El 5 de mayo de 1997, el ex alcalde de Estación Central Felipe Palacios tenía 43 años y estaba encerrado en uno de los baños del aeropuerto de Santiago. En un bolsillo de su pantalón tenía un papelillo de cocaína y su pasaporte; en el otro, una pistola, un pasaje a Buenos Aires y la convicción de que tenía poco que perder.
“Me di cuenta en el aeropuerto de que tenía la pistola y la dejé en el baño. Ahí consumí toda la cocaína que me quedaba y me subí al avión totalmente pasado”, recuerda Palacios, hoy de 64 años, sentado en el bucólico jardín de la casa de un hermano en Linderos.
Antes de subir a ese avión que lo llevaría a la capital argentina para después tomar otro a La Habana, sentía que su vida había tocado fondo: era cocainómano, alcohólico y tenía deudas con narcotraficantes. Es cierto: tenía poco que perder, pero aún podía caer más bajo.
“Me di cuenta en el aeropuerto de que tenía la pistola y la dejé en el baño. Ahí consumí toda la cocaína que me quedaba y me subí al avión totalmente pasado”, recuerda Palacios, hoy de 64 años, sentado en el bucólico jardín de la casa de un hermano en Linderos.
El alcalde adicto
La historia de Palacios no siempre había sido así. Vinculado a la política desde los 15 años, había hecho carrera en la derecha: trabajó en las juventudes del desaparecido Partido Nacional con un joven Andrés Allamand en los 70, lo siguió cuando éste fundó el Movimiento de Unión Nacional en los 80, y en esa década trabajó en la recién creada comuna de Estación Central.
Cuando después del plebiscito de 1988 el alcalde, Raúl Alonso, renunció a su cargo para ser candidato en las elecciones parlamentarias del año siguiente, Palacios –que era su jefe de gabinete- fue designado como su reemplazante. “Estuve un año subrogante y al año siguiente el Consejo de Desarrollo Regional me ratificó como alcalde”, explica.
Todo marchaba bien. En 1990 se casó con la madre de Felipe, su único hijo. Pero pronto empezó a abusar del alcohol, y pronto comenzó a fumar más marihuana, la que consumía con un grupo de funcionarios municipales.
“Siempre he tenido una personalidad bastante adictiva y empecé a fumar bastante seguido. En eso me separo de mi mujer cuando mi hijo tenía 6 meses y vino la campaña electoral para alcalde”, recuerda, sobre las elecciones municipales de 1992. Su rival era el democratacristiano Cristián Pareto, hijo de Luis, intendente de Santiago y un patriarca en la comuna. Un duro oponente.
En este contexto conoció la cocaína. Fue una tarde en que se celebraba el Día del Maestro en la comuna y tenía que leer un discurso, pero se pasó de copas. En eso se le acercó un funcionario municipal, lo invitó al baño y le entregó un papelillo con un polvo blanco y el tubito plástico de un lápiz pasta. “Yo nunca había visto la cocaína, la inhalé y quedé totalmente despejado. Consumí dos o tres veces de nuevo hasta que fui cayendo”, recuerda.
“Yo nunca había visto la cocaína, la inhalé y quedé totalmente despejado. Consumí dos o tres veces de nuevo hasta que fui cayendo”, recuerda Palacios.
“Me hacía 300 puerta a puerta de día, salía a conseguir plata para la campaña y en la noche iba a pintar muros. Partía a las nueve de la mañana después de estar en la noche hasta las 5 y media. Dormía una hora o no dormía”. En ese ritmo, dice, inhalaba cocaína varias veces al día.
Así, se transformó en un conocedor del ambiente de la cocaína que pocos meses antes veía como algo lejano. “Cuando ya te metías en ese mundo, te dabas cuenta de que era algo mucho más cercano de lo que pensabas”, dice. Fue un taxista quien se convirtió en su dealer durante esa campaña electoral, que duró entre enero y julio de 1992.
Finalmente. la elección la ganó Pareto, y Palacios, quien obtuvo la segunda mayoría, se hizo concejal. “Terminé sin pega, porque como concejal sólo ganaba un viático. Tuve que entregar el departamento donde vivía y volver donde mi mamá con los nervios destrozados”, recuerda el exalcalde. Entonces comenzó a tratar su adicción con un sicólogo y con reuniones diarias con un grupo de Alcohólicos Anónimos.
Estuvo cuatro años limpio.
