Después del triunfo de Trump se comenzó a hablar de las "políticas de identidad" de manera despectiva para referirse a las reivindicaciones de las minorías. La crítica hacia la izquierda progresista fue haber abandonado los asuntos materiales (trabajo, pensiones, salarios) por preocupaciones parciales (feminismo, diversidad sexual, etnias), dándole el pase de gol a la derecha para captar el voto de los sectores populares. Y sí ocurrió. Pero la historia no es sólo la de un cálculo -cuestión que tanto les cuesta aceptar a tecnócratas, racionalistas y activistas-; estas reivindicaciones "de identidad" no sólo exigían derechos, sino que interrogaron el sentido común, aún más, tensionaron la idea de "sí mismo".
Como efecto de la época -el individualismo, la horizontalidad, la revolución digital-, las nuevas generaciones y movimientos sociales no podían sino sospechar de la construcción del sujeto unificado y coherente, a la vez, binario sexualmente, machista y eurocentrista. No por ser buenos, ni por dueños de la verdad (la militancia no está exenta de narcisismo) como se les critica, sino porque rompieron con la idea de La Verdad.
Si se altera la idea de "sí mismo" de una época, estallan los horizontes del pensamiento. Durante tres décadas como un karma se ha repetido que no hay alternativa al modelo. Y a los críticos se les interpela con que muestren alguno mejor. Como si la alternativa debiera venir envasada, como un producto que sustituya al anterior. Esos son los términos y los límites de pensamiento de una racionalidad.
Primero cambia la cabeza, luego la imaginación política. No sé si eso será el "Chile despertó", porque hasta hace pocas semanas todo parecía imposible, luego de sopetón las contradicciones de la vida neoliberal se volvieron insoslayables. Es el poder del impoder: no estar más seducidos con los oasis de la élite, ni con sus teneres, sus buenas razones, su ideal de vida y belleza (bastante homogénea). Un sentido común explotó.
La consigna, más impresionante en mi opinión de este estallido, es Hasta que valga la pena vivir. La vida misma está puesta en cuestión, el "sí mismo" vivido como empresa (exitosa o quebrada) es viable para unos pocos. Por eso nada de esto resiste un análisis desde un prisma absoluto. La vida, la libertad y la seguridad significan cosas muy distintas de acuerdo al rol que nos toque. Hablar de esos términos como si nos refiriéramos todos a lo mismo, es un encuentro de sordos. Un coloquio de perros.
Ese es el nombre de una película de Raúl Ruiz que habla del absurdo de la vida, de cómo jugamos la ficción que nos toca narrar, tan real en todo caso como el hambre o un amor. Coloquio de perros es también el nombre de un encuentro ciudadano los domingos afuera del MAC en Santiago.
El último domingo fue más o menos así: "¡Vieja culiá mentirosa!", gritó un hombre borracho que hace rato alegaba desde el parque, mientras tres intelectuales hablaban sobre justicia y desigualdad en el panel. La escritora Raquel Olea, quien fue interrumpida, respondió: "Tiene razón, dejo de hablar hueás, hable usted, señor". El borracho en el micrófono dijo que era un mapuche de ciudad, que no tenía nada, se fue, se devolvió y dijo su Rut. Quién sabe por qué, quizás porque es lo único que tiene del Estado. Alguien lo abrazo, siguió gritando, se agarró a combos con quien no se supo si era o no su amigo. Luego intervino una mujer, Natalia se llamaba; decía con enojo que lo que para algunos era liberación (seguramente refiriéndose a parte del público), para los huérfanos era estrago, se refería a las drogas. Nosotros necesitamos un abrazo, dijo. Fue el turno de la segunda mesa. Eran dirigentes estudiantiles, repetían que no tenían miedo, que la violencia es tan legítima como otras formas de manifestación. Les pregunté qué hacer con quienes los apoyan, pero sí tienen miedo y no quieren violencia. Marcela Catoni respondió: no tengan miedo, como en mi población, los jóvenes somos del comité guerrero, cuando llegan los pacos nosotros tiramos piedras, las mamás se quedan en las casas. Unos días después carabineros dispararon adentro de su liceo.
Como el de Raúl Ruiz, este es un cuento sin moraleja. La vida es hermosa y horrorosa a la vez.