El abuelo de Joel Berger (66) falleció hace más de 30 años, pero él todavía recuerda cuando lo ayudó a descifrar su misión en el mundo. Harry Ordin nació en la Rusia rural de fines del siglo XIX y siempre tuvo cercanía con la naturaleza que lo rodeaba. Un lazo que nunca se rompió, ni siquiera cuando emigró a Estados Unidos y se convirtió en odontólogo. Un día Ordin sacó a relucir esa sabiduría y le preguntó a su nieto cuáles eran sus planes para el futuro. "Me gustaría ser dentista", respondió el joven Joel con admiración y su abuelo, siempre sereno, le replicó "¿Por qué?".

"Quiero ganar dinero", dijo Berger y Ordin le insistió con otro "¿Por qué?". Berger confesó que quería viajar, por lo que el dentista volvió a la carga y le preguntó "¿A dónde?". "A las montañas", admitió Joel y por última vez Ordin repitió "¿Por qué?". Finalmente, Berger reconoció que quería vivir con los animales y salvarlos. "¿Por qué simplemente no haces eso?", le aconsejó su abuelo. Esas palabras se convirtieron en una consigna de vida para Berger y, aunque se crió surfeando y jugando béisbol en la cosmopolita Los Ángeles, apenas pudo se escapó a explorar las tierras salvajes.

"Siempre pensé que los animales necesitaban mejores opciones para sobrevivir en este planeta tan repleto de gente. Si bien las personas enfrentan problemas como la pobreza y la desesperación, la voz de los animales no se hace sentir tan fuerte. Así que quise ayudarlos y aunque crecí en Los Ángeles, solía visitar el desierto y las montañas para observar la fauna", cuenta Berger a Tendencias. Dejó la casa de sus padres -un laboratorista de hospital y una oficinista- y obtuvo su doctorado en Biología en la Universidad de Colorado en Boulder. Fue el primer paso de una carrera que ya tiene décadas y que lo ha convertido en uno de los investigadores de campo más prominentes y pintorescos de la actualidad.

Su fama se debe a que respira ciencia extrema y no se limita a visitar lugares de fácil acceso para estudiar el impacto en los animales de las sequías, los deshielos o la tala de bosques. Para Berger, lo fascinante es escalar las cimas más altas y adentrarse en los lugares más remotos de Mongolia, los Himalayas, Alaska, Rusia, Namibia y, recientemente, el sur de Chile. En esos rincones es donde despliega su gran pasión conservacionista: monitorear especies en peligro más bien ignoradas por el resto del mundo, como el huemul –que él llama "un mágico y desconocido ciervo"- o el saiga, un tipo de antílope que habita desde los Cárpatos rumanos hasta las estepas de Mongolia y que en 2015 sufrió la muerte de la mitad de sus 200 mil especímenes debido a la acción de una bacteria.

En su billetera, Berger no sólo lleva fotos de esa criatura. Junto a un retrato de su hija Sonja, siempre hay imágenes de otros animales como el exótico takin, que parece una mezcla de cabra y oveja, y es uno de los símbolos nacionales de Bután. "Hay distintas maneras de hacer conservación y si los humanos quieren preservar la vida salvaje, se van a necesitar todas las alternativas. Existen muchas especies con fuertes lobbies a favor de su protección, como los pingüinos, las ballenas y los simios. Pero existen muchos menos científicos y conservacionistas enfocados en los animales menos conocidos. Si generamos más entusiasmo en ellos por parte del público, nuestras opciones de éxito van a mejorar", afirma Berger, quien hoy es profesor de la Universidad Estatal de Colorado y miembro de la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre (WCS), entidad que maneja proyectos de preservación en 65 países.

Para estudiar esos animales, el científico suele usar un método peculiar y que es el otro gran ingrediente de su reputación. En lugar de sentarse en una colina y observar desde la lejanía la manera en que el buey almizclero de Alaska reacciona ante otro animal, Berger simplemente se disfraza de un oso polar. O de un oso grizzly, aunque en algunas otras ocasiones también se ha vestido de caribú e incluso de alce. Todo con tal de infiltrarse sigilosamente en un hábitat y acercarse lo más posible a sus sujetos de estudio.

