Elizabeth Tabilo (58) trabajó por 12 años en una casa de La Serena. Había criado a la hija menor de 12 años, se llevaba bien con el mayor, de 16, y también desarrolló una relación de cercanía con su empleadora. Por eso se sorprendió cuando el 17 de marzo su jefa le pidió que no fuera a trabajar más. El problema llegó el 30 de ese mes, cuando Tabilo le escribió para saber cuándo le iban a pagar su sueldo y su exjefa le dijo que sólo le cancelaría los días trabajados, algo sobre lo que la mujer no tenía mucho control, ya que durante todo el tiempo que cumplió sus labores en ese hogar nunca tuvo un contrato formal. “Yo juraba que ella me iba a llamar y no fue así; no me pagó los días trabajados ni me habló nunca más. Ahora me doy cuenta de que todo lo que hacemos no se valora. Eso da harta pena, porque se olvidaron de mí; ya van tres meses que no tienen contacto conmigo. Yo pensaba que iba a ser distinto”, dice Tabilo.

Según datos del “Estudio longitudinal Empleo Covid-19: Datos de empleo en tiempo real” de la UC, el trabajo de casa particular es la actividad más golpeada por la crisis, con un descenso del 70% del empleo en los últimos 12 meses, frente a una caída del 20% en los asalariados y del 27% en los independientes o trabajadores por cuenta propia. “Es la categoría de ocupación más afectada por la crisis. Estamos viendo una caída de 310 mil personas que trabajaban en esto hace un año, a 95 mil registradas por nuestro estudio a fines de junio, un número ínfimo para lo que ha sido este grupo. Esa caída es bien impactante”, comenta David Bravo, director del Centro de Estudios y Encuestas Longitudinales de la UC.

Según cuenta Luz Vidal, presidenta de Sintracap (Sindicato de Trabajadoras de Casa Particular), esos números se han hecho muy evidentes en los últimos meses: “A nosotros, los empleadores nos vieron como si fuéramos la peste, porque así nos sacaron. La pandemia fue un verdadero terremoto para el gremio”.  

“Es la categoría de ocupación más afectada por la crisis. Estamos viendo una caída de 310 mil personas que trabajaban en esto hace un año, a 95 mil registradas por nuestro estudio a fines de junio, un número ínfimo para lo que ha sido este grupo. Esa caída es bien impactante”, comenta David Bravo.

Se trata de una situación que también se ve en el resto de Latinoamérica. Desde la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), dicen que la pandemia ha hecho evidente la vulnerabilidad de las trabajadoras en un empleo donde los riesgos de contagios son altos, al pasar todo el día en casas que son espacios cerrados y estar en contacto con los miembros de esos hogares. Algo que es relevante si se piensa que en la región ocho de cada 10 trabajadoras son informales. “Por ende, si no pueden asistir a su lugar de trabajo, en la práctica dejan de recibir ingresos laborales, porque en la mayoría de los países no cuentan con mecanismos de protección de ingresos”, explica Juan Jacobo Velasco, Oficial Nacional de Información Laboral, Oficina de la OIT para el Cono Sur de América Latina.

Cariño malo

Paola (no es su nombre real, pero prefiere mantener el anonimato) llegó hace tres años desde Colombia y ha pasado la mayoría del tiempo trabajando -y viviendo- en una casa de Las Condes. A fines de abril su empleadora la llamó a la cocina para conversar. Le informó que por problemas económicos no podía seguir pagando sus servicios como antes, pero le tenía una nueva propuesta: para no despedirla le rebajarían el 50% de su sueldo y trabajaría tres de los cinco días de la semana, pero se tenía que quedar a dormir de lunes a domingo, para no exponer a la familia a un posible riesgo de contagio si ella salía.

Paola aceptó -claro, no tenía opción-, volvió a su pieza y comenzó a llorar. “¿Y ahora qué voy a hacer?”, se preguntó mientras calculaba el nuevo sueldo y los gastos que claramente no se cubrían. “‘¿Pero cómo ella me va a hacer esto?, si yo no tengo nada que ver', pensé. Yo sé que esto le afectó en lo económico; ha habido problemas y la entiendo, pero yo no tengo la culpa. Es un trabajo, no puedo quedarme por amistad o por buena gente, no vine a Chile a eso, vine a trabajar y a ganar plata”, reflexiona Paola.

