David Höner es multifacético. No sólo es chef, sino que también es bailarín de tango, periodista y escritor. En 2004, este suizo de 63 años publicó un libro en el que describía una idea que le obsesionaba: lograr que un grupo de cocineros construyera restaurantes en lugares donde ya no existían debido al deterioro de las condiciones de vida, las guerras o los desastres naturales. Una amiga leyó su propuesta y le dijo que si él la implementaba, ella lo ayudaría, así que Höner se lanzó y en 2005 creó la organización internacional Cocina sin Fronteras (CSF), que hoy cuenta con 500 miembros.

Este lunes 1 de abril, Höner, quien vive desde 1995 en Ecuador, participará del festival gastronómico ÑAM y dictará una charla en el GAM acerca de su experiencia y la filosofía del grupo que creó. Para él y los voluntarios de CSF, que hoy realizan más de 6.750 horas de trabajo no remunerado al año, los espacios gastronómicos no son sólo lugares para comer o beber. También son esenciales para fortalecer los nexos de las familias y las comunidades donde viven.

-Para ti y para Cocina sin Fronteras un restaurante es una instancia que funciona mucho más allá de lo netamente gastronómico, ¿no?

-Imagínate. Tú y yo, que vivimos en zonas, entre comillas, civilizadas tenemos el bar, el restaurante, el café, la cantina. Ponle el nombre que quieras, pero es el espacio público donde nos encontramos. Ese es el sentido final de estos lugares. Porque cuando tenemos que juntarnos con alguien que no es tan cercano, normalmente lo hacemos en este tipo de espacios. Y ahí es donde charlamos, intercambiamos ideas e incluso nos vamos conociendo. En estos lugares nos enamoramos y también acudimos después de un funeral. Todo pasa en el bar, cantina o café que hemos elegido o que más nos acomoda.

-Hay un rol más complejo en quienes trabajan o son dueños de estos espacios.

-Claro. Al final podríamos resumir como gastrónomos a los que trabajan en este tipo de lugares y ellos tienen una responsabilidad muy grande, porque nos ofrecen un espacio protegido para que nosotros interactuemos con otros. Entonces, son lugares culturales, sociales; por encima de lo gastronómico. Por lo mismo es tan importante que existan, porque así se desarrollan las sociedades. Y eso es lo que finalmente buscamos con nuestro trabajo.

-¿Cómo parte Cocina sin Fronteras?

-¿Recuerdas que hacia el inicio de la década del 2000 estuvo el Plan Colombia, que fue un acuerdo entre los gringos y los colombianos? Soy periodista y escribo para algunos medios en Suiza y Alemania. Entonces me fui justamente al Putumayo para ver cómo era el Plan Colombia y su lucha contra la cocaína. Y la verdad es que la zona estaba en una situación bien complicada, fea, como de guerra. Y en los territorios en conflicto lo primero que se ve destruido o deja de funcionar es la infraestructura civil. Además, la gente que no es combatiente está realmente perdida, son las grandes víctimas. Cuando volví a Ecuador, me puse a pensar que lo que faltaba en esa zona era volver a levantar los restaurantes, porque esos eran justamente los lugares de encuentro de la población civil. Y así empezamos. Nuestros primeros restaurantes luego de crear la fundación fueron en esa zona de Colombia.

-¿Cómo les fue en ese país?

-Partimos con un restaurante en San José de Apartado, cerca de la frontera con Panamá, y luego la cosa fue creciendo, pero la verdad es que cuando están dentro de un clima casi de guerra se hace muy difícil trabajar en este tipo de iniciativas. Aun así, el concepto original de nuestro trabajo funcionó ahí durante algún tiempo.

-¿Qué vino después?

-Dejamos allá las bases sentadas para que la gente pudiera seguir trabajando y, por otro lado, todo ese proceso nos sirvió mucho, porque tras nuestra pasada por Colombia ya teníamos bien constituidas nuestras redes de apoyo en la fundación.

-¿Cuáles son esas redes? ¿Cómo se financian?

