Puede ser la hipnosis que genera la cordillera recién nevada en un día de sol. Tal vez sea el hecho de seguir sólo a gente que piensa como yo y mis redes sociales se han transformado en un paraíso de postverdad. A lo mejor se debe a que la impresionante granizada nos tocó una fibra y ver el Palacio de La Moneda blanco y hasta con arco iris nos quitó la capa de superchaqueteros por un rato. Capaz que no sea nada de eso y simplemente estoy alucinando. Pero tengo la sensación de que durante 72 horas, los santiaguinos nos reencantamos con nuestra ciudad. Entre el domingo y el martes antepasados, días de geografía prepotentemente hermosa, de paisajes que competían con las Torres del Paine y con los Himalayas y con los Alpes, Santiago fue para muchos la ciudad más linda del mundo.

Al menos eso creo. Lo digo por las fotos. Por la impresionante cantidad de fotos y de "me gusta" y de retuiteos y reposteos de fotos que mostraban un Santiago de ensueño: nítido, radiante, majestuoso, nevado, calipso intenso casi azul, antártico, Nat Geo friendly, macanudo, exageradamente fotogénico. Lo digo por la cobertura de los canales de televisión y los diarios a esta ciudad acontecida por la meteorología, donde cualquier tiro de cámara lograba una imagen perfecta. Lo digo por el incremento exponencial en la cantidad de mensajes directos, comentarios, seguidores e imágenes recibidas en las redes de Santiago Adicto, comunidad que fundé hace casi siete años y que comenzó justo el día en que fue publicada una columna con ese título, "Santiago Adicto", en este mismo suplemento. Lo digo porque Santiago fue tema de conversación durante esa semana, no por sus defectos esta vez, sino por esa virtud que, cuando explota, es nuclear: no hay otra ciudad con siete millones de habitantes, otra metrópolis, otra urbe, con el paisaje de Santiago.

Sí, está lleno de lugares soñados en el mundo, pero no son capitales de la envergadura de la Región Metropolitana. Sí, hay muchas grandes ciudades extraordinarias por su arquitectura y sus plazas y sus parques y su transporte público y su densidad bien planificada y que son mil veces menos segregadas que Santiago. Pero, por favor, encuéntrenme otra bestia urbana que tenga este macizo cordillerano nevado hasta abajo y con el cerro El Plomo mirándonos y cuidándonos desde la inmensidad de sus más de 5.400 metros.

Tengo otra teoría. Que no tiene que ver con hipnosis ni postverdad ni alucinación. Si observo cuál es el grueso de los seguidores del Instagram de Santiago Adicto, son menores de 35 años y, especialmente, menores de 25. Es una generación con otro chip: crecieron en un Chile con democracia, así como en un Santiago con conciertos de música y centros culturales y ciclovías y manifestaciones en la calle sin miedo y diversidad gastronómica y con inmigración y con mucho más turismo y con rankings de medios especializados que hablan maravillas de nuestra capital. Son jóvenes que valoran la identidad local, que suben cerros, que andan en bicicleta, que entienden mucho mejor que nosotros, los viejos vinagres, que así como su ciudad y su país tienen grandes vacíos y déficit por resolver, ya no es necesario mirar hacia afuera como única fuente de admiración. Las nuevas generaciones valoran lo que tienen, lo usan, lo recorren. Por supuesto que lo quieren mejorar, pero desde el cariño. Entendieron que las ciudades son bellas cuando la gente las aprecia y no al revés. Y eso se está contagiando. Y, tal vez, ayudó a este paréntesis de amor por Santiago. O tal vez no fue un paréntesis y es el comienzo de una tendencia. O tal vez es una profecía autocumplida. No lo tengo claro. Lo que sí sé, es que Santiago es increíble. Y en esos días hubo pruebas irrefutables.