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El biólogo Joel Berger en una de sus investigaciones de campo (Crédito: Joel Berger).[/caption]

-¿Por qué decidió adoptar esta técnica de investigación?

-En el caso de los bueyes almizcleros, me he disfrazado de oso o de caribú porque quería entender cómo perciben otras especies que pueden ser peligrosas para ellos. Cuando me visto de caribú lo hago para presentarles un espécimen que pasta junto a ellos y no intenta devorarlos. Al contrastar esa respuesta con la que exhiben cuando me coloco un traje de oso, puedo discernir cuán buenos son al distinguir un depredador que sí podría comérselos.

Analizar esa respuesta, dice Berger, es vital frente al cambio climático que afecta al extremo norte: el Ártico se está calentando dos veces más rápido que el resto del mundo y hoy existen casi dos millones de kilómetros cuadrados menos de hielo marino que el que había en el período 1981-2010. Esa degradación está llevando a los osos polares a adentrarse en tierra firme en busca de alimento, un escenario que los lleva a competir directamente con los osos grizzlies por potenciales presas como los bueyes almizcleros.

La investigación de esa danza predatoria le ha dado varias sorpresas a Berger. "Me he dado cuenta de la propensión de los grandes mamíferos a modificar su conducta. Los bueyes ajustan sus respuestas dependiendo de los carnívoros con los que se encuentran y distinguen entre los osos grizzlies y los polares. Tienden a huir de los segundos, pero frente a los primeros optan por asumir una posición defensiva", asegura el científico.

El biólogo, quien ha completado 33 expediciones -19 de ellas al Ártico-, agrega que no existe claridad "sobre la razón de esta diferencia, pero quizás los osos polares no sean muy buenos en las persecuciones, así que los bueyes aprendieron que los pueden dejar atrás fácilmente". Lo que sí sabe con certeza es que estos animales a veces también pasan a la ofensiva: en una ocasión, un macho de casi 400 kilos lo embistió mientras él se acercaba en cuatro patas. Berger se paró rápidamente, se sacó la cabeza falsa de oso, la lanzó al aire y huyó. El perplejo buey sólo atinó a observar cómo el bípedo humano desaparecía en el horizonte.

El factor Star Wars

Berger ha publicado casi una decena de libros sobre vida salvaje, incluyendo Conservación extrema, lanzado este año y donde narra sus investigaciones y desventuras. Un ejemplo: al visitar el pueblo siberiano de Pevek, agentes de seguridad entraron a su avión, le quitaron su pasaporte y lo acusaron de pertenecer a la CIA. En otra ocasión un leopardo de nieve se comió un yak que él estudiaba. También terminó en una sala de emergencia de Mongolia porque sus piernas no paraban de tener espasmos y durante tres días lo único que hizo fue vomitar todo lo que comía.

"Hacer trabajo de campo requiere enfrentar algunas dificultades en los viajes. Muchas veces no existen fondos suficientes y tampoco hay demasiadas esperanzas de que todo salga bien. Además, se pasa bastante tiempo lejos de la familia", admite Berger. Su voluntad para enfrentar estos contratiempos hizo que David Quammen, cronista científico y autor de libros como Una nueva historia radical de la vida (2018), lo comparara con Jane Goodall, la famosa primatóloga británica que descubrió que los chimpancés fabrican y usan herramientas. Además, en New York Review of Books el crítico Tim Flannery lo describió como "un héroe de la biología que merece los más altos honores que la ciencia le pueda entregar".

Frente a estos halagos, Berger se muestra humilde y sólo recalca su convicción de que "el trabajo de campo inspira a la gente. Se ve como algo emocionante, porque uno puede visitar parajes encantadores y obtener una familiaridad con los animales que no se consigue viendo YouTube o la BBC. Además, hay que lidiar con múltiples desafíos". Precisamente, el uso de sus disfraces nació de la necesidad de resolver un problema: a mediados de los 90, él y Carol Cunningham -su esposa por ese entonces- intentaban averiguar si la progresiva desaparición de depredadores como el lobo había alterado el temor natural de los alces estadounidenses.

