Patricio Ortiz, capitán del bote Arca de Noé en la caleta Chañaral de Aceituno, ubicada en la Región de Atacama, cuenta que si sale al mar antes de las ocho de la mañana las probabilidades de ver ballenas son bastante altas. “Cuando no hay muchos botes en el agua, las ballenas todavía se están alimentando cerca de la costa”, dice el experimentado hombre de mar, que se dedica al turismo de avistamiento desde fines de los años 80. Ortiz asegura que si un bote se acerca lentamente, estos enormes animales marinos son capaces de percibir que la embarcación no representa una amenaza. “A veces pasan por debajo del bote o se dan una vuelta y regresan. Uno siente que ellas juegan para dejarse ver. Es como si se fueran haciendo amigas de uno”, explica.

Durante los meses de verano, en la larga costa chilena es posible divisar distintas especies de ballenas. Debido a su mayor presencia, las investigaciones han puesto el foco especialmente en las ballenas azul, jorobada y fin, a la que algunos llaman la reina del Norte porque es la que más se deja ver en los alrededores de las islas Chañaral, Choros y Damas, que conforman la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt. “Cuando las ballenas no están por acá se echan de menos”, comenta Ortiz. En los meses de invierno, él suele subir un cerro y quedarse mirando el mar en busca del revelador soplo de alguna ballena.

La distribución de estas criaturas en alta mar del Pacífico sureste es todo un misterio. ¿Dónde se van cuando no están en la costa chilena? ¿En qué lugar pasan el invierno? ¿Qué hacen mientras no están en la costa? Son algunas preguntas que desvelan a muchos investigadores.

Un ejemplar de ballena fin en las cercanías de la isla Chañaral, en la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt (Tercera Región). Foto: César Villarroel / ExploraSub

Hay algunos indicios muy puntuales. El biólogo Juan Capella ha seguido a las ballenas jorobadas durante décadas y descubrió que, luego de pasar los meses de verano en los mares australes de nuestro país para alimentarse preferentemente de langostino de los canales, krill y sardina fueguina, estos animales migran en los meses de invierno a las cálidas aguas de Colombia, Ecuador y Panamá, donde tienen a sus crías. Su fidelidad es alta: cerca del 80% regresa cada año. “En la jorobada existe, hasta hoy, la información más completa respecto de sus rutas y destinos migratorios”, explica Capella.

Por su parte, el biólogo marino del Programa Austral Patagonia de la UACh, Rodrigo Hucke, ha marcado con transmisores satelitales a las ballenas azules que llegan a la Patagonia norte para descubrir su paradero invernal. Hucke explica que parte de la población emprende el viaje en mayo o junio, y llega a finales de julio a las Islas Galápagos, donde permanece hasta septiembre. “Ese es el primer vínculo concreto que pudimos establecer entre las ballenas que vemos en la Patagonia en los meses de verano y su paradero cuando no están acá”, explica. “El objetivo siguiente es develar qué van a hacer allá. Esperamos que esa sea una zona reproductiva, lo que, hasta ahora, nadie ha descubierto”, agrega.

No hay mucho más que eso.

La información científica sobre la distribución de las grandes ballenas se basa, en gran medida, en avistamientos desde sectores costeros. Pero existe otro método que ofrece información durante todo el año sobre la presencia de cetáceos en áreas donde el trabajo a bordo de embarcaciones es inviable: el monitoreo acústico pasivo, o MAP, una técnica que utiliza micrófonos submarinos para detectar, monitorear y localizar a estos mamíferos marinos, lo que ayuda a descifrar enigmas como cuáles son sus patrones de actividad y de movimiento.

Con motivo del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCE) de 1996, cuyo objetivo es alertar sobre la ocurrencia de estas pruebas, en distintos puntos del planeta se instalaron estaciones de vigilancia que operan a través de variadas tecnologías. Una de ellas es la estación hidroacústica que se ubica desde el 2003 frente al Archipiélago Juan Fernández y que ocupa hidrófonos para recopilar datos utilizando la herramienta del MAP. Esta estación -llamada HA03- puede detectar grandes explosiones, así como también escuchar a las grandes ballenas que vocalizan por debajo de 125 Hz, es decir, ballenas azules, fin, sei y minke.

Kathleen Stafford, oceanógrafa de la Universidad de Washington y una de las mayores especialistas a nivel mundial en acústica de grandes cetáceos, había escuchado en algunos congresos que se estaba utilizando la información que recogían estas estaciones para indagar sobre la presencia de ballenas en el hemisferio norte.

