El primer recuerdo de Uganda es éste: gente caminando. Por ambos lados del camino, sin detenerse. Escuchando música. Familias, hombres solos, jóvenes, niños, mujeres con canastos equilibrados sobre las cabezas; todos en movimiento. Sin importar el calor ni el barro ni los autos ni las motos que pasan. Gente caminando.

Francisco Cox (50, abogado) es quien recuerda. Era octubre de 2015 y él, después de casi 30 horas de viaje, había llegado a Enttebe, en Uganda. Se había subido entonces a un auto y se dirigía a Kampala, la capital, donde lo esperaba su colega Joseph Manoba, el responsable de que él estuviera por primera vez aquí. En el trayecto, por las ventanas, sólo veía a ugandeses transitando a pie al borde la ruta.

"Dos cosas me llamaron la atención. Primero, la tierra muy roja. Segundo, que en el camino nunca dejas de ver gente caminando. Cuando me encontré con Joseph en Kampala nos fuimos a Gulu, capital de la zona norte, que era nuestro destino. Un viaje de cinco horas, y siempre lo mismo: gente caminando. Junto a ellos, vacas que nunca había visto, con cuernos de un metro de largo. Cruzamos el Nilo, que fue otra impresión. Uno creía que era un arroyo donde aparecía Moisés flotando, pero no: es tremendo, con un caudal poderoso", dice Cox.

No era éste un viaje de turismo. Era trabajo. A principios de ese 2015, Francisco Cox -conocido penalista, que ha participado en casos mediáticos como abogado de la jueza Karen Atala; del ejecutivo del Banco Central, Enrique Orellana; o de Jovino Novoa en Penta, por nombrar algunos- había recibido una invitación que no pudo rechazar. Joseph Manoba, desde Uganda, le dijo que iba a representar ante la Corte Penal Internacional de La Haya a 2.605 víctimas de la cruel guerrilla que azotó por más de dos décadas a ese país. Le preguntó si quería participar. Cox, el único chileno que litiga en ese tribunal, le dijo enseguida que sí, que por supuesto.

Desde entonces, ha ido ocho veces por este caso a La Haya.

Desde entonces, ha visitado cuatro veces Uganda.

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Francisco Cox tiene su oficina en el centro de Santiago, a la entrada de la calle Nueva York. Es un sexto piso, que comparte con sus dos socios del estudio BCP Abogados: Juan Andrés Piña y Matías Balmaceda. Enormes ventanales dan vista panorámica sobre la ciudad en otoño. Un contexto algo raro cuando uno se reúne a hablar de Uganda, a 12.000 kilómetros de aquí.

Para entender el trabajo que Cox realiza allá es necesario repasar la Historia. Desde mediados de los 80, en Uganda azotó una guerrilla a cargo del Ejército de Resistencia del Señor, que no sólo se opone al gobierno, sino que busca instalar un estado teocrático. Su lucha es feroz. Se calcula que han masacrado a unas 100.000 personas y han secuestrado a cerca de 60.000 niños que convierten en soldados o en esclavos sexuales. Hace unos años ya no están en el país -se han movido a sus vecinos, como el Congo o Sudán-, pero sus heridas aún están vivas, así como también el miedo a su regreso. Su líder espiritual, Joseph Kony, hoy prófugo, operaba aquí a través de comandantes.

El único vivo se llama Dominic Ongwen, quien lleva tres años preso en La Haya. Contra él, la Corte Penal Internacional abrió un juicio en que se le imputan 70 cargos por crímenes de guerra y de lesa humanidad. Unos 4.000 ugandeses solicitaron participar en calidad de víctimas. De ellos, poco más de la mitad son representados por Joseph Manoba y Francisco Cox.

"Estar allí es una lección de vida; si uno hubiera pasado por lo que ellos pasaron, no podría estar parado. Impresiona lo resilientes y alegres que son. Mi carta de presentación es el fútbol", dice Cox.

-Alexis Sánchez debe ser el mejor salvoconducto.

