A veces hay que escarbar, retroceder, enfrentarse al pasado para entender el presente. ¿Qué nos pasa a los chilenos? ¿Por qué tanta rabia, tanto chaqueteo, toda esa concentración de virulencia en cualquier discusión virtual o real? ¿Son las redes sociales las que nos transformaron en energúmenos? ¿La culpa es del capitalismo a la chilena? ¿Son los tiempos vertiginosos que nos impiden tener espacio para la contemplación y la calma? ¿Es un problema actual o siempre fuimos así?

La respuesta, o al menos un esbozo de tesis, la hallé en un texto de 1939. La escribió Pedro Prado, gran intelectual chileno, fundador del grupo de Los Diez e integrante de la Generación del 20, en un texto titulado La ciudad de los Césares, que apareció en la Revista Universitaria de la U. Católica y que ahora fue reeditado en el libro Palabra recobrada (Ediciones UC). "Deseo hablar de Chile y los chilenos", dice Prado, "y para ello nada encuentro mejor que hablar de la Ciudad de los Césares, de los soñadores y descontentos que sin saber la buscaban, de los guerreros que ignorándola la defendían. De todas nuestras ciudades, la de los Césares es la única invisible, y de todos nuestros conciudadanos, los descendientes de los que lucharon por ella son los que mejor informan el acento y el sentido característico del alma de mi país".

Prado no peca de ingenuo. Aclara que no es que a este continente y a esta nación hayan venido los mejores, pero sí los más necesitados de aventuras, de oro, de olvido, de sueños, "los más descontentadizos". Los europeos buscaban El Dorado, ciudad legendaria llena de oro que no hallaron en México, ni en Colombia ni en Perú. "Con el nacimiento de El Dorado se hizo evidente la nueva y constante selección que se efectuaba entre los conquistadores", agrega Pedro Prado. ¿Qué quedaba después de buscar por todo el continente? "Al extremo sur había un país de dificilísimo acceso: un desierto y una cordillera enormes lo aislaban, y el más inmenso y solitario de los mares lo defendía. Llegar a Chile era una epopeya; salir de él, un milagro… Chile era el extremo de la tierra, la postrera posibilidad, el último rincón del mundo". Ahí nace el nuevo mito: la Ciudad de los Césares, que duró mucho más que El Dorado. Hasta hace no mucho lo seguían buscando en el extremo sur de nuestro país.

Mito irrealizado, síntoma de tenacidad, de sueño no cumplido, de angustia sin causa, "una ceniza que quema", dice Prado, quien nos leyó agudamente como sociedad. "Sobre esa sangre española que contribuyó a la formación del pueblo de Chile recaen sospechas fundadas de que irrigó a gentes varias veces más y más insatisfechas". Somos hijos de indios bravos y de conquistadores obstinados. Una mezcla explosiva. "Porque fuimos, en cierto modo, selección de pertinaces en esperar sin resultado, los chilenos somos ahora uno de los pueblos más descontentadizos de la Tierra, sin razón visible. Lo somos por herencia ancestral y por muerte de la fe obscura en esperanzas inciertas. Todo en Chile nos parece malo: sus hombres y sus instituciones, lo que se hace y se piensa". Tremenda foto que nos sacó Prado hace años y que parece escrita ayer. Una reflexión, eso sí, que no es del todo negativa. Fíjense. "Porque hemos soñado largo, hemos logrado despertar bastante, consiguiendo cierto conocimiento del absurdo, algo del ridículo y no escasa conciencia de la realidad". Dice Prado que eso hace que el chileno, al visitar pueblos distantes, ya sean en Europa o en Asia, al mismo tiempo que los admira, se asombra del exceso de optimismo, de su satisfacción exagerada. "Entonces, de modo solapado, sin que lo adviertan, el chileno en el extranjero sonríe un poco. No, allí nunca han vivido los Césares". ¿Somos pesimistas, entonces? No exactamente. Prado usa un adjetivo a la medida para su radiografía social. Nos trata de descontentadizos, que traduce como insatisfechos activos. Un pesimista, dice, es un insatisfecho pasivo. No somos fatalistas, pues no nos resignamos. Somos descontentadizos quejándonos todo el tiempo, pero no nos resignamos. Insatisfechos activos. Anótelo. Para mí, esas dos palabras valen oro.