-Creo que hay una estación en Juan Fernández. Deberías darles un vistazo a esos datos, le dijo Kate a Susannah Buchan, la destacada oceanógrafa inglesa radicada en Chile desde 2007.

Susannah Buchan, escuchando el canto de las ballenas azules que llegan cada verano al Golfo Corcovado. Foto: Christian Muñoz Salas

Buchan comenzó a indagar y, tal como le había comentado Kate Stafford -su mentora en el tema de la acústica de las ballenas- se enteró de la existencia de la estación HA03. “Esa zona es un punto ciego”, dice la investigadora. “Nadie sabe nada de las ballenas tan afuera en el Pacífico suroriental. Era una oportunidad única”, agrega Buchan, la mayor especialista en bioacústica de cetáceos del país.

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Una antigua leyenda dice que las grandes mareas que le dan fama a la bahía de Fundy, ubicada en la costa este de Canadá, son provocadas por una ballena gigante que agita el agua. En ese lugar, uno de los sitios más importantes para la alimentación de ballenas en el mundo, vivían los abuelos de Susannah Buchan y allí pasaba los veranos con su familia. La oceanógrafa creció en tres capitales europeas -Londres, París y Bruselas- y disfrutaba pasar tiempo en esa bahía. Cuando tenía 10 años, Buchan vio una ballena jorobada atrapada en una red de pesca y que saltaba para tratar de liberarse. Esa escena fue determinante para que decidiera dedicarse a estos animales.

Luego de estudiar Oceanografía en la Universidad de Southampton y más tarde un magíster en la Universidad de St. Andrews, en Escocia, surgió la posibilidad de venir a Chile para trabajar en la ONG Centro Ballena Azul. Consiguió hidrófonos prestados en la universidad y partió. Quería averiguar qué están cantando las ballenas de la Patagonia y qué dialecto emiten. Para su sorpresa, la Patagonia le pareció muy similar a la bahía de Fundy por sus bosques, sus fiordos y sus aguas muy frías.

Hoy día no sabemos dónde nacen las ballenas azules y fin. Estas ballenas se alimentan en la costa y en algún momento ocurre la reproducción y tienen a sus bebés. En la costa chilena no vemos neonatos, entonces están dando a luz en otras partes.

Susannah Buchan, oceanógrafa.

Durante cuatros años, cada mañana de verano salía en una pequeña lancha de madera a grabar con un hidrófono manual -una especie de micrófono sumergible- y guardaba los registros en una grabadora o, en el mejor de los casos, en un computador. Luego venían horas y horas de analizar la grabación y sacar conclusiones.

Su hallazgo más relevante fue descubrir que las ballenas azules tienen un canto chileno, luego de compararlo con registros de otros lugares del planeta. El canto chileno es de muy baja frecuencia y de sonidos muy graves que se repiten con ciertos tiempos. “Es un canto reproductivo emitido por los machos. Es como un canto de amor”, dice.

Buchan llevaba tres o cuatro años en Chile cuando acudió a pedir los datos a la Comisión Chilena de Energía Nuclear (CCHEN). La oceanógrafa no conocía bien Santiago y no hablaba fluido el español, pero se entusiasmó con esta posibilidad. Se dirigió hasta la sede de la CCHEN, en un sector alto de La Reina, donde se leía “recinto militar” y de fondo se fijó en el reactor nuclear que existe en ese lugar desde 1974. Por un momento recordó la imagen de la central nuclear de Springfield, de Los Simpson.

“Uy, en qué me metí –pensó-. Cómo la vida me trae hasta acá…”.

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Ocurrió antes del amanecer. El reloj marcaba las 5:29 de la mañana del 16 de julio de 1945 cuando un destello multicolor iluminó una zona del desierto Jornada del Muerto, en Nuevo México. En ese lugar, el ejército de Estados Unidos llevó a cabo la prueba Trinity, la primera detonación de un dispositivo nuclear en el planeta.

Trinity marcó el inicio de la era nuclear. Lo que vino después es una historia más o menos conocida. Unos días más tarde de esta prueba, Estados Unidos lanzó dos bombas sobre Japón: el 6 de agosto, “Little Boy” cayó sobre la ciudad de Hiroshima, y el 9 de agosto, “Fat Man” fue lanzada sobre Nagasaki. Esto marcó la rendición de Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Desde ese primer hito, más de dos mil ensayos nucleares terrestres, subterráneos y submarinos se han realizado en el planeta, especialmente en el contexto de la Guerra Fría. La crisis de los misiles de Cuba de 1962, uno de los puntos más álgidos del conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética, incrementó la presión pública en contra de los ensayos nucleares, debido a la creciente preocupación por la escalada en la carrera armamentista y a sus implicaciones para la seguridad mundial.

