Santiago de Chile, mi ciudad adorada, tiene defectos. Grandes defectos. Soy un Santiago adicto, pero también soy consciente de la más grande de las heridas de nuestra capital: la segregación. Una ciudad donde hay comunas con la calidad de vida de Suiza y otras con la realidad de África es una metrópolis fracturada. Bajos de Mena, en Puente Alto, es el ejemplo más claro: sus casi 150 mil habitantes viven aislados, con escasas áreas verdes y espacios públicos, sin infraestructura. Hoy, como consuelo mínimo, tienen comisaría nueva y un parque, pero sigue siendo lo más parecido a un gueto. ¿Has caminado por la Costanera Sur a lo largo de Cerro Navia? La orilla del río Mapocho tiene kilómetros de vertederos ilegales, cientos de toneladas de basura y las familias están expuestas a condiciones miserables de vida. Hay varios Santiago en Santiago, y un porcentaje importante de las más de treinta comunas urbanas carecen de servicios que en las más favorecidas parecen tan obvios.
El párrafo que acabas de leer fue publicado en este suplemento en mayo del 2018. La columna "El día en que Santiago se convirtió en una ciudad segregada" hacía referencia al 29 de septiembre de 1979, cuando 37 mil personas de todo Santiago llenaron las graderías del Estadio Nacional para firmar los documentos que los transformarían en propietarios. Propietarios de una suerte de trampa. Gente que venía de 60 poblaciones de 17 comunas de Santiago y que quedaron, junto a sus descendientes, desplazados de la ciudad.
Fue el momento en que Santiago se segrega oficialmente. "Ese día se fija el dibujo de una ciudad que había respondido muchas veces a crisis o a la espontaneidad. Se fija una planta de una ciudad que no había tenido planta. Y eso es lo que hereda esta ciudad tan dividida, tan atomizada, tan segregada", decía la arquitecta Alejandra Celedón al explicarme su proyecto "Stadium", que buscaba evidenciar la relevancia del tema y por el cual ganó el derecho de representar a Chile en la Bienal de Venecia 2018. A su manera, Alejandra se adelantó a la crisis que hoy estamos viviendo.
Alejandro Aravena, el único arquitecto chileno ganador del Pritzker, profundizó en esta idea hace unos días en CNN Chile, utilizando el concepto del oasis que tantos repetían para elogiar lo bien que estábamos y que él usa como metáfora de un problema. "Cuando se habla del oasis, que para algunos significa agua, sombra, un vergel, alrededor del oasis hay un desierto. Yo creo que parte del conflicto que tenemos es que dejamos de ver que para algunos puede ser oasis, pero para otros es un desierto. Me parece que hay al menos tres experiencias. Primero, el que viaja todos los días desde el desierto al oasis tiene esta experiencia diaria de injusticia, de humillación y ni siquiera le es fácil ir del desierto al oasis. Es una experiencia de inequidad que en la ciudad es brutal, es concreta.
La segunda tiene que ver con quienes viven en el oasis: la ciudad que hemos construido hace que quienes viven allí no tengan ninguna necesidad de salir de él. Es tanto así, que la ciudad nos imposibilita saber cómo es vivir en el desierto. Y, finalmente, están quienes han hecho toda su vida en el desierto. Uno a veces escucha 'los desadaptados', y en realidad son los adaptados a un contexto tan brutal que sus códigos son distintos. Y de esos códigos no tenemos ni la más mínima idea. Si uno empieza a estudiar la relación entre estos tres grupos, te das cuenta de que el que va del desierto al oasis y luego vuelve, experimenta lo que no va a poder tener y no se lleva nada de vuelta. Y se da cuenta de que, en cambio, el de al lado que cambió los códigos y no se está esforzando como él, le va mejor. Mientras no pongamos los incentivos para que al que se esfuerza le vaya mejor que al que dio todo por perdido… y aquí voy a poner un ejemplo sin nombrar el lugar para no estigmatizar: en algunas comunas donde hemos construido viviendas sociales, la expectativa de vida es 24 años. Entonces es alguien que no tiene nada que perder".
La paz social que hoy buscamos no va a ser posible mientras no tengamos una experiencia en común quienes compartimos la ciudad. Es un hecho: Santiago, y otras conurbaciones de Chile, pero especialmente la capital, fue diseñada para que el oasis alimentara una inevitable bronca en el desierto. No podemos seguir viviendo así.