La pequeñez del villano de estos tiempos, el virus SARS-CoV-2, es abrumadora. Sobre cada una de las letras que está usted leyendo caben suficientes copias como para regalarle una a cada ciudadano de este país. Si pudiésemos extraer todas las partículas virales de todos los enfermos del planeta, sumaríamos apenas entre 10 y 20 kilogramos. Podríamos pensar que no es tan impresionante ese número: esa misma cantidad de algún veneno poderoso no quedaría muy atrás en toxicidad. 10 kg de cianuro, por ejemplo, son suficientes para asesinar a cien mil personas, más o menos las mismas que ha matado este pequeño depredador.

Pero el cianuro, por supuesto, no es un asesino. El cianuro solo puede ser la herramienta de uno. Un asesino debe tener voluntad, debe tener un plan, un diseño. El virus, pese a que los biólogos lo han puesto -como al cianuro– en la categoría de materia inanimada, parece tener, a pesar de sus escasas dimensiones, todos los atributos de un hábil e ingenioso asesino. Veamos las pruebas. Primero, saltó al abordaje de nuestras células desde otro animal, en donde la inmunidad de rebaño ya no le permitía realizar su criminal trabajo con la eficacia y comodidad de siempre. Segundo, nos tomó por sorpresa sin poder de fuego de ningún tipo para atacarlo, ni anticuerpos naturales ni vacunas artificiales, permitiendo así un rápido avance sobre el territorio celular de nuestra especie. Tercero, parece que hubiese diseñado fríamente los síntomas de la enfermedad que produce. La tos y los estornudos provocan iracundos disparos de decenas de miles de pequeñas gotitas, eyectadas a unos 150 km/h, cada una un caballo de Troya que puede albergar millones de partículas virales listas para ser inhaladas por otro humano susceptible. Cuarto y último, el virus no es tan mortal. Como si supiera que una mortalidad demasiado elevada y rápida disminuye enormemente sus probabilidades de éxito reproductivo. Incluso estudios preliminares indican que la inmunidad con la que quedamos al recuperarnos no es muy alta. Habría varios casos de personas infectadas por segunda vez. Nos transformamos así en el medio perfecto para albergarlo. ¿Acaso tiene inteligencia y voluntad el universo viral?

En algún profundo sentido, la respuesta es positiva. Una voluntad que no ha sido maquinada en absoluto por un ser inteligente, sino que es simplemente la evolución darwiniana en su expresión más sublime. Inteligencia y voluntad aparentes, nacidas del gran axioma de la vida en la Tierra: La competencia del material genético por replicarse. Tampoco hay voluntad en esta competencia; solo una propiedad química emergente.

El material genético del virus en cuestión es muy pequeño, apenas 30 mil letras (comparadas con los 3 mil millones del nuestro). La información contenida allí se puede almacenar en 8 kB de memoria: Irónicamente, un espacio bastante menor del de cualquier virus informático de nuestros días. Los virus reproducen su código genético usando la maquinaria celular de los organismos que invaden. Suelen sufrir de muchos errores de copiado. Es evidente que la mayoría de estos los liquidan, como sabe cualquier estudiante de informática que haya cometido un pequeño error involuntario en el código que programa.

En algunos casos, sin embargo, los errores mejoran su capacidad reproductiva. Piense en trillones de estudiantes de informática cometiendo errores en sus códigos. Alguno será, sorpresivamente, una mejora. Así es como error tras error, la gran coreografía de Darwin confiere de aparente voluntad al universo vírico. Tanto así que muchos no pueden dejar de ver diseño inteligente en donde no lo hay: el SARS-CoV-2 no fue creado en un laboratorio militar por un ser inteligente. Es la evolución de siempre que, para estos pequeños paquetes de material genético, actúa muy rápido, casi en tiempo real.

Ahora es el turno de que los seres oficialmente vivos e inteligentes jueguen sus piezas. El trabajo de científicos de todas las áreas en búsqueda de una vacuna o un tratamiento es impetuoso y esperamos que las buenas noticias lleguen pronto, quebrando violentamente las siniestras curvas que dibujan los amantes de los modelos predictivos. Afortunadamente ya contamos con muchas herramientas del pasado. Incluso antes de que nadie hubiese visto un microorganismo, el médico Ignaz Semmelweis hizo uno de los grandes descubrimientos de la medicina de todos los tiempos. Mientras trabajaba en Viena se enteró de que en la maternidad de su clínica la mortalidad de las mujeres en el parto era mucho mayor que la de otra muy cercana. En su clínica atendían médicos y estudiante de medicina. En la otra, matronas. Semmelweis supo intuir la razón: Lo médicos y sus estudiantes hacían autopsias, y luego atendían sin un previo aseo de sus manos.

Su recomendación de lavarse las manos con una solución de cloro antes de los partos disminuyó la mortalidad hasta hacerla comparable con la de la otra clínica. Este descubrimiento nos entregó el arma más poderosa en la lucha contra cualquier pandemia. Una que muchos miran con desdén, como si se tratara de una vieja y exagerada tradición tribal. Pero no. Es un producto de nuestra mejor ciencia. Para derrotar la pandemia, para salvar innumerables vidas, debemos lavarnos las manos, además de quedarnos en casa, y usar mascarillas cuando sea necesario. Son medidas que muestran nuestra enorme inteligencia y voluntad. Aunque no hay que vanagloriarse. Al igual que para el SARS-CoV-2, son características que no han sido maquinadas por un ser inteligente. Darwin dirige todo, tras bambalinas.

*Profesor de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la UAI e investigador del CECs.