Ahora en teoría trabaja lunes, miércoles y viernes, pero como está obligada a dormir toda la semana en la casa de su empleadora, dice que se siente mal si descansa. “Los días que no me toca trabajar de pronto no madrugo, pero al estar ahí es muy difícil quedarse en la pieza y salir a comer. No soy capaz de hacer eso, entonces ayudo con el almuerzo, después siempre hay algo que limpiar o hacer y termino trabajando igual. Estoy haciendo el mismo trabajo por menos dinero y sin fines de semana”, resume Paola. Le da pena y rabia, siente cariño por la familia, sobre todo por los niños, se tienen confianza, se abrazan, ríen y lloran juntos, dice, además de ser la confidente de la dueña de casa. “Pero hay veces que se aprovechan de la necesidad y la humildad de uno, pero yo necesito que me paguen lo que debe ser”, cuenta, mientras acumula deudas sin saldar.  

Paola aceptó -claro, no tenía opción-, volvió a su pieza y comenzó a llorar. “¿Y ahora qué voy a hacer?”, se preguntó mientras calculaba el nuevo sueldo y los gastos que claramente no se cubrían.

“Muchas compañeras que se creían parte de las familias, sintieron una bofetada tremenda cuando las sacaron”, cuenta la presidenta de Sintracap, sobre un aspecto que hace distinto a este trabajo: el grado afectividad que conlleva cumplir horarios a veces por años en la intimidad de un hogar. “Eso se ve en sus relatos: ‘Me sentí como leprosa, como si yo tuviese la responsabilidad de lo que está pasando’, me dicen. Es un golpe muy duro”, agrega Luz Vidal.

Rosario Fernández, socióloga del Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder y del IDEA de la Usach, lleva desde 2007 estudiando esta actividad en Chile y cuenta que “muchas trabajadoras me han dicho que tienen que escuchar horas y horas a las patronas o a sus hijos sobre sus problemas, conflictos y dolores”. La experta agrega que este rol implica funciones como recordarle al niño que lleve su tarea, al empleador que le compre un regalo de cumpleaños a su señora o, incluso, ser confidente en peleas matrimoniales.

A esta relación que enlaza lo afectivo con lo laboral, el sociólogo, magíster en Urbanismo y doctor en Antropología, Ricardo Greene, la llama falsa familiaridad o falso parentesco. “Es esta relación que se construye en la cual en algunos momentos y lugares estas trabajadoras son tratadas como parte de la familia y en algunos momentos y lugares claramente no lo son. Uno ve ese discurso sobre todo construido por parte de las familias empleadoras más que en las empleadas”, dice Greene, quien explica que sí existen afectos genuinos, pero que sucede bajo una estructura patronal que viene desde la colonia. “Están esos discursos de familia y, sin embargo, muchas veces no se les celebra el cumpleaños. O sea, las cosas que hacemos con nuestras familias usualmente no se realizan con ellas, por ejemplo, no comen en la mesa. Es un discurso ambiguo; son parte de la familia, pero cuando tengo un problema económico se van y fin”, agrega.

“Muchas trabajadoras me han dicho que tienen que escuchar horas y horas a las patronas o a sus hijos sobre sus problemas, conflictos y dolores”, comenta la socióloga Rosario Fernández.

Esta dualidad es, para Fernández, una de las características del trabajo doméstico en Chile. Cuenta que hizo su tesis doctoral durante la discusión en 2014 de la Ley 20.786, que vino a regular este trabajo. “Me llamó mucho la atención que cuando se estaba discutiendo la nueva ley, el discurso de los parlamentarios era muy afectivo recordando a su propia trabajadora doméstica, hablaban como de ‘mi nana María’”, recuerda la socióloga.

Para Fernández, ese es el complejo equilibrio que enfrenta este trabajo en Chile: por un lado está la “institución de la nana” como se le ha conocido siempre y, del otro, los desafíos laborales y reivindicaciones de la actualidad. “Durante la discusión de la ley las trabajadoras decían que tenían una lucha basada en principios modernos, como justicia redistributiva, reconocimiento o igualdad. Pero, por otro lado, estaban complicadas porque había una relación afectiva, muchas trabajaban hace muchos años con una familia y después se daban cuenta de que no les pagaban las imposiciones o nunca formalizaban el contrato”, cuenta la investigadora.

Pateando piedras

”Mira, Marce, como ahora por el teletrabajo mi marido se va a quedar en la casa, no es necesario que vengas más”.  Eso es lo que recuerda otra trabajadora de La Serena que le dijo su empleadora, que, sin agregar más, dio por despedida a Marcela (como la llamaremos para efectos de este reportaje). “No quedaba más remedio que decir que sí”, dice la mujer que llevaba cuatro años cumpliendo sus labores de lunes a viernes en esa casa.

