Desesperadas y con las manos atadas. Así se sentían las madres de Nueva York, en la década de 1850, cuando casi 8.000 bebés fallecían envenenados al año. Nadie sabía qué es lo que los estaba intoxicando, y aunque surgieron un sinfín de teorías, la situación continuaba: los infantes sufrían de una diarrea incontrolable que los mataba al poco tiempo.
Sin el lujo de contar con experiencia médica y la tecnología de hoy, las personas comenzaron a plantear que podría tratarse de una enfermedad nutricional y digestiva, para darle nombre a la epidemia, pero no hubo ningún atisbo de evidencia, hasta 1858.
En ese año, un periodista, llamado Frank Leslie, reveló quién era el asesino silencioso: la leche de vaca que consumían a diario.
Por qué la leche de vaca mató a miles de bebés en Nueva York
La producción de leche de ese entonces tenía una mirada absolutamente lucrativa. Debían sacar dinero a toda costa, por lo que a los productores no les importó alimentar a las vacas lecheras con puré sobrante de las destilerías de whisky.
¿El resultado? Las vacas, enfermas, eran ordeñadas y su leche era un fluido miasmático y tóxico. Tanto así, que los animales no comían esos residuos hasta que se morían de hambre y no les quedaba más opción. Sus cuerpos pronto comenzaban a presentar llagas ulceradas e incluso se les caía la cola.
La leche, por su parte, salía de un color azulado antinatural y, los vendedores, como sabían que nadie compraría ese líquido, le agregaban aditivos como tiza, harina, huevos y yeso para lograr una consistencia un poco más agradable.
Lo anterior, sucedió porque en la ciudad de Nueva York no existía una gran cantidad de pasto necesaria para alimentar a las vacas y tener leche pura y fresca, y en ese momento, exportar el líquido desde las zonas rurales no era una buena alternativa, porque se estropeaba en los vagones y, además, era excesivamente caro.
Por ello, a unos “destiladores ingeniosos” se les ocurrió la idea de colocar cobertizos metálicos en las whiskerías y canalizar subproductos de cereales calientes como alimento para las vacas para así producir leche en la ciudad, dando así paso a la producción de “leche basura”.
Cómo el periodista Frank Leslie descubrió la “leche basura”
En aquel entonces, las presiones económicas y sociales empujaron a las mujeres a dejar de amamantar temprano para poder trabajar. Por ello, la “leche basura”, que solía venderse barata, era una buena opción no solo para las madres de clase baja, sino también para las de clase media que tenían muchos hijos pero que, al mismo tiempo, debían cumplir con sus obligaciones en la sociedad.
Así, a fines de la década de 1830, esta leche contaminada constituía “entre el 50 y el 80% de toda la leche consumida en las grandes ciudades del noreste de Estados Unidos”, según el historiador Richard A. Menkel.
Y aunque hubo intentos de denunciar la situación, como Robert Hartley que publicó un informe que vinculaba la leche basura y la mortalidad infantil, a los neoyorquinos les gustaba demasiado el alcohol y desconfiaban de cualquiera que cuestionara al rubro.
Además, los destiladores ricos tenían influencia política y disfrutaban en gran medida de una ausencia de regulación gubernamental, mientras que los productores de leche escondían a las vacas enfermas en infraestructuras sin ventanas, por lo que nadie veía el estado en el que estaban.
Pero todo cambió cuando, con poderosas imágenes y una nota de sensacionalismo, Frank Leslie publicó en 1858 el origen de la leche basura. Al periodista le había llegado una “dosis repugnante de leche y pus a su puerta, que prácticamente provocó una convulsión emética en su periódico ilustrado. Obligado a saber lo peor de la horrible historia, analizó el espécimen y envió a su cuerpo de reporteros y artistas a la sede del veneno”, se lee en un artículo que hizo New York Times.
“Ha reproducido fotografías que son fieles a la vida real, y tan impactantes que la misma. La palabra leche revuelve el estómago, todo el pueblo sufre náuseas”, declaró el medio.
Además de detallar las pútridas condiciones en las que estaban las vacas, los ilustradores también retrataron a los trabajadores de formas ofensivas, aumentando así el descontento de la población.
Se formaron turbas furiosas en las puertas de las lecherías, pero lo destileros fueron avisados con anterioridad, por lo que “limpiaron” lo suficiente el lugar, además que se presume que algunos concejales, como Michael Tuomey —a quien después apodaron Tuomey de leche sucia— recibieron dinero para obstruir las normas sanitarias.
Después de una serie de audiencias y análisis químicos no concluyentes, la mayoría del Consejo Común votó a favor de conservar la leche sucia, recomendando que los cobertizos tuvieran mayor ventilación. Pero el periodista Leslie continuó su activismo hasta que, en 1862, logró que la legislatura del Estados de Nueva York emitiera regulaciones sobre la leche.
Los problemas, sin embargo, perduraron hasta 1906, cuando el transporte ferroviario y la pasteurización de la leche hicieron viable poder llevar leche pura y fría desde las zonas rurales a la ciudad y cuando el Congreso aprobó la Ley de Alimentos y Medicamentos Puros que impedía “la fabricación, venta o transporte de alimentos, drogas, medicinas y licores adulterados, mal etiquetados, venenosos o nocivos”.