Para descifrar ese enigma fueron hasta Jackson Hole, Wyoming, y les lanzaron bolas de nieve que ocultaban heces de oso y orina de lobos. Lo intentaron una y otra vez desde unos cuarenta metros de distancia, pero su puntería con la honda era pésima. Ambos se acordaron que los nativos estadounidenses solían vestirse con pieles de bisontes para acechar a sus presas, así que se les ocurrió disfrazarse de alces.

Afortunadamente, una de las vecinas de Jackson Hole era Debra Markert, una ex vestuarista de Hollywood que diseñó atuendos para los personahes de El regreso del Jedi, la secuela de Star Wars estrenada en 1983. Ella estudió cabezas de alces que colgaban en algunos bares locales y creó una réplica apodada Millie, en honor de uno de los especímenes que estudiaban Berger y su esposa. Así pudieron aproximarse y obtener resultados de primera mano: ante la orina de lobo, por ejemplo, el pelaje del cuello de los alces se erizaba y los animales dejaban de comer durante varios minutos mientras vigilaban sus alrededores.

Hoy el científico sigue con ese tipo de estudios, pero fabrica sus atuendos con espuma y pelaje blanco o pardo para simular el de los osos y otras criaturas. "Viajar con el traje de oso es fácil, aunque la cabeza no viaja junto a mí en el avión. Es demasiado caro, a menos que la aerolínea quiera donarme el asiento. Pero pese a que muchas veces he pedido ayuda con mis estudios, nunca lo han hecho. En realidad, el disfraz viaja en una maleta y siempre temo que termine dañado", cuenta el biólogo.

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Una hembra de buey almizclero y una de sus crías (Crédito: Joel Berger).[/caption]

Dice que arrastrarse por la nieve es una labor agotadora pero al mismo tiempo reconfortante, especialmente si se trata del animal que más le fascina: "El buey almizclero es especial para mí. Alguna vez caminó junto a los mamuts, pero él sobrevivió. Es el mamífero terrestre más grande de las zonas polares del norte o el sur, y pese a ello se conoce muy poco de sus estrategias de supervivencia o de la forma en que lidia con el cambio climático".

En busca del huemul

Entre julio y agosto de este año, las investigaciones de Berger lo trajeron hasta el Parque Nacional Bernardo O'Higgins, en la región de Aysén. Su objetivo, al igual que durante la visita que hizo el año pasado, era estudiar al ciervo más austral del mundo: el huemul, del cual sólo quedan cerca de dos mil ejemplares. Para observarlos, el biólogo viajó 24 horas en avión, recorrió caminos polvorientos durante otros dos días y pasó una última jornada a bordo de un bote. Un sacrificio que, según Berger, valió la pena.

"La mayoría de la gente fuera de Chile y Argentina no lo conoce. Eso me entristece porque el huemul no sólo es el mamífero nacional de Chile y parte de su escudo, sino porque la especie de por sí es hermosa. Ha perdido casi el 99 por ciento de su hábitat y ha sido perseguido despiadadamente. Sin embargo, tanto el gobierno como los científicos y el público hoy están comprometidos en su conservación", afirma el biólogo. En esta ocasión no trajo sus disfraces, así que para aproximarse necesitó ayuda de expertos de Conaf: "La vegetación es densa y estos animales pueden ser bastante reservados. Además, las densidades de su población son bajas. Sin embargo, este año identificamos unos 30 huemules".

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Uno de los huemules observados por Berger en el extremo sur de Chile (Crédito: Joel Berger).[/caption]

La investigación, explica Berger, es esencial para analizar amenazas como los ataques de perros asilvestrados y canes domésticos que vagan fuera de las casas o acompañan al ganado. De hecho, según el biólogo, de los cerca de 700 millones de perros que hay en el mundo, casi el 50 por ciento vaga libremente. A ese peligro se suman el contagio de enfermedades como la linfoadenitis caseosa, mal bacteriano propio de cabras y ovejas y que en los huemules genera abscesos que pueden ser mortales.