En esa familia no había problemas económicos ni conflictos con los potenciales riesgos de los traslados, sino que con el teletrabajo ya no necesitaban que ella cuidara de la menor de las hijas. “Uno se decepciona porque ellos te dicen que eres parte de la familia y eso no es verdad, porque en el momento que pasa cualquier cosa somos las primeras en salir y ahí se olvidaron de que éramos las amigas, la familia. A mí no me preguntaron si necesitaba algo y no me han vuelto a llamar”, cuenta Marcela, a quien nunca le hicieron contrato en todos los años que trabajó en ese casa. Dice que se arrepiente de no haberlo exigido, que las cosas hubieran sido diferentes y por lo menos tendría que haber recibido el sueldo del mes completo. “Ellos no se dan cuenta que somos trabajadoras como todos los demás. No somos la señora que va a ayudar a la casa, somos una trabajadora igual que ellos”, agrega.

Ilustración: Alfredo Cáceres

El 53% de las trabajadoras de casa particular en Chile son informales, como lo era Marcela. Algo, que según Luz Vidal, se debe a que este tipo de empleo permite estar 15 días a prueba. Muchas veces se cumple ese plazo y luego las trabajadoras piden sus contratos, pero sus empleadores los aplazan para nunca firmarlos. “Muchos lo chutean para no tener la obligación laboral con la trabajadora”, explica la dirigente.

La falta de un contrato ha hecho que varias trabajadoras de casas particulares no puedan acreditar haber perdido su empleo para optar al Ingreso Familiar de Emergencia en sus distintas etapas ni a las otras ayudas anunciadas por el gobierno. “Con cada una de las medidas económicas que se han anunciado hemos sentido como que tenemos que pararnos y decir ‘aquí estamos, se les olvidó este gremio’. Cada vez que sale una medida hemos tenido que acercarnos para contarle al gobierno que a nosotros no nos sirve”, critica Vidal.

Frente a la pérdida de sus empleos, estas trabajadoras no tienen protección ante la desocupación en el seguro de cesantía que cubre a trabajadores asalariados del sector formal. En su caso opera la Indemnización a todo evento (Ley N° 19.010 de 1990), que establece un pago único ante la desocupación por cualquier causal. “A diferencia del Seguro de Cesantía, esa indemnización no ofrece continuidad en las prestaciones, no asegura su suficiencia y no tiene el soporte del Fondo Solidario de Cesantía que ofrece continuidad en las prestaciones si es que se agota el saldo en la cuenta individual”, explica Velasco, desde la OIT.

Hoy las trabajadoras que tenían contrato viven de lo que alcanzaron a acumular antes de quedar cesantes en su cuenta individual para la indemnización ante todo evento, que se calcula sobre la base del 4,11% mensual de sus sueldos. “Dado los bajos salarios y el todavía alto nivel de informalidad de las trabajadoras de casa particular, los valores acumulados son insuficientes para sostener sus ingresos”, opina Velasco. Vidal comenta que muchas se dieron cuenta de eso cuando fueron despedidas: “Al no tener el 4,11% o tener un monto bajo en este, se encontraron con que a los dos meses no tenían nada a lo que echarle mano. Entonces, comenzaron a vender en las ferias cosas que habían comprado, como televisores o electrodomésticos, para poder pagar cuentas o tener para comer”.  

La falta de un contrato ha hecho que varias trabajadoras de casas particulares no puedan acreditar haber perdido su empleo para optar al Ingreso Familiar de Emergencia en sus distintas etapas ni a las otras ayudas anunciadas por el gobierno.

“Tanto del Ministerio del Trabajo como del Ministerio de la Mujer deberían mirar con detalle la situación de ellas y eventualmente considerar algunas medidas que las incorporen de manera directa”, indica David Bravo, quien cree que las autoridades aún no se dan cuenta del efecto de la pandemia en el gremio. En la OIT concuerdan en la necesidad de implementar políticas de respuesta a la crisis. “Las medidas de corto plazo deben contemplar las transferencias de ingreso a las trabajadoras domésticas remuneradas durante la época de cuarentena vía programas de transferencias directos y/o su inclusión en los seguros de desempleo”, explica Velasco.

Además, las diputadas Maite Orsini y Claudia Mix presentaron en junio un proyecto de ley que busca modificar el artículo 152 del Código del Trabajo, el que indica como causal de término del contrato de las trabajadoras de casa particular tener una enfermedad contagiosa. El cambio impediría que esa aplicación sea motivo de despido cuando una patología sea declarada pandemia por la autoridad sanitaria, como ocurre en el escenario actual.

¿Sobrevivirá el oficio?

Un tercio de las trabajadoras de casa particular son inmigrantes como Pilar Piedrahita, quien llegó hace siete años desde Palmira, en el valle del Cauca colombiano. Hace un año trabajaba en un hogar de Providencia, hasta que el 16 de marzo su jefa le dijo que ya no le podía seguir pagando el sueldo y la finiquitó. Hoy se mantiene en su casa de Maipú, mientras busca un empleo y recibe llamados de una casa comercial para saldar una deuda que no tiene con qué pagar. “Lo único que anhelo es que abran el aeropuerto y regresar a mi país”, dice la mujer. “Estar lejos de tu familia y sin empleo es lo peor que te puede pasar. Echo demasiado de menos; yo no era una persona que se mantuviera estresada o deprimida, y ahora eso es lo único que me acompaña: estrés, depresión, es horrible”, reconoce.  

