El 16 de julio de 1990, un terremoto de magnitud Mw 7.8 ocurrió en la Isla de Luzon, en las Filipinas, generando derrumbes en algunas laderas del Monte Pinatubo, localizado unos 100 kilómetros al sur. Pronto, el monte comenzó a mostrar emanaciones de vapor, algo que los residentes nunca habían visto en sus vidas, ya que muchos de ellos desconocían que el Pinatubo era en realidad un volcán. Menos de un año después, este volcán hizo una de las dos erupciones más grandes de los últimos 150 años en el mundo. Una megaerupción que arrasó con la zona alrededor del volcán, afectando a miles de personas. Pero también fue una que se pudo anticipar, y donde la acción conjunta de los científicos y autoridades salvó miles de vidas.
Poco después del terremoto, el volcán volvió a su tranquilidad. Seguía en un sueño en el que estuvo por más de 500 años, y que al mismo tiempo era una de las razones por las cuales no se sabía mucho de él. Pero eso cambió en marzo de 1991, cuando comenzó a aumentar la actividad sísmica, y se detectaron emanaciones de vapor de agua y otros gases en tres puntos del volcán. Todos indicios que el magma estaba subiendo desde más de 30 kilómetros de profundidad hasta el Pinatubo. Fue en ese momento donde el Instituto Filipino de Volcanología y Sismología se dio cuenta de una persistente sismicidad y, además de instalar varias estaciones sismológicas, llamó a sus colegas del USGS, que partieron rumbo a Filipinas a la mayor base aérea de los Estados Unidos en el extranjero, que estaba a los pies del Pinatubo. El monitoreo del volcán duró varias semanas.
Una de las primeras tareas que el equipo internacional llevó a cabo fue tratar de tener una idea sobre qué bestia tenían al frente. El problema es que al no haber erupciones históricas, nadie sabía realmente cómo solía comportarse el Pinatubo. Así que buscaron, desde el aire, evidencias de pasadas erupciones. Lo que encontraron era terrible: indicios de enormes flujos piroclásticos, que son propios de erupciones tremendamente explosivas. Las aproximadamente 250 mil personas que vivían a menos de 20 km del volcán estarían frente a un gran peligro en caso que el volcán tuviera una erupción como la imaginada por los científicos. Rápidamente el equipo generó un mapa de peligro volcánico basado en las observaciones, para poder tener una idea de qué zonas eran las más susceptibles a ser afectadas.
Los sismólogos y vulcanólogos comenzaron a registrar una gran cantidad de sismos, así como también de dióxido de azufre (gas que produce el olor a huevo podrido típico de las termas) viniendo del volcán. Pero esto no indicaba que hubiera una erupción inminente. De hecho, muchas veces se han visto momentos de crisis volcánicas que no han terminado en una erupción. Los científicos tenían eso clarísimo, así como también sabían perfectamente que el costo de anunciar una erupción, para que esta después no ocurra, es muy grande. La sociedad no científica y las autoridades necesitan tener confianza en los organismos técnicos, y un error se paga caro. Por lo mismo, los científicos suelen ser extremadamente cautelosos al momento de anunciar cambios en la actividad de un volcán.
Pero la cantidad y el tamaño de los sismos siguió aumentando, y con el pasar de las semanas los sismólogos fueron aumentando los niveles de alerta del Pinatubo. También fueron notando deformaciones en la superficie, que indicaban que había magma que estaba empujando por salir. La pregunta crucial era: ¿qué sigue? Y ya tan metidos en la crisis, los científicos sabían que no podían cometer un error, por lo que la respuesta no era sencilla. Llegó un momento donde incluso notaron que la actividad parecía decaer. ¿Se calmaba el volcán, o era una pequeña pausa? El Pinatubo se encargó de resolver la duda: la cantidad de sismos aumentó notoriamente, y en un sobrevuelo se notó que el magma había llegado a la superficie, formando un domo. Esto hablaba de un magma muy viscoso, que tenía todo el potencial de generar una erupción muy grande.
No había más opción: había que evacuar. Los resultados del monitoreo hablaban de que una erupción realmente era inminente.
Dos días después que la autoridad escuchó a los científicos y decretó la evacuación, una columna de tefra de más de 19 km de altura marcaba el despertar explosivo del Pinatubo tras 500 años. Pero eso no era el fin. El 15 de junio de 1991, se desencadenó el cataclismo. La ceniza volcánica llegó a más de 40 km de altura, subiendo más rápido de lo que lo haría un jet de guerra. La cantidad de energía liberada era tremenda. Los científicos continuaron el monitoreo en un búnker de la base aérea, y afortunadamente no fueron alcanzados por los flujos piroclásticos generados por el volcán. Flujos tan grandes como este, del que una camioneta logró huir.
La erupción duró más de 15 horas, y además la isla de Luzón fue afectada por un tifón, que llevó la ceniza volcánica a muchas zonas que no estaban en el mapa inicial de peligro generado por los científicos. Las posteriores lluvias ayudaron a generar lahares de diversos tamaños, que destruyeron casi todos los puentes en 30 km a la redonda del Pinatubo. Un cataclismo que cambió para siempre el entorno del volcán, donde miles no pudieron volver a vivir en la zona afectada, dado al riesgo de lahares producidos por las lluvias que entraban en contacto con la ceniza acumulada.
Sin embargo, el monitoreo y el trabajo en conjunto con las autoridades no sólo salvó más de 5 mil vidas, sino que también más de 250 millones de dólares en potenciales daños. La erupción del Pinatubo es un ejemplo de que, si trabajamos juntos en pos de un bien común, podemos salvar vidas. Hoy en día eso incluye no sólo monitorear, sino que también llevar a cabo investigación de alta calidad sobre los distintos volcanes del mundo que pueden entrar en erupción. Si aprendemos a conocer a nuestros volcanes, podremos anticipar algunos de sus comportamientos. Luego, podremos comunicar a las autoridades y la sociedad no científica los resultados, ayudando a crear confianza. Esto último es crucial, ya que como ciudadanos necesitamos confiar en nuestras autoridades y entidades técnicas al momento de actuar en una emergencia.
Y si bien esto es un desafío global (basta ver lo que pasó con el volcán de Fuego), en Chile estamos bien parados, con un Observatorio Volcanológico de calidad internacional. Pero también tenemos desafíos, sobre todo en cuanto a la investigación. Necesitamos llevar a cabo más estudios sobre nuestros volcanes, para convertirnos en líderes mundiales en el tema. Lo hemos hecho bien con los recursos que tenemos, pero podemos ser campeones mundiales. Debemos ir en esa dirección, para que el monitoreo tenga más y mejores herramientas al momento de anticipar erupciones. También debemos tener una fuerte estrategia de comunicación, para que conozcamos nuestros volcanes y sepamos su historia eruptiva. Sólo así les podremos perder el miedo, para pasar a respetarlos desde el conocimiento. Pero el futuro pinta bien. Hemos avanzado mucho desde el Chaitén. Podemos llegar muy lejos.
Cristian Farías Vega es doctor en Geofísica de la Universidad de Bonn en Alemania, y además profesor asistente en la Universidad Católica de Temuco. Semanalmente estará colaborando con La Tercera aportando contenidos relacionados a su área de especialización, de gran importancia en el país dada su condición sísmica.