"De mis 29 años de vida, llevo 19 usando internet, con cuentas en ICQ, MSN, Latinchat, Fotolog, Blogspot, Flickr, Facebook, Twitter e Instagram. Primero ponía mi nombre, Isadora Díaz-Valdés*, y luego apodos y sobrenombres que fueron pegando en cierto público. En mis redes casi siempre he acumulado más seguidores de los que esperaría, al punto que hoy trabajo con ellas promoviendo cosas y publicitando. Todo suena bien, muy millennial. Pero cuando hablo de la exposición y lo que me produce, el relato cambia.
Mi relación con las redes sociales fue excelente hasta que la ansiedad me dominó, y hace un mes, con la cabeza absolutamente revuelta, decidí congelar todas mis cuentas.
El punto de quiebre -cuando me di cuenta que internet se había convertido en un problema- lo vi con claridad hace cuatro años: cuando terminé una pseudo-relación de meses, que fue importante porque era la primera que tuve después de un pololeo de siete años. Me afectó mucho. Al terminar, nunca dejamos de seguirnos en redes sociales. Así, triste, navegando por mi Instagram, vi que esta persona le puso un emoji divertido a una niña que no me caía bien. Entré en caos.
Ese día estaba en la oficina. Empecé rápidamente a sumergirme en una angustia que solo aumentaba. Lloraba sin parar. Sentía un hormigueo en todo el cuerpo. Estaba frente al computador de la oficina, y agitada por ver que mi ex hacía su vida normal en redes sociales decidí irracionalmente comprarme un pasaje a Brasil. Me endeudé y no me importó. Necesitaba irme lejos.
Pero el show penoso no terminó ahí. Con pasaje en mano llegué donde mi jefe; le dije que necesitaba viajar con urgencia a Brasil porque mi abuelo se había enfermado. Mentí. Él, claro, me dio permiso. Y me fui sola a Brasil a pasar los estragos que dejó un emoji. Sí, un emoji.
Allá me dediqué a pasear y a subir fotos a las redes, de vez en cuando, de mis vacaciones improvisadas, aparentando que estaba en mi mejor momento. No era así, pero tuvo efecto placebo y algo me sirvió; aunque hoy, más adulta y con mucho menos capital, no podría volver a hacer algo así.
Desde diciembre esa historia de estragos y desbordes ha estado a punto de repetirse, porque terminé un pololeo de tres años. Con mi ex vivíamos juntos con nuestros dos perros adoptados. Ambos somos buenos para las redes sociales y ambos trabajamos con ellas. Cuando decidimos separarnos, cada uno se quedó con un perro y, al menos yo, con una pena negra que hasta hoy no se va. La diferencia con esa otra vez es que ahora no tengo ni plata ni posibilidad de endeudarme para escapar de mi angustia. Y acá me remonto de nuevo a las redes sociales, el lugar que más ansiedad nos da a los millennials.
Terminar una relación siempre es terrible, pero terminar en tiempos de Instagram -y de redes sociales en general- es aún peor. Básicamente porque uno ve que la vida sigue. Y no la propia, sino que la vida del otro, el que te pone en jaque con tus propios impulsos, recuerdos y que te hace olvidar que las redes sociales son la inmortalización de un momento y no la vida misma. Las redes sociales son tan lindas como engañosas. Yo lo tengo claro, pero a la ansiedad no se le puede convencer con esas verdades lógicas y racionales.
Me atrevo a decir que es algo incluso más global: vivir en tiempos de Instagram es difícil. Lo digo con propiedad. En mis redes sociales sumo 28 mil seguidores -que no es tanto en comparación con otra gente, ya sé-, soy publicista y trabajo con redes. Y pese a que están vinculadas con mi vida laboral, desde hace un tiempo, incluso antes de terminar, tenía ganas de salirme de todo, de no tener que ver qué está haciendo gente que no es mi amiga ni vivir en esta cultura de los likes y la sobreexposición.
La noche en que terminé, aproveché el impulso de querer desaparecer y tomé una decisión que creo fue muy sana. Pensé: si no puedo escapar de mi ansiedad yéndome a Brasil, la tengo que aprender a controlar sola. Y parte de eso es no entrar a redes sociales en un tiempo.
La exposición de las personas en internet da una falsa impresión de bienestar. Ese exceso de información y supuesta felicidad ajena me generan mucha ansiedad. Pareciera que nadie está triste, y peor: estarlo es una especie de fracaso. En redes sociales la felicidad definitivamente está sobrevalorada. Nadie quiere ver a una persona que no lo está pasando bien, aun cuando pasarlo mal es parte de vivir. Es curioso que esto se acentúa en los jóvenes, que somos una generación que vive eternamente en crisis, que nos empastillamos, que buscamos explicaciones existenciales en el horóscopo o en la religión para darles sentido a nuestras vidas. No hay que olvidar que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los 15 y 29 años según la OMS.
