Esto fue en 1972, yo tenía 16 años y hoy tengo 63. En ese tiempo estudiaba en el Colegio Alemán de Osorno, que tenía piscina y donde nos entregaban una instrucción de natación y salvataje muy primaria, pero que servía. Esto ocurrió en un fin de semana de primavera, tiene que haber sido en noviembre porque había buen tiempo. Estaba en Puerto Montt, donde mi familia tenía un departamento muy cerca del borde costero en el centro de la ciudad.
En esa época, Puerto Montt era una ciudad gris en muchos aspectos. No había mucho servicio público, tenía una población pequeña y no había industrias. Sólo tenía comercio y unas pocas reparticiones públicas. Para ser sincero, era una ciudad que no prometía mucho en una época difícil, muy difícil, como fue la del gobierno de Allende. Nadie se imaginaba que iba a ser la ciudad que llegó a ser hoy. La única inversión pública era la construcción de la última etapa de la costanera de la ciudad, que se hizo con rellenos de áridos y por eso se generaron unas grandes piscinas que se llenaban con agua de mar. Fue ahí donde pasó todo esto.
Yo paseaba en bicicleta por la costanera cuando observé que muchas personas corrían en dirección al borde del mar y se aglomeraban en torno a una de estas grandes piscinas. Al llegar me di cuenta que había un niño de 10 u 11 años en posición fetal, boca abajo, flotando en el agua. No manifestaba desesperación, el chico ya estaba grogui. Se tiene que haber caído, porque ahí la gente se reunía a pescar. Había una persona a la orilla que con una lanza y un anzuelo trataba de agarrarlo de la ropa para arrastrarlo al borde.
Recuerdo que no tuve miedo. Desde niño había estado muy ligado al mar. Siempre me había llamado la atención. Teníamos un campo familiar muy cerca de Puerto Montt y nuestras vacaciones eran a 10 metros de la orilla. La casa estaba al lado, y ahí pasábamos los cinco hermanos los veranos. Yo tengo un gemelo y éramos bastante bandidos. Cuando estábamos callados era signo de que había una maldad en proceso; una vez mi mamá les preguntó a las nanas dónde estábamos porque había mucho silencio, y habíamos bajado con dos tablas a navegar al mar. Teníamos cuatro años. Toda esa cercanía al océano hizo que le tuviera respeto, pero no miedo. Por eso no lo pensé ni un minuto cuando tuve que tirarme a sacar al niño. Estaba preparado físicamente, era joven y de alguna manera estaba entrenado por la instrucción recibida en mi colegio.
Boté mi bicicleta, me tiré al agua y lo saqué. Ese momento para mí duró mucho tiempo, pero todo debe haber pasado en unos cinco minutos que fueron vitales. Mi impresión es que llegué a sus últimas esperanzas de vida, me demoro un minuto más y el niño no se recupera, porque cuando lo tomé no manifestaba ningún signo vital. Al llegar a la playa inicié las maniobras de resucitación que sabía: hice que expulsara toda el agua posible, respiración boca a boca, masaje cardíaco. Hice todo lo que se me ocurrió porque él estaba completamente inconsciente.
Años después, cuando fui bombero, enfrenté situaciones límite -gente quemada, gente muerta-, pero en ese momento no había tenido una experiencia tan cercana a la muerte. Recuerdo que cuando le estaba haciendo los ejercicios de reanimación, la adrenalina la tenía a mil y lo único que quería era dar todo para poder salvarlo. Retaba a la gente, unas 30 personas que se acercaron sólo a mirar, porque nadie hacía nada. Eso era lo más terrible: era un niñito y nadie se había atrevido a meterse 10 metros al agua para salvarlo, aunque en estos pozones enormes no había olas.
Yo trataba de reanimarlo lo más rápido posible. Le juntaba los brazos en el pecho, se los extendía, se los volvía a juntar y de repente noté que empecé a tener resistencia: el niño estaba volviendo en sí. Se despertó y después de unos minutos se pudo parar. Yo no lo podía creer, era realmente milagroso.
Me tocó ser protagonista en una experiencia muy fuerte, estresante, pero logré mi objetivo: hacerlo volver a la vida. Después lo ayudé a subir a la costanera, porque estábamos al borde del agua en una pendiente incómoda, y lo hice caminar para que se recuperara bien. Revisé sus pupilas; estuvimos un buen rato caminando y conversando. Le preguntaba si se sentía bien, si ya estaba recuperado para irse a su casa. Él estaba consciente y totalmente lúcido, lógicamente tenía frío porque estaba mojado entero, pero estaba íntegro. Tuve ganas de llevarlo al departamento con mi familia, pero me dio susto de que le pasara algo allá. Le pregunté su nombre, pero hoy no lo recuerdo. Y nos despedimos.
Llegué al departamento y le conté a mi familia. Terminado ese fin de semana volvimos a Osorno a estudiar. Pasaron dos semanas y mi papá me llama para contarme que había ido a su oficina el niño que salvé junto a su papá. No sé cómo llegó, probablemente alguien que me vio les dio el dato, y fueron a agradecer. "Pucha, qué fantástico", le dije a mi papá, y ahí terminó esta historia porque nunca más volví a ver al niño. No tuvimos la oportunidad de seguir en contacto y no se generó un lazo. No supe nunca más de él, pero espero que la suerte que tuvo esa tarde de noviembre la haya mantenido. A veces pienso qué habrá sido de él; ojalá haya tenido una buena vida.
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