-Sí. Pero ahora estoy un poco preocupado. En Uganda, los dos equipos fuertes del Premier League son Arsenal y Manchester United. Hace poco me presenté a uno de los testigos ugandeses, y le digo: "Soy chileno igual que Alexis". Él solo exclamó: "aaah". Claro, era del Arsenal y consideraba a Alexis un traidor.

-¿Cómo son tus visitas a Uganda?

-La Corte acusó a Ongwen por ataques en distintos poblados del norte del país. Nosotros tenemos clientes en tres de ellos: Lukodi, Abok y Odek, que están a un par de horas de Gulu. Nos reunimos con ellos al aire libre, debajo de un árbol. Los líderes comunitarios nos ayudan a reunir la gente. Algunos caminan horas para llegar. Las reuniones son en acholi; nos traducen cuando hablamos.

-¿De qué conversan?

-Es sorprendente. Uno pensaría que no están muy interesados. Es gente que vive muy alejada, que trabajan sus tierras para autoabastecimiento. Es pobrísimo. No hay luz, no hay alcantarillado. Pero están interesados en escuchar del caso. Preguntan mucho, es conmovedor. Es llamativo también que, más atrás de las señoras y los niños, siempre hay jóvenes de pie. Notas enseguida su mirada más dura. La mayoría fueron secuestrados como niños soldados de la guerrilla.

Dice Cox que tienen tres tipos de reuniones. Una ampliada, para informar del juicio. Otra más pequeña, para hablar con algunos con mayor confianza. Y una tercera, específicamente para buscar aquellos testigos que podrían ir a declarar a La Haya.

Fue en estas últimas donde Cox escuchó la historia que más le ha erizado la piel.

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En la oficina de Cox no hay una bandera de Uganda, sino de México. Enorme, llena de mensajes manuscritos y firmas de padres agradecidos.

No hay que extrañarse. Ambos países, pese a estar en extremos opuestos del planeta, están relacionados. Al menos en la bitácora de este abogado.

Meses antes de aceptar la invitación desde África, Cox ya estaba trabajando en otro caso de derechos humanos. A fines de 2014 fue incluido en el grupo convocado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA para investigar la desaparición de 43 estudiantes en Iguala, México.

Para Cox eso no era sólo un trabajo más. Era retomar una línea de trabajo que había dejado dormida y también un elemento clave en su propia biografía. Su padre democratacristiano -una rareza en un clan familiar tradicional de derecha- lo había llevado desde niño a las marchas contra la dictadura y le mostró un mundo que él después siguió como activo manifestante por el NO en el plebiscito y participando en la fundación del PPD, aunque su militancia fue breve. Los derechos humanos pasaron pronto de la esfera personal a la laboral: recién egresado de la UDP se fue a trabajar en ese tema a Costa Rica, realizó un magíster en Columbia, estuvo en Human Rights Watch. De regreso a Chile, en 2001, sacó su título, se puso a buscar pega y vio que el mundo de los derechos humanos no ofrecía mucho. "En ese tiempo no existía ni el Instituto de Derechos Humanos ni la subsecretaría del tema", dice. Así que retomó lo penal. "Después trabajé en las clínicas de derechos humanos de la UDP, pero mis fichas estaban puestas en el tema penal puro y duro". Hasta que le ofrecieron lo de Iguala.

Ese caso, en el que estuvo un año, le sigue quebrando la voz.

-¿Qué lograron en esa investigación?

-Se logró esto (muestra un informe de dos tomos). Dejamos líneas de investigación.

-Uno pensaría que el éxito estaba en saber qué pasó con los chicos, encontrarlos.

-O sea, ésa es una frustración que no voy a negar.

-Hay una foto tuya frente a un padre que llora. ¿Qué se le dice cuando no tienes nada que decirle de lo que él espera?