“Tanto del Ministerio del Trabajo como del Ministerio de la Mujer deberían mirar con detalle la situación de ellas y eventualmente considerar algunas medidas que las incorporen de manera directa”, indica David Bravo.

Como ella, las trabajadoras de casa particular han ido cayendo en el tiempo. Bravo explica que a comienzos de los 90 representaban el 20% del empleo femenino, ya para la crisis subprime de 2008 habían bajado hasta cerca del 15% y hace un año tenían una participación del 8%. “Los números actuales significan una caída al 3%. Es la categoría que más se reduce y pierde enorme importancia en este ítem. No se había llegado nunca a un punto tan bajo en términos de la importancia que tenía esto para el empleo femenino”, dice el economista.

Según Rosario Fernández, esta disminución del trabajo doméstico se ve en otras dimensiones, como las transformaciones que han tenido los hogares chilenos. “Es muy notorio esto de que antes había piezas de servicio y hoy tenemos como una pieza chiquitita en la que apenas cabe una cama. Eso da cuenta de una transformación cultural, de que ya no es necesario tenerlo porque la vida moderna ya no requiere tantas personas trabajando para ti”, explica. Trabajos de Bravo dan cuenta de que en los 90, las trabajadoras puertas adentro eran poco menos de un tercio del sector y ya para 2013 su número había caído a menos del 6%.

Todo parece indicar que este escenario se agravará por lo menos en el corto plazo, con muchos hogares que probablemente no volverán a contratar trabajadoras pronto. Velasco cree que esto pasará por el efecto de la pandemia en sus ingresos o por la reticencia de tener una trabajadora, que se moviliza desde otras comunas durante una emergencia sanitaria. Una realidad que para Vidal ya están empezando a experimentar: “Hoy los trabajos están siendo recargados o incluyendo funciones que antes de la pandemia realizaba otra persona, como limpieza de vidrios o mantención de jardín. Los sueldos han caído casi a la mitad”.

Bravo cree que esto da pie a dos escenarios posibles. En el primero, la crisis acelerará los cambios que venía experimentando el gremio con la disminución de su presencia, llevándolo a una mayor especialización y a que sólo personas de muy altos ingresos puedan pagarlas. El segundo escenario es que la escasez de empleo y la abundancia de personas buscándolo hagan que más mujeres se vean obligadas a trabajar en esto por menores salarios, revirtiendo la tendencia de las últimas décadas.

“Hoy los trabajos están siendo recargados o incluyendo funciones que antes de la pandemia realizaba otra persona, como limpieza de vidrios o mantención de jardín. Los sueldos han caído casi a la mitad”, dice Luz Vidal.

¿Esto será el fin del gremio en Chile? Fernández se muestra escéptica y cuenta que lo mismo se discutía a inicio de los 80. “Muchos decían que el trabajo doméstico en Latinoamérica iba a mutar hacia algo más moderno y que eso se refería a los formatos más europeos”, cuenta la socióloga, sobre sistemas de trabajo exclusivos como niñera o pago por hora a través de empresas de limpieza. “Han pasado 40 años y eso todavía no ocurre. ¿Por qué? No porque no haya habido transformaciones, sino porque tenemos una idea de modernidad vinculada a modelos de otros países con otros patrones culturales”, analiza.

Pase lo que pase, la respuesta la sabremos pronto por el rol que juegan las trabajadoras domésticas en el engranaje económico, siendo mujeres que permiten que otras mujeres sean parte del mercado laboral. “Hoy es un momento muy irregular sin salas cunas, jardines infantiles ni colegios. Va a ser complejo el momento de la recuperación, cuando los puestos de trabajo se recuperen y vuelva el sistema presencial, porque va a haber un problema importante de sincronización”, proyecta Bravo.  

Elizabeth Tabilo, la trabajadora de La Serena con que partió este artículo, sigue en su casa del Norte Chico. Cuenta que está dolida y con rabia, que sus amigas le dicen que demande a su exjefa por esos 12 años de trabajo, pero ella no quiere. Es una extraña sensación que ella define así: “Mi hija me dijo que la olvidara nomás, pero que si un día ella me vuelve a llamar que le diga que no. Que le diga que tengo otro trabajo, aunque no lo tenga, pero que le diga que no voy a volver… Igual yo pienso que si me llama, volvería a trabajar, pero no sé... no sé”.