Una segunda oportunidad
La vida de Palacios parecía enrielarse. Trabajaba como ejecutivo de ventas en una imprenta, vivía en un departamento con su mamá y su hijo Felipe. Pero todo volvió a alterarse cuando su expartido, RN, le propuso volver a ser candidato a la alcaldía de Estación Central, nuevamente enfrentando a Pareto.
“Al poco andar la campaña se puso peliaguda, porque las encuestas mostraban que las distancias se habían acortado”, cuenta Palacios. Entonces volvió a la vorágine del puerta a puerta, los muros pintados de noche y las maratones para buscar financistas.
Desesperado para seguir ese ritmo, buscó una alternativa a la cocaína. “Llegué a la anfetamina para no dormir y tener más energía, y contacté al mismo taxista que cuatro años antes me vendía coca”, dice. Pero al poco tiempo comenzó a sufrir las consecuencias: le dolía el estómago, sufría de temblor de piernas y sudaba en exceso. Su dealer le recomendó volver a la cocaína. “Yo estaba con las pepas y a él no le convenía porque eran más baratas. Me decía que las anfetas me hacían mal, que me iban a matar todas las neuronas. Ahí empecé a consumir de nuevo cocaína, y me fui a la cresta”.
“Yo estaba con las pepas y a él no le convenía porque eran más baratas. Me decía que las anfetas me hacían mal, que me iban a matar todas las neuronas. Ahí empecé a consumir de nuevo cocaína, y me fui a la cresta”.
Esta segunda aventura electoral terminó igual que la primera: derrotado, adicto y con deudas, que en este caso difícilmente podría pagar. “El taxista me daba crédito, me fiaba y, como se fue haciendo una relación, después me conseguía prestamistas, que eran narcotraficantes”, cuenta.
A los pocos meses la madre de su hijo se dio cuenta de su estado y le quitó la tuición, y eso lo terminó de derrumbar. “En ese momento hice la maleta, busqué una pistola y me fui a un hotel en la calle Padre Mariano”, dice.
Fueron dos las noches que pasó ahí porque no durmió nada: “Estaba solo, consumiendo droga y tomando. Sentía que no podía salir. Quería pegarme un tiro en el baño del hotel y chao”, recuerda. Fueron días en los que llegó a pesar 60 kilos -él mide 1,78-, y perdió el 90% de su dentadura además del olfato.
En eso estaba, cuenta, cuando tuvo una especie de epifanía. “Me acordé de la vez en que había ido a Cuba por un convenio de la municipalidad. La verdad es que si dijera que lo planifiqué, mentiría. Fue una cuestión dentro de esta locura. Dije: ‘me voy para Cuba’”.
Llamó a una agencia de viajes. Quería volar ese mismo día a la isla. Le dijeron que la única alternativa era tomar un avión a Buenos Aires y desde ahí otro a La Habana. No lo pensó dos veces: pidió un taxi y se fue al aeropuerto. Ahí se daría cuenta de que aún tenía la pistola y algo de cocaína.
“Estaba solo, consumiendo droga y tomando. Sentía que no podía salir. Quería pegarme un tiro en el baño del hotel y chao”, recuerda.
Así decidió, en el baño del terminal, dejar hasta ahí su antigua vida. Y buscar una nueva.
Diarios de ron
De su llegada a La Habana no recuerda mucho. Dice que se debe haber tomado una botella entera de whisky en el vuelo, pero que no le hizo efecto por la cocaína que aún circulaba por su organismo. Que aterrizó y se fue a encerrar a un hotel donde básicamente siguió tomando -ahora ron- y alucinando por cuatro días.
A las pocas semanas ya estaba literalmente en la calle, durmiendo en el famoso malecón. “En ese período me di cuenta de que mi vida era ingobernable, que no había sido capaz con las drogas ni el alcohol,y que tenía que lograr la abstinencia total”, reconoce.
Se alimentaba con sándwiches y pizzetas que vendían a la población a cinco centavos en pesos cubanos. Así estaba cuando se encontró con Miguel Lizama, un concejal comunista de Estación Central con quien había hecho amistad cuando fue alcalde. Él lo contactó con otro chileno, Julio Espinosa, quien era vicepresidente de la Comisión de Relaciones Internacionales del Parlamento Cubano. Gracias a las gestiones de éste consiguió un cupo en el hospital siquiátrico Gali García, en las afueras de La Habana, para iniciar una rehabilitación.
“Iba de las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. Me daban todo, hasta los cigarros. Salía con medicamentos y alimentación”, recuerda del tratamiento. Después de eso se hizo amigo de un funcionario de la embajada chilena, donde empezó a vender sándwiches.