Tal vez en redes sociales y en la sociedad se genera un rechazo a la depresión y, en cambio, todos quieren ver la felicidad ajena y comunicar todo el tiempo que están bien, aunque todos sabemos la verdad: esa felicidad de las redes sociales no es en lo absoluto tan real. La felicidad ajena y mostrarme feliz cuando no lo estoy, a mí por lo menos, no me ayuda en nada más que alimentar mi sensación de miseria. Revelarme contra eso pasa en parte por congelar mi participación en redes sociales.
He llegado a la conclusión de que como sociedad hemos creado monstruos de internet que viven esperando la aprobación del otro y, en muchos casos, esos otros son personas desconocidas. Es extraño. A veces terminamos idolatrando a personas normales que firman una especie de pacto con el diablo donde pierden la privacidad y exponen hasta las miserias con un sentido de falso optimismo, haciéndonos pensar que hasta las miserias son asuntos menores. Ellos, los felices de internet, terminan no sabiendo sobrellevar la exposición. Al final, todos los likes, los comentarios, los follow y unfollow, llevan a una crisis de angustia y ansiedad. Es cosa de ver a Selena Gómez, que hasta octubre era la persona con más seguidores en Instagram y terminó internada por una "crisis emocional".
En mi caso, congelar mis redes es congelar también a la gente opinando sobre mí, sobre lo que subí, lo que no subí, lo que hice o lo que comí; es congelar a gente que cree tener el derecho de juzgarme y hablarme sin saber quién soy; y, por otro lado, congelar gente tratando de buscar qué subir, qué compartir, con quién sacarse una selfie o qué decir para tener una cuota de likes diarios y sentir que el vacío existencial se llena de alguna forma. Porque para algunos, los likes te hacen ser exitoso.
No juzgo al resto ni me juzgo a mí. Menos a mis seguidores. Tengo muchos amigos que he conocido por redes sociales. Mi tema va por la falta de conciencia sobre cómo nos comportamos en redes sociales y qué queremos ganar con ese comportamiento.
En este mes lejos de las redes sociales, he concluido que ninguna persona de esas que tanto admiro o envidio en internet, y que pensaba "tan reales", lo es. Tampoco me importa lo que hacen, porque si no lo sé, tampoco me afecta. Todas esas personas tienen inseguridades y fantasmas. Me pasa a mí también, que aunque no siento que publique todo lo que hago, sí subo muchas cosas que hablan de una falencia en mi vida que, por suerte, estoy trabajando con terapia.
Dejar de entrar a Instagram, Twitter y Facebook ha sido la mejor decisión que he tomado estando vulnerable. No siento esa ansiedad que sé que sentiría si estuviera revisando mi celular todo el día. No veo las vacaciones perfectas de gente que sigo porque nos tenemos buena onda, pero que realmente no es amiga mía. Lo mejor es que me he ahorrado esos apretones de guata que seguro me darían si me pusiera a sicopatear -a veces una cosa lleva a la otra- y encontrara algo que sé me desequilibrará fácilmente. Tal como pasó aquella vez con el emoji.
Miro con curiosidad a quienes saben sobrellevar su relación con las redes sociales. Es admirable que no les dé ansiedad la bomba de información de internet. Ellos probablemente no entenderán el caos en el que una persona ansiosa como yo puede caer sólo por comentarios, posteos y fotos de desconocidos y conocidos en redes sociales. Tampoco entenderán que si se me cruza una foto de mi ex o de algo que realmente hubiese preferido no ver, siento hormigas en la guata que suben hasta la garganta. Me sube la temperatura corporal; me dan ganas de irme de todos lados o, al menos, de no habitar ninguno.
A quienes tienen la misma ansiedad mía, los invito a ejercitar la fuerza de voluntad y no entrar a redes sociales por un tiempo. Al principio cuesta. No revisar tus cuentas no mejora la ansiedad ni la depresión, pero al menos ayuda a calmarla. Tal vez no tienen que ser tan radicales de cerrar todo y desaparecer, pero pueden hacer un détox entrando sólo una vez al día y no estar tan pendientes del teléfono.