-Una cosa aprendí con ese caso: los fiscales y abogados tenemos como esta obsesión por determinar responsabilidades, quién fue, cómo fue; y fíjate que el familiar de un desaparecido agradece enormemente cada noticia que tú le entregues. Cuando nosotros llegamos, el Estado mexicano decía que ellos ya habían resuelto el caso, que los 43 habían sido secuestrados e incinerados en el basurero de Cocula. Esa es la verdad histórica, dijeron. Y con nuestra investigación destruimos la verdad histórica.

-Aún te emocionas cuando hablas de Iguala.

-Los papás te entregaban toda su confianza, aún sin conocerte. Y esos jóvenes desaparecidos… son niños de 18, 19 años (se le quiebra la voz); tú veías a tus hijos en ellos. Eso me pasaba. Cada vez que se ponían a hablar los papás, me iba a la mierda. La garganta se me apretaba. La última vez no me aguanté y les dije: les pido perdón (se quiebra de nuevo) por no encontrar a sus hijos, por no decirles qué pasó.

México lo emociona, sí. Pero Uganda es el lugar que le ha provocado pesadillas.

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-Me decías que en una de las reuniones chicas en Uganda escuchaste la historia que más te ha impactado.

-Sí. Un muchacho de 25 años, que había sido secuestrado a los 10. Estuvo dos años como niño soldado de la guerrilla, hasta que se escapa. Para que los niños no huyeran, esta guerrilla hacía que los muchachos secuestrados, cuando habían ataques a sus villas, fueran y mataran a su propia familia; para que después no pudieran volver. Pero este niño se encuentra con su papá, en las afueras de su villa. El papá lo mira y le dice que se corte los dreadlocks: esta guerrilla usa dreadlocks, así los reconocían. Entonces los dos se meten en una choza abandonada y el muchacho cuenta que ninguno de los dos durmió por temor al otro: el hijo porque pensaba que el padre lo iba a entregar al ejército; y el padre porque pensaba que el hijo lo podía matar. Ahí el cabro se quebró. La perversión de esta guerrilla es que rompen todo, en lo físico, en lo emocional.

-El daño absoluto.

-Una perversión absoluta. A las niñas las secuestraban muy jóvenes, de 8 años. Como sabían que había mucho sida y ellos no querían contagiarse, tomaban a las niñas vírgenes, esperaban que se desarrollaran y se las repartían como esposas. Si las niñas se resistían, las violaban. A otras mujeres se las llevaban como sirvientas. A otras las dejaban en sus villas, pero les cortaban los labios. Algo totalmente innecesario. Aquí no hay lógica, es pura maldad.

-Frente a esa barbarie, ¿te quiebras?

-Es duro, sí. A mí lo de México me marcó muchísimo a nivel afectivo, en lo profesional también. Pero con Uganda es la primera vez que tengo pesadillas. Fue en La Haya, el año pasado, cuando estuve dos días escuchando testimonios de los niños.

Dice Cox que en las noches de esos respectivos días se le repitió el mismo sueño. Los niños habían contado cómo sabían que venía un ataque de la guerrilla: eran ruidosos, silbaban, golpeaban unos tarros. Todos salían arrancando. Las madres con los hijos que alcanzaban a tomar en brazos; los otros a veces se quedaban. La guerrilla les robaba todo -que nunca era más que una cabra, unos kilos de maíz- y luego prendían fuego. Entonces Cox soñaba esto: "Era uno de los que arrancaba. Veía mis pies descalzos corriendo, sentía el griterío, las balas, el fuego".

-¿Qué es lo que te interesa de este caso?

-Tratar de entender cómo pasa algo así, como un niño es objeto de secuestro para ponerle un rifle, cómo alguien ordena matar a su papá a golpes con un leño, cómo es la mente humana. Encuentras gente sorprendente. Entre nuestros clientes hay gente aún con balas dentro del cuerpo, que no se han podido sacar, a veces porque es peligroso, otras veces porque ni siquiera han ido al doctor. Ves eso y dices: yo no tengo problemas, sino problemitas. Me encuentro el tipo más afortunado; sé que hay gente más inteligente, más trabajadora que yo, y sin embargo yo estoy ahí.