Hubo muy poco progreso en el desarme nuclear hasta los 90. Con el decidido apoyo de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se avanzó en un tratado que impidiera totalmente los ensayos nucleares y el 10 de septiembre de 1996, los estados miembros de la ONU aprobaron el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (TPCE).

Chile suscribió el tratado en septiembre de 1996 y lo ratificó el 12 de julio de 2000. En total, 189 países firmaron este acuerdo. China, Egipto, Irán, Israel y Estados Unidos lo firmaron, pero sus congresos no lo han ratificado aún, mientras tanto, India, Pakistán y Corea del Norte se mantienen al margen de cualquier acuerdo. De hecho, el 3 de septiembre de 2017, el líder norcoreano Kim Jong-un, desafiando las advertencias de la ONU y las presiones externas, fue el último en apretar el botón.

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Desde su ratificación, la CCHEN se ha encargado de cumplir las obligaciones que emanan de ese acuerdo. Una de ellas es formar parte del Sistema Internacional de Vigilancia (SIV), que se encarga de auditar y fiscalizar los ensayos nucleares. Las ondas que generan las explosiones nucleares pueden ser identificadas, aunque se produzcan en un punto alejado del planeta.

En Latinoamérica no corremos peligro de amenaza política de ensayos nucleares, como en otras partes del mundo, así que me parece maravilloso que esos datos se utilicen con fines científicos. Es una super buena ganancia para el país.

Paola García, encargada de las Estaciones Chilenas de Monitoreo CTBT, de CCHEN.

A nivel mundial, hay 321 estaciones de monitoreo que conforman el SIV, las que detectan ondas que delatan cualquier ensayo nuclear y también la presencia de elementos radiactivos. Esa información llega al Centro Internacional de Datos (CID), en Viena, Austria, que en tiempo real recibe la información, la procesa y “acusa” a la nación que está poniendo en riesgo el planeta.

En Chile existen siete estaciones de distintas tecnologías (sísmicas, infrasónicas, radionúclidos e hidroacústicas) a cargo de la CCHEN, las primeras de las cuales empezaron a operar hace dos décadas. “En estos años no ha habido ningún indicio de ensayo nuclear detectado por nuestras estaciones”, dice Paola García, encargada de las estaciones de monitoreo de TPCE, quien explica que estas fueron instaladas en Punta Arenas, Rapa Nui y Juan Fernández porque son lugares donde no existe demasiada interferencia humana y eso permite captar de mejor manera las señales. “Es muy poco probable que una explosión nuclear no sea detectada y para eso existen diferentes sistemas de rastreo”, dice García. La ingeniera explica que cuando hay un ensayo nuclear se produce un movimiento que puede ser detectado por aire -con las estaciones de infrasonido-, en el océano -por medio de las estaciones hidroacústicas- y bajo tierra -con estaciones sísmicas-. “Como un movimiento de este tipo también puede ser causado por la naturaleza, la información se debe contrarrestar o corroborar a través de las estaciones de radionucleidos para determinar si el origen corresponde a un ensayo nuclear o no”, agrega.

El soplo de la ballena fin. Foto: César Villarroel / ExploraSub

Paola García explica que desde un comienzo hubo posiciones divergentes entre algunas naciones por el uso de la información que recogen estas estaciones. “Hay países que están a favor de que estos datos se utilicen para la ciencia y otros prefieren que se mantengan guardados y que sólo se usen para detectar ensayos nucleares, como Irán”, dice. Luego del terremoto y el devastador tsunami que azotaron la costa de Sumatra, Indonesia, en diciembre de 2004, la organización del TPCE comenzó a proporcionar datos de vigilancia de sus estaciones sismológicas e hidroacústicas a los países que eran parte de los Acuerdos de Alerta de Tsunami. Ese fue el punto de partida para que se empezaran a compartir estos datos para hacer investigación en distintos ámbitos.

Lo mismo ha ocurrido en Chile. Cada vez llegan más solicitudes de investigadores pidiendo los datos de las estaciones ubicadas en el país. En esa línea, Paola García creó un programa de impulso científico para mejorar la obtención, visualización y difusión de los registros a distintas universidades y centros de estudio. “Si en Chile tenemos tantas estaciones, ¿cómo no las vamos a aprovechar? La idea es que la gente que hace ciencia en el país pueda acceder a esa información”, explica.