En 1999 conoció a Odalys, la hija de un oficial de la seguridad cubana con quien se emparejó. “Empezamos a salir hasta que un día me pegué una borrachera en su casa estando ahí su papá y unos tíos. Ella al otro día me dijo que termináramos y le respondí: ‘no voy a tomar nunca más’. Eso fue el 26 de julio del 99 y he durado hasta hoy”, recuerda, sobre la abstinencia motivada por la mujer con la que se casó ese año.
El matrimonio duró hasta el Año Nuevo de 2007, cuando ella decidió ponerle fin. Palacios volvió a enfrentar sus miedos. “Dije: ‘si no soy capaz de enfrentar esto sin tomar un trago no merezco vivir’. Bajé 15 kilos y mi siquiatra me empezó a hacer terapia todos los días”, cuenta.
Un mes antes de su separación, había vuelto a ver su hijo Felipe después de una década. “Un grupo de amigos le financiaron un pasaje y fue tres semanas. Yo tenía el manuscrito de mi libro El laberinto de la droga listo y se lo pasé. Le dije: ‘en vez de contarte yo el cuento, lee esto y después conversamos’”, recuerda.
Hoy, él vive en Valparaíso y tiene 29 años. Palacios reconoce que aún no sabe si lo perdonó por dejarlo: “He tratado de recomponer la relación, pero es una cuestión difícil que no se puede forzar. Es un dolor que llevo hasta el día de hoy”.
El libro al que hace referencia Palacios -El laberinto de la droga, unas memorias que le publicó la editorial cubana José Martí en 2010 con un tiraje de 10 mil ejemplares-, nació como una forma de gratitud. “Pensaba cómo agradecer a Cuba por lo que había hecho por mí. Y ahí nace, a sugerencia de (Julio) Espinosa, este libro”, explica, sobre el proceso que fue acompañado de charlas en colegios y escuelas de medicina de la isla sobre adicciones.
Ese es un ejemplo de las buenas relaciones que hizo con el Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC), en el que aclara que nunca militó. El régimen le entregó la residencia definitiva y, después de su divorcio, un pequeño departamento en un sector periférico de La Habana, donde vivía mientras trabajaba haciendo tours a chilenos que visitaban la isla. Estos contactos le permitieron también ser invitado a conmemoraciones como el 50 aniversario al asalto del Cuartel Moncada, que se celebró en 2003 en Santiago de Cuba, donde conoció a Gladys Marín. Un año después, cuando ella recibió la orden José Martí, la máxima distinción que entrega el régimen cubano, hizo una lista de invitados y lo agregó. “Ahí estuvimos con Fidel conversando hasta las 6 de la mañana”, recuerda Palacios.
Sería un malagradecido si no reconociera que Cuba me dio la oportunidad de revivir, de vivir de nuevo. Yo nací de nuevo en Cuba
Cruzar la frontera política, dice, fue algo muy natural. “Me la hicieron muy fácil. Siempre había tres o cuatro personas que no entendían, pero la gran mayoría sí lo hizo. Tuve buenos aliados, la gente del partido tenía confianza en mí y me hice amigos chilenos muy respetados en Cuba”, explica.
En 2018, Palacios decidió comprar un departamento en Estación Central para retornar a Chile. Ahí empezó a trabajar en el Centro Comunitario de Salud Mental y Familiar (Cosam) de esa comuna y hoy prepara un programa piloto de charlas sobre adicciones para los apoderados de los colegios del municipio que debería ser lanzado en marzo. “Mi idea es dedicarme a dar charlas sobre el tema. Mucha gente te puede hablar de adicciones, pero cuando has tenido la vivencia y sabes lo que es una recaída, tener espasmos o los síntomas de abstinencia, no es lo mismo”.
Aunque ese proyecto lo prepara sin olvidarse de la isla. “A mí me dicen que (en Cuba) me lavaron el cerebro, pero no. Tengo mi manera de pensar y ver las cosas, pero sería un malagradecido si no reconociera que Cuba me dio la oportunidad de revivir, de vivir de nuevo. Yo nací de nuevo en Cuba”, reconoce.
-¿Te arrepientes de algo?
Palacios se toma su tiempo y medita qué decir. Se apoya en la silla y contempla la calma del jardín en Linderos de la casa de su hermano. Sólo después de eso entrega una respuesta: “De no haberme preocupado más de mí y de haberme creído el cuento”.