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Cox en febrero pasado, en reunión con las víctimas de la guerrilla en el norte de Uganda.[/caption]

-¿Por qué buscar un caso de derechos humanos tan lejos, cuando podrías tomar alguno en Chile?

-Sí he tomado casos de derechos humanos aquí. Por mi trabajo en las clínicas de derechos humanos en la Diego Portales, por ejemplo. O cuando representé, junto al Ministerio del Interior y a Luciano Hutinel, a la familia de Jaime Aldoney por su desaparición y logramos la primera condena de marinos. Lo que sí es cierto es que no he llevado muchos casos de la dictadura, porque para eso hay mejores abogados que yo.

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Desde hace una semana, Francisco Cox está en La Haya. Serán 20 días en que presentarán pruebas contra Dominic Ongwel, incluyendo testimonios de algunos de sus clientes. Luego, en los próximos meses, vendrá la defensa. El comandante ugandés arriesga hasta 30 años de cárcel. Las víctimas esperan reparación económica.

Uno de los primeros en declarar en estos días fue el muchacho que en Uganda contó cuando escapó de la guerrilla y se encontró con su padre, en medio de esa terrible desconfianza. Su testimonio en La Haya fue igual de conmovedor. Cox lo reproduce a través de un Whatsapp: "Contó cómo los otros niños lo perseguían y le gritaban rebelde. Cómo le rayaban sus cuadernos con la sigla de la guerrilla. Cómo el rector de la escuela pidió que no se juntaran con él porque era peligroso. Contó todo esto llorando en la corte. Después lo fuimos a ver y le preguntamos cómo se sentía. Limpiándose las lágrimas, con una sonrisa, respondió: 'Libre de contar mi historia y que me escuchen'".

La elite o incomodar el equilibrio

-Ser parte de la elite parece incomodarte. "Es mi karma", dices.

-Sería absurdo decir que no soy de la elite. En el colegio, el San Ignacio El Bosque, me agarraban para el leseo, me decían: Francisco Cox Vial Balmaceda Edwards, porque ésos son mis apellidos. Seguro tengo muchas cosas de cuico, pero soy un poco distinto. Eso es interesante. Upset the balance, dicen los Red Hot Chili Peppers. Incomodar el equilibrio. Que viene de una cita de Flaubert: perturbar la moral imperante.

-En eso tuviste un precursor. Tu padre, Maximiliano Cox, abrió los fuegos. Se separó de la tribu.

-Sin duda. Mi viejo entregó los campos de su familia en la Reforma Agraria. Trabajaba para la CORA.

-¿A ti te gusta provocar?

-Mucho.

-Por eso te paseas en Cachagua exhibiendo tus tatuajes.

-Sí, y con gorro mexicano. Es que el cuiquerío es muy fome, todos iguales, con dockers, mismos colores. La gente debe cuestionarse. Para que todo sea más llevadero, lo primero es que uno no tenga convicciones tan profundas y claras y que sospeche más de sí mismo.

-¿Por qué tienes un sillón reservado en el Blue Jar? Ese sí que es lugar de poderosos.

-Tenía; ahora se cayó la placa (risas). Soy íntimo amigo de los dueños y lo hicimos para molestar a otros abogados. Tenía un sillón reservado y tengo un mezcal en la barra: lo saco y me sirvo.

-Al estilo de tu padre, contracorriente.

-Sí. Mi viejo murió hace un año y medio, se cayó en una montaña. Me llama un día mi vieja y me dice que el papá no aparece. Partimos con mi hermano a buscarlo a Chillán para la cordillera. Ahí tenía un campo que le encantaba. Entonces partió caminando y se desbarrancó. Encontramos el cuerpo seis horas después. En el funeral me paré en el púlpito, le di las gracias por lo que aprendí de él, le dije "tú te moriste en la tuya; yo te despido en la mía". Saqué una botella de sotol, un mezcal de Chiguagua, y brindé por él.