Tengo 57 buenos y malos años vividos. Soy poeta y he publicado tres libros, aunque mi historia no es la de alguien que nació sabiendo que podía dedicarse a esto. Mi infancia estuvo marcada por el hambre y por una mujer que lloraba constantemente por la vida que llevábamos junto a mis hermanos.
La mujer que lloraba era mi madre, Fermina Tapia. Con ella vivíamos en Los Vilos, luego nos vinimos a Lo Espejo, y en ambos lados la vida que llevábamos era bastante pobre. Mis padres eran de Los Vilos. Por circunstancias de la vida mi madre decidió venirse de allá a Santiago para que nosotros, sus hijos, no fuéramos borrachos ni mujeriegos. Nosotros éramos seis hermanos. Dos se quedaron con nuestra abuela y cuatro nos vinimos con mi mamá y mi papá. Llegamos a vivir todos a la José María Caro.
En esa población de Lo Espejo crecí estando en la calle. Si bien muchas veces fue una tragedia vivir mi vida, la calle también era mi refugio de juego y de amigos. Son pocos los de mi época, los muchachos con los que crecí, que pueden contar esto, porque muchos murieron sumergidos en las drogas, asesinados, o en riñas porque vivíamos en una población violenta. Ahí, con amigos luchábamos como pandillas. Antes era como un deporte sacarse la cresta. Yo andaba con un grupo con el que practicábamos karate callejero y nos deleitábamos peleando con otras pandillas en las canchas de la población. He estado a punto de morir, casi fui apuñalado, pero seguía saliendo a la calle porque me daba mucha adrenalina.
Lo más horrible que vi fue a los 16 años: me encontré un cuerpo agonizando en la Avenida Central de la comuna. Era plena dictadura. También vi secuestros de militares, de gente que subían a los camiones, y pasé situaciones terribles, como ir a una fiesta y que nos agarraran a balazos. Yo escribía de todo lo que pasaba. Estuve metido en el desorden, es cierto, pero al mismo tiempo tenía esta parte más creativa y melancólica que nadie conocía. Siempre escribí. Luego, más grande, estudié Teología en un instituto adventista, me casé, me separé -lo que me ayudó a crear todavía más- y después me casé de nuevo. Ahora estoy de nuevo solo.
Siempre he sido muy melancólico, y creo que eso empujó mi vida literaria. Uno de mis libros se llama Poesía marginada, porque son muchos los artistas que nacen en las poblaciones. Es increíble la cantidad de escritores y poetas que hay en estos lugares, y en particular en la José María Caro. Hay una abuelita que ya tiene tres publicaciones. Pero pocos pueden florecer, porque estamos en un medio difícil para sobresalir con libros. Poesía marginada se llama así por lo mismo. La tragedia ha marcado siempre mis libros; el último, que lancé hace tres meses, se trata sobre la muerte de uno de mis nietos. Es muy espiritual, como yo.
Desde hace unos años trabajo en un círculo de poetas y escritores de Lo Espejo. Es el espacio que nos reúne y ayuda al desarrollo de la comuna en esa área. Por unanimidad me eligieron presidente del círculo. Desde ahí, estoy empecinado en cambiarle la imagen al lugar donde me crié y donde también me violenté fuertemente.
Nuestro objetivo en este grupo es mostrarles a los chiquillos más jóvenes que hay formas de salir de lo malo. Siempre les he dicho que si uno de nosotros se hace famoso será por el bien de Lo Espejo, porque ellos, los que hoy viven ahí, van a adquirir una identidad en la cultura. Podemos aprovechar esa circunstancia para inspirar a la juventud. La vida a mí me ha dado muchas satisfacciones -estudié, he sido cocinero, maestro, gasfiter y hasta trabajé en la selva boliviana- y eso trato de traspasárselo a estos chicos.
Estoy siempre preocupado de la gente. Ayudo también en otras cosas de la comuna. Por ejemplo, cuando alguien se enferma de cáncer y hay que hacer bingos y actividades. Mi preocupación por las personas, en todo caso, no se queda en la pena, sino que trato de hacer cosas. Cuando fue el incendio en Santa Olga en 2016 me fui para allá de inmediato. Estando allá hice poemas. Me sentaba en una silla a leer para que todos me escucharan y se distrajeran. Creo que lo logré.
La influencia de mi mamá es importantísima. Ella aprendió a leer a los 18 años, tragándose rápidamente todos los libros del mundo y convirtiéndose en una lectora fanática. A casi todos mis hermanos, como veíamos esa conducta de ella, nos apasionó desde siempre la lectura. Somos tres los hermanos que hemos publicado libros. Lo que somos se lo debemos a ella, que se preocupó siempre de nuestro bienestar y educación, aunque de forma paralela teníamos una segunda casa que era la calle.
Además de trabajar en el círculo de escritores en la Municipalidad de Lo Espejo -nuestro contacto se inició cuando me invitaron a mostrar mis libros-, trabajo en una pyme. Se llama KEP medical y es de unos amigos. Ellos me dan espacio para desarrollarme en otras áreas y así poder vender mis libros y movilizarme.
Hace un tiempo recibí un llamado del canal Telesur de Venezuela para pedirme una entrevista. Quedé sorprendido, no tenía idea cómo habían llegado a mí. Cuando acepté, vinieron y me hicieron la entrevista. Conocían plenamente mi trabajo. Mi poesía, les comenté ahí, es bastante rara porque es más social, más aterrizada. Es más para que la lea la gente y para que la entiendan más que una escritura clásica, elevada, culta y sofisticada.
La poesía me sacó de la calle, me regaló otra vida y me abrió otras puertas. De eso estoy convencido. Porque de no ser así, sé que hubiese muerto en batalla, hubiese terminado siendo un alcohólico o simplemente me habría lanzado a la vida sin oportunidades. Pero mi madre siempre nos recalcó la importancia de la perseverancia y de perseguir los sueños, y el mío era ser poeta.
Facundo Miró es un nombre artístico, que adopté hace 3 años. En realidad yo me llamo David Delgado. Elegí Facundo porque así le llamaba yo a mi nieto, el que murió, antes que él naciera. Tras su muerte, lo empecé a usar yo. Lo de Miró lo escuché en la calle. Una vez más la calle. Después supe de Joan Miró y me hice fanático de él.
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