-Nuestras redes son básicamente compañeros de profesión de Suiza, Alemania y otros países de Europa. Es decir, cocineros y dueños de restaurantes que constantemente nos hacen aportes en dinero, además de venir a ayudar con su trabajo en los proyectos que desarrollamos.

-¿Cómo ha sido la respuesta de tus colegas?

-Muy buena. Como te decía, la mayor parte de nuestras donaciones vienen de colegas europeos. Además, hay gente como Gastón Acurio, en Perú, o Alex Atala, en Brasil, que si bien no están en nuestra fundación, sí vienen desarrollando su trabajo en el mismo sentido. Es decir, el de la conservación y del respeto por nuestros pueblos originarios, por nuestros productos y por la tierra misma. Todo eso ayuda y nos da visibilidad.

Más allá de la gastronomía

Hasta ahora, Cocina sin Fronteras ha desarrollado más de una decena de proyectos en lugares como Burj Al Barahne en Líbano, Río Napo en Ecuador y Orwa, Kenia. Por ejemplo, en esta última localidad se creó Calabash, un restaurante instalado justo en la frontera entre los territorios de las tribus Pokot y Turkana. Ambos grupos han peleado durante décadas por el acceso al agua y las zonas de pastoreo, llegando incluso al uso de fusiles para acribillarse entre sí. Sin embargo, la apertura de Calabash –que es mantenido por colaboradores de ambas tribus y también sirve comida a los turistas que pasan por el lugar- los convenció para trabajar juntos y disminuyó dramáticamente los conflictos.

-¿Los cocineros del mundo deben hacerse cargo del rol social de la gastronomía?

-Es un imperativo que los cocineros sean conscientes y actúen en esta dirección. Ahora claro, si estás trabajando en un McDonald's para alimentar a tu familia, con una mala paga, es obvio que no vas a tener siquiera tiempo de preocuparte por estos temas. Pero los que están en posiciones privilegiadas y tienen poder, deben usarlo para que justamente no pasen estas cosas como las del tipo que trabaja en McDonald's. Los cocineros tenemos un poder y debemos usarlo, ¡nosotros somos los reyes de la alimentación!

Un ejemplo de ese poder es el proyecto ejecutado en Tsqaltubo, Georgia. Durante la era soviética, esta localidad era un centro termal con casi 22 sanatorios que cada año atendían a unos 100 mil turistas. Tras la caída de la ex URSS, los visitantes desaparecieron, los hoteles quedaron abandonados y el desempleo explotó. A esa crisis se sumó la guerra por la independencia de Abjasia en 1994, que generó la llegada masiva de refugiados: unos cinco mil viven todavía en la ciudad georgiana.

Para enfrentar estos problemas, Cocina sin Fronteras imparte a los jóvenes refugiados cursos de gastronomía que luego les permiten trabajar como cocineros o camareros en el hotel Tsqaltubo Spa Resort, el cual está resurgiendo rápidamente. "Si incluimos a los gastrónomos, a los pequeños productores agrícolas o ganaderos, a los artesanos, a la gente que trabaja en las cosechas, a los empleados de las fábricas que producen ciertos insumos…, si los juntamos a todos tenemos la industria más poderosa del mundo. Porque hay más gastrónomos que militares en el planeta y hay que darles la importancia que se merecen", asegura el chef suizo.

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En Burj Al Barahne, Líbano, la organización dicta cursos de gastronomía para mujeres refugiadas. (Crédito: Flavia Mueller)[/caption]

El secreto de Napo

El río Napo recorre parte importante del territorio amazónico de Ecuador y alberga una rica biodiversidad. Pero la explotación de los yacimientos de petróleo ha incidido en la tala de grandes superficies de bosque tropical, lo que ha destruido los terrenos de caza de las poblaciones indígenas y también ha dado pie para el recrudecimiento de las disputas entre clanes.