Una de las primeras investigadoras que solicitó datos de hidroacústica fue la oceanógrafa Susannah Buchan.

“Al principio me sorprendí… ‘¿Para qué quiere ella estos datos?’, pensé en ese tiempo”, cuenta Paola García. Hoy, tras conocer la investigación de Buchan, la ingeniera agrega: “En Latinoamérica no corremos peligro de amenaza política de ensayos nucleares, como en otras partes del mundo, así que me parece maravilloso que esos datos se utilicen con fines científicos. Es una super buena ganancia para el país”.

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Para examinar las tendencias estacionales de las ballenas frente a Juan Fernández, Buchan y sus colegas examinaron los registros acústicos de seis años (2007-2009 y 2014-2016). No fue un trabajo fácil. “Es la base de datos más larga que hay en Chile sobre ballenas”, dice la oceanógrafa. “Sólo ocupamos seis años de datos, pero seis años de datos acústicos es mucha información”. Debido a lo específico del formato, los datos requirieron una validación minuciosa. “La analista tuvo que revisar a ojo un millón de vocalizaciones de ballenas”, agrega. Además, hubo otra dificultad adicional: en febrero de 2010, como consecuencia del tsunami que afectó a la isla, la estación HA03 sufrió graves daños y el proceso de reconstrucción se extendió por cuatro años.

El análisis de los datos permitió identificar seis tipos de vocalización, basándose en las firmas acústicas descritas para cada especie y el tipo de canto del hemisferio sur. Los registros corresponden a ballenas fin, minke y azules, pero en el caso de estas últimas se detectaron cuatro poblaciones acústicas. La conclusión es que, frente a Juan Fernández, en la costa sureste del Pacífico, existe presencia estacional de ballenas azules, fin y minke, con un peak acústico en junio y julio. “Este es el lugar donde las ballenas pasan las vacaciones de invierno”, dice la oceanógrafa, pero agrega que, en el caso de las ballenas azules chilenas, se estableció su presencia durante todo el año.

Buchan -investigadora del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (Ceaza) y del programa Copas Sur-Austral, y profesora visitante de la U. de Concepción- explica que estos hallazgos son clave para responder la pregunta de a dónde se van las ballenas cuando desaparecen de la costa chilena, un misterio que se extendió por varios años. “Este trabajo nos entrega la primera visión macro, con datos continuos de varios años, de la distribución de estos animales y sus movimientos entre la costa y las islas oceánicas en el Pacífico suroriental. Es una visión que, hasta ahora y salvo datos puntuales, no teníamos”.

Para explicar este comportamiento, la investigadora tiene dos hipótesis no excluyentes. La primera tiene que ver con la búsqueda de zonas de alimentación: cuando baja la productividad de las aguas de las costas chilenas, las ballenas se van y encuentran alimento en las islas oceánicas y en los montes submarinos que rodean el archipiélago, reconocidos por su biodiversidad.

La otra hipótesis desvela aún más a Buchan: podría tratarse de una zona de reproducción. “Hoy día no sabemos dónde nacen las ballenas azules y fin. Estas ballenas se alimentan en la costa y en algún momento ocurre la reproducción y tienen a sus bebés. En la costa chilena no vemos neonatos, entonces están dando a luz en otras partes”, explica, y agrega que se trata de “una incógnita total”.

Buchan agrega: “Es super misterioso, porque hemos visto comportamiento reproductivo o de coqueteo de ballenas azules en Patagonia, pero no neonatos. Las ballenas azules no están dando a luz en Patagonia ni la ballena fin en isla Chañaral… Esta podría ser una pista”.

La investigadora explica que haber llegado a estas conclusiones gracias a hidrófonos instalados para prevenir ensayos nucleares tiene un simbolismo. “Las ballenas son animales que, aparentemente, se están recuperando de la caza devastadora que casi terminó con su extinción y hoy son un símbolo de conservación a nivel mundial. Y de algo tan terrible, como tener que instalar tecnología para detener ensayos nucleares en el océano, aparecen otra vez las ballenas como símbolo de esperanza para la vida marina”.

Por último, Buchan dice: “Las ballenas son las voces del océano. Siguen estando ahí, a pesar de que las cazamos o les metemos bombas nucleares. Son un símbolo de esperanza y de resistencia”.