado, se debe incluir a niños, niñas y adolescentes, conforme a la Convención de los Derechos del Niño. Como han indicado las organizaciones y activistas trans, una ley que no incorpora a niños y niñas llega tarde y no resuelve los problemas que se generan frente a la necesidad del cambio de nombre y sexo registral. Al respecto, está en juego el interés superior del niño consagrado en la convención y el reconocimiento de su autonomía progresiva. Legislar para los mayores de edad no resolverá los problemas que hoy afectan a la infancia trans.
Es de esperar que el parlamento esté a la altura de los desafíos que hoy enfrentamos como sociedad y que nos deben llevar al respecto de la diversidad, los derechos humanos y la dignidad de todos y todas, sin ningún tipo de distinción.
Caterine Galaz es académica Universidad de Chile y Rolando Poblete es académico de la U. Bernardo O' Higgins. Ambos son investigadores de Fondecyt de Diversidad Sexual.