Que es el colmo que la gente no se haya "comportado" en el recién reinaugurado jardín japonés del cerro San Cristóbal. Que cómo puede ser que los niños hayan osado sentarse en esculturas y los adultos hayan metido sus pies en el agua de las lagunas interiores. Que somos un país de simios porque no entendemos la cultura de los parques nipones. Que deberían cobrar entrada y aplicar multas para que la gente aprenda. Todo eso y mucho más se ha dicho en estos días, a propósito de las publicaciones que muestran algunos desórdenes y pequeños daños producto del interés masivo por ver este jardín que estuvo dos años cerrado. No puedo estar más en desacuerdo. Me parece un extraordinario síntoma ciudadano que un nuevo parque sea tomado, ocupado, incluso exigido por las personas. Pero, ¡cómo no! ¡Era el día de la reinauguración! Son decenas de miles las personas que asocian algún recuerdo de su pasado a este espacio que fue inaugurado en 1978 y que el Parque Metropolitano decidió arreglar y triplicar en superficie. Entonces la gente llegó en masa. Y hacía calor. Y había agua. Y había esculturas. Y la gente jugó con el agua y jugó con las esculturas, y los niños jugaron con las plantas y, sí, algunas plantas se rompieron. Sin duda que, en la medida que descienda la curiosidad, también disminuirá la cantidad de asistentes y la forma de vincularse con el parque será mucho menos intensa.
¿Por qué, entonces, no enfocarse mejor en el goce de lo público? En este santiaguino que usa el espacio común y lo demanda y lo disfruta y lo fotografía y lo sube a Instagram y lo viraliza. Con el inmenso respeto y admiración que me merece la cultura japonesa, nosotros no somos japoneses, por obvio que se lea. Desde niños nos enseñaron a revolcarnos en la arena, en el pasto y en la tierra. En Chile vas a la plaza y al parque a hacer cosas, a mojarte con los juegos de agua en verano, a subirte a los juegos escultóricos de la plaza Brasil, a columpiarte, a correr por la reja tridimensional de 300 metros del parque bicentenario de la infancia, a arrendar autitos y bicicletas a pedales en la Quinta Normal, a trotar por el Parque Forestal, a presenciar los shows de música de Lollapalooza en el parque O'Higgins. También los usamos para caminar relajadamente y para reflexionar, pero no es la principal actividad y probablemente nunca lo será.
"Para el japonés, la naturaleza es sagrada, y cuando están frente a un paisaje construido, se dan el tiempo de contemplarlo, sin usar el tacto", comentó en Teletrece el arquitecto máster en paisaje, Juan Manuel Gálvez. Me encantaría que para los chilenos nuestra naturaleza también fuera sagrada, que dejáramos de darle la espalda a la cordillera, al mar y a nuestros ríos. Pero ya sea por nuestros orígenes culturales, por nuestra condición de país que constantemente es sacudido por la misma naturaleza o porque recién estamos saliendo del subdesarrollo, nos vinculamos de otra manera con los espacios de esparcimiento.
Basta ver la cara de alegría de los habitantes de Pudahuel, que acaban de recibir su primer parque público -Santiago Amengual se llama- y presenciar cómo lo están usando en forma intensa. O ver la pasión que produce en los vecinos la idea de un futuro parque en los cerros de Renca, en el cerro Chena de San Bernardo y uno mucho más inminente en su entrega: el parque La Hondonada de Cerro Navia. En esta ciudad y en este país necesitamos las plazas y los parques para amortiguar, en parte, la falta de espacios verdes en comunas vulnerables, así como la injusta distribución de espacios públicos. Que la gente llegue en masa a un parque recién abierto y le saque el jugo es motivo de celebración, no de vergüenza ajena.