Escuchando a personas de mi generación, me he dado cuenta de que hacer détox de redes sociales está muy de moda hoy en día. Me parece algo muy necesario. Vivimos en una época con demasiada información, donde todo es excesivo y abusamos de todo. Hasta de las cosas que nos gustan, porque las saturamos hasta que nos cansamos de ellas. Por eso, ya conozco a muchos que han pasado por esta misma sensación de tener que desligarse un rato de todo lo cibernético frente a una vida con tantos estímulos.
Fuera de las redes he aprendido que a la gente hay que mirarla como los seres humanos que son. Tenemos días buenos, días malos; y también hay matices. Es bueno salirse un rato y encontrarse con uno mismo. El uso responsable de redes debería partir por aprender a no idolatrar ni idealizar a desconocidos. O. al menos, incorporar que si alguien nos tiene que juzgar, que sea gente que nos conoce y no alguien que vio apenas un pequeño pedazo de nosotros en la vorágine de internet.
*Isadora Díaz-Valdés es publicista, ha trabajado en agencias y medios digitales como redactora creativa y social media. Entre su Twitter y su Instagram (@sonidoefervescente, donde también trabaja con marcas) suma 28.500 seguidores.
Una decisión frecuente
Cansarse de la exposición que da Instagram, Facebook y Twitter es normal. Poner en pausa la participación en dichas plataformas, según el sicoanalista Miguel Reyes, es cada vez más común entre los jóvenes. En su consulta es un fenómeno que se ve con mayor frecuencia. Dice que el paso siguiente a este détox virtual de los millennials es buscar el origen de la ansiedad y el estrés que pueden generar las redes sociales.
-Esta relación de amor y odio con las redes sociales, ¿es un problema generacional o un fenómeno transversal?
-Afecta mucho más a los nativos digitales, gente que creció con internet. Las generaciones más grandes no se sienten tan intoxicadas con las redes, porque las usan para el trabajo o cosas muy puntuales. Los más jóvenes, en cambio, hicieron una transición de amistades presenciales y de barrio a gente que sólo ven por Facebook e Instagram. Es una comunidad virtual, pero que tiene efectos reales en las personas. Hay gente que se estresa mucho con el asunto de los likes, con la cantidad de seguidores y con que no hay control sobre la gente con la que puedes encontrarte en las redes, tal como le pasa a la chica del testimonial.
-¿Son las redes sociales un arma de doble filo, entonces?
-Más que eso, son un espacio en el que muchos crecieron y, por lo tanto, lo tienen incorporado en sus vidas como un lugar en el que se obtienen gratificaciones y frustraciones. Esa es una diferencia bien grande con personas de más de 35 años: ellos pueden apagar el celular o no conectarse por una tarde entera y no pasa nada. La generación wifi, en cambio, no puede estar desconectada, les cuesta mucho. Y cuesta más relacionarse con lo que pasa ahí, sobre todo,para los que experimentan un proceso más de duelo, o cuando no les va tan bien como quisieran, o cuando algo en su identidad está fallando.
-¿Hay una proyección de lo que quisieran de sus vidas y eso genera frustración?
-Claro. Cortan un poquito con eso porque ven ahí lo que les gustaría que les pase y no les pasa. Las redes te muestran diversidad de clases sociales y un momento inmortalizado de algo puntual que generalmente son momentos felices. Eso afecta a personas más vulnerables.
-¿Cómo se trabaja este aislamiento que genera la virtualidad?
-He tenido varios pacientes que toman la decisión de cortar y salirse definitivamente de redes sociales, y me he percatado de que en general lo hacen por un rato. Es una verdadera desintoxicación. Me dicen que se salieron de Facebook, que borraron a la gente, que la bloquearon, pero que después, a las dos o tres semanas, no pueden evitar recontactarse con esa misma gente. Es muy difícil que tomen una decisión tan radical, porque es parte de su mundo cotidiano.
-O sea que hay que incorporar ese querer desaparecer un rato de las redes sociales como parte del ciclo de las emociones.
-Claro, y también ver cuál es el problema real. Finalmente cuando uno pasa por esas cosas por alguien, significa que esa persona es importante en la vida de uno. Bloquear a alguien o algo es enfatizar y subrayar un aspecto negativo, pero al mismo tiempo estás igualmente dándole un lugar importante en tu vida. Si no, lo dejarías ahí y serías indiferente.
-¿Cuándo hay que preocuparse y quizá pensar ir a terapia?
-Cuando hay cuadros de angustia, cuando hay ansiedad, cuando se hace insostenible el problema. Y, sobre todo, cuando las personas empiezan a sustituir de manera mucho más radical el contacto en la vida real con los otros y viven pensando que todo lo que pasa en redes sociales es realmente lo que pasa en el día a día.