Cuando una persona con Alzheimer comienza a empeorar, es usual que la memoria se deteriore aún más, que pierda la capacidad de llevar a cabo tareas cotidianas y que sufra delirios o confusiones, irritabilidad, desorientación y desconfianza hacia los demás.
Esto le pasó a un doctor que se sinceró, en un relato en The New York Times, sobre cómo afrontó que su padre, que padece la enfermedad, pasara ese umbral donde su mente y actitud dejó de ser la misma a causa del deterioro propio del trastorno.
El engaño bien intencionado
El cardiólogo, Sandeep Jauhar, empezó a discutir con sus hermanos si debían o no corregir las confusiones que comenzó a tener su padre. “Mis hermanos tendían a pensar que estaba bien mentirle sobre asuntos como este, si eso lo ayudaba a él (y a nosotros) a superar uno de sus estados de ánimo rencorosos”, contó.
Pero esta práctica iba en contra de sus principios. En su experiencia como médico, este engaño bien intencionado, como ocultar malas noticias, podía llegar a ser perjudicial. “Para mí, una relación sana con nuestro padre, incluso en su estado de debilidad, sólo podía basarse en la verdad y la confianza”, escribió.
“Las pequeñas mentiras, incluso con la mejor de las intenciones, socavarían su dignidad y erosionarían la poca conexión que nos quedaba con él”.
Pero cuando comenzó el viaje de cuidarlo mientras la enfermedad se hacía cada vez peor, además de haber hecho una investigación y reportaje para un libro, cambió de opinión: “Ahora creo que mentir puede ser la mejor estrategia que puede usar un cuidador de personas con demencia, no solo en la práctica sino también en la moral”.
No mentirles resultaba hasta cruel
“Ahora creo que el engaño puede defender una concepción diferente de la dignidad del paciente, respetando la integridad de su visión del mundo, por torcida que sea”, aclaró. Y es que en su investigación, encontró que mentirle a los pacientes con demencia se desaconsejaba hasta los años 80 o 90.
Se le decía “orientación a la realidad”, que era la norma para quienes cuidaban personas con este trastorno. Se obligaba a los pacientes a enfrentar la dura verdad, incluso si esto les provocaba una gran angustia. Les decían la verdad si un ser querido del que hablaban estaba muerto, o le aclaraban que estaba en un centro de enfermería y que nunca volvería a casa.
Pero en 1990, una ama de casa de Inglaterra cuya madre padecía demencia, comenzó a experimentar con un nuevo enfoque. Dejaba que su madre tuviera la perspectiva que ella quisiera, aún cuando esta fuera absurda, pero la mantenía tranquila y feliz.
Así después la ciencia bautizó a esta práctica como el engaño terapéutico, que fomentaba que los cuidadores se dejen llevar por los pensamientos del paciente, aunque estos estuvieran equivocados, engañados o en conflicto con la realidad. “Se les dijo que no deberían introducir ficciones que los pacientes todavía no tenían, pero tampoco deberían luchar contra sus delirios reconfortantes”, contó el doctor.
“Vendrá en un par de horas”
El doctor Jauhar, movido por su investigación, viajó a distintos asilos de ancianos alrededor del mundo para hablar con los médicos. Fue así como simpatizó todavía más con ese mundo de ficción que, en base a “mentiras” y ficción, le traía un sentimiento de tranquilidad a las personas que habían perdido su memoria.
“Eso no es mentir. Es lidiar con la demencia tal y como es. Si un paciente pregunta por su hija y usted sabe que ella no vendrá, le dice ‘vendrá en un par de horas’. Es mejor validar la perspectiva de un residente que intentar en vano, una y otra vez, reorientarla”, le dijo uno de los guías en una de las casas de mayores.
“Si un residente quería irse a casa y sabías que eso no era posible, era mejor distraer a la persona, incluso si eso significaba dejarlo esperar en una parada de bus falsa hasta que se cansara y olvidara lo que estaba esperando”.
La mentira que le dijo a su padre
Su padre, ya con un Alzheimer avanzado, se enojaba e irritaba cuando sabía que la mujer que lo cuidaba y alimentaba recibía un sueldo por ello. Tanto fue su ira que le gritó que estaba despedida. Pero esto sería, según su hijo, el fin de su vida independiente, pues sin una persona que lo cuidara en casa, tendrían que optar por ingresarlo a un centro de adultos mayores.
La mujer, después de que le gritara y echara de la casa, entró a escondidas a la casa y se ocultó en un armario en la habitación de invitados para vigilarlo hasta que su hijo llegara. “Le pedi que se quedara en el camino de entrada. Después de darle algo de comer a mi padre, lo llevé a arriba a dormir la siesta”, relató.
“Cuando se estaba quedando dormido, bajé las escaleras y le hice señas a Harwinder (la cuidadora) para que me siguiera hasta el dormitorio. Estaba de pie detrás de mí cuando mi padre abrió los ojos”.
“Mira, papá, Harwinder volvió”, le dijo. Él la miró con recelo y enojo. “Ella dice que lo siente. Me dijo que trabajará gratis. Sin dinero. Solo comida y refugio”.
El rostro del anciano se relajó e incluso se le salió una leve sonrisa. “Está bien”, le dijo. “Por favor entra”.