Frenar esos conflictos es el fin de varios cursos prácticos que ofrece Cocina sin Fronteras a grupos como los Shuar y los Huaorani, quienes aprenden a acoger y hospedar a los turistas, además de técnicas para crear una oferta gastronómica atractiva. Estas clases se dictan entre cuatro y cinco veces al año, duran un mes y se realizan en una singular escuela: un barco que navega por el río. "En un principio pensábamos construir una escuela allá, pero la verdad es que la gente está muy desparramada por el territorio y no tiene el tiempo ni los recursos para acercarse a un lugar en particular", cuenta Höner.

-¿Cuál sería la diferencia entre este turismo que están propiciando y el más convencional que uno ve por todos lados?

-Nosotros vemos y pensamos este turismo y su infraestructura como un puente para que las diferentes culturas se vayan conociendo. No se trata de un lugar turístico para que un gringo o un suizo loco vayan y miren cómo unas lindas indígenas bailan. Porque la gente que visite estos lugares, y en realidad todos, tenemos la obligación de comprenderlos y protegerlos.

-¿En qué está en este momento el proyecto de río Napo?

-La zona del río Napo es Amazonía, por lo que es aún una hoja en blanco para la gastronomía. Llevamos casi seis años ahí y la verdad es que aún sabemos muy poco de las cocinas ancestrales de la zona. Acá en Ecuador, y supongo que también en Chile, siempre hablamos de los productos de temporada, de lo local y cosas así que nos permiten construir una cocina más o menos autóctona del lugar que habitamos. Pero allá no hay nada de eso. Incluso, muchas tribus aún son recolectoras, entonces se alimentan en función de lo que encuentran en la selva. Además, son cazadores, lo que cambia completamente la aproximación que tienen en relación a la carne. Ellos no compran las chuletas en el supermercado y la chuleta de ese jabalí no tiene nada que ver con la chuleta del pobre cerdo de supermercado que creció sufriendo en un corral que era una verdadera cárcel.

-¿Estas diferencias hacen muy difícil el trabajo de capacitación que ustedes realizan?

-Sí, porque la relación de esta gente con los alimentos muchas veces está marcada por su cosmovisión, por su manera de ver la vida. De hecho, tienen muchos tabúes. Hay cosas que ellos pueden comer y otras que no. Si salen a cazar con cerbatana y por error matan a un mono, que no es parte de su alimentación, deben comerlo para enmendar el error. Por eso no usan la cerbatana para la guerra, porque tendrían que comerse al enemigo que matan.

-¿Hay algo similar a un bar o un restaurante en esa zona?

-Restaurantes y hoteles como los conocemos nosotros de momento no existen. Eso es del mundo globalizado. Pero comenzarán a aparecer y es por eso que estamos trabajando con ellos. Lo que sí existe es la cultura del anfitrión, algo que al final se parece a lo nuestro. Pero con diferencias.

-¿Como cuáles?

-Por ejemplo, cuando entras a un pueblo normalmente te reciben con chicha. Y esa chicha normalmente se hace con alguna fruta que los mismos miembros de la tribu se meten en la boca y mastican para luego escupir en un recipiente para que ahí fermente. Eso te dan como bienvenida y la verdad es que al comienzo me costó beberlo. Pero resulta que al beber esta chicha tú estás bebiendo todas las bacterias de esa comunidad. Y gracias a su ingesta tu sistema inmunológico comienza a trabajar y luego no te enfermas con la comida que te dan. Entonces, lo que están haciendo es ser buenos anfitriones, regalándote una medicina que te ayudará a sentirte bien durante tu estadía. Para muchas de estas tribus el huésped es algo casi santo y por lo mismo hay que atenderlo como tal.

-En resumen, el objetivo es crear cierta infraestructura, dar conocimiento y hacer los ajustes necesarios en comida y ritos para que el turista, digamos occidental, pueda llegar hasta ese lugar.

-Sí, eso es en el corto plazo. Pero hay otro objetivo mayor, más grande, que tiene que ver con la valorización de los indígenas que en esta parte del mundo suelen ser los más pobres entre los pobres. Hay que generar un orgullo por este mundo y por sus derechos y cultura, que durante cinco siglos muchas veces se han vuelto invisibles. De lo contrario, el mundo de esta gente se va a perder. Y, lamentablemente, sin una ayuda como la nuestra no se salvarán.