"Necesitamos saber más sobre estas enfermedades y sus efectos, además de desarrollar prácticas para minimizar el impacto de los perros. Incluso todavía hoy tenemos una pobre comprensión de cómo el cambio climático y otros factores afectan la vegetación que nutre al huemul. Tampoco sabemos mucho sobre la manera en que el clima cálido y el frío afectan su capacidad reproductiva", afirma el biólogo.

-¿Planea volver al extremo sur?

-¡Sí! Chile está en mis planes para 2019. Pretendo realizar al menos otros cuatro años de estudios con el huemul. Me encantaría trabajar con algún estudiante chileno, pero me siento afortunado de colaborar con colegas argentinos y chilenos que abarcan un amplio rango de personalidades. Hay desde veterinarios a científicos, personeros de gobierno, banqueros y organizaciones no gubernamentales como la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre.

El futuro del planeta

Berger confiesa que tras décadas de expediciones sigue enamorado de su labor, aunque su hija Sonja ya no lo acompaña: "A ella le encantan los animales y los viajes, pero hoy es diseñadora gráfica. En algún momento consideró que trabajar en ciencia era aburrido. En comparación, su padre, o sea yo, no cree eso. Lo encuentro fascinante. Mi novia es la doctora Joanna Lambert, y ella estudia animales salvajes alrededor del mundo".

Pese a ese amor que sigue profesando hacia sus investigaciones, el biólogo no olvida los momentos duros que ha experimentado. En los 90 vivió uno de los episodios más tensos, cuando el gobierno de Namibia lo expulsó porque no estaba de acuerdo con las recomendaciones que él hizo para preservar al rinoceronte negro. Las autoridades querían desincentivar a los cazadores furtivos sacándoles los cuernos a los animales, pero Berger determinó que eso dejaría a los rinocerontes indefensos ante los depredadores. Namibia congeló sus fondos y sólo la intervención del entonces vicepresidente estadounidense Al Gore destrabó la situación.

Hace siete años, vino el otro golpe: Berger encontró a 52 de sus amados bueyes almizcleros congelados en Alaska, producto de un "ivu". Se trata de un verdadero tsunami de hielo que se produce debido a la acción de las corrientes de agua y el viento y que puede acumular hasta 12 metros de hielo en las orillas de lagos y mares. Hasta hace unos años era un fenómeno raro, pero ahora se repite cada vez más y amenaza directamente a numerosas especies.

"La pérdida de esos bueyes es una de las muertes masivas más impresionantes que he visto. Otras personas han visto eventos similares en otras especies, como bisontes, búfalos o elefantes que fallecieron debido a sequías. O yaks salvajes del Tíbet que perecieron cuando el hielo de un lago se fracturó. Y aunque me he topado con la muerte de camellos y gacelas en el desierto de Gobi, esos bueyes me dejaron muy triste", recuerda Berger.

Hacia el final de su libro Conservación extrema, en cuya tapa aparece un solitario oso polar que flota a la deriva en un trozo de hielo, el biólogo advierte: "En ausencia de un compromiso a escala global y local, la icónica vida salvaje de las cimas más altas del mundo y las más grandes estepas dejará de persistir". Pese a estas palabras, el hombre que se disfraza de animal es optimista.

-¿Cuál es la gran lección que ha aprendido después de todos estos años?

-Pienso que nuestros mayores logros en conservación provienen de un público motivado y de gobiernos que ayudan a propagar este mensaje. No es un camino fácil, pero se requiere un trabajo de equipo. Las colaboraciones que tienen más éxito son aquellas compuestas de actores diversos; es decir, desde los profesores de las escuelas, a los alumnos, a la gente que vive en contacto con la tierra y las empresas e industrias que desean un ambiente mejor para la siguiente generación.