"Creo que cuando la Iglesia habla de sexo no tiene razón. Cuando otros hablan para decir lo contrario de lo que ha dicho la Iglesia, creo que tampoco tienen razón", decía Natalia Ginzburg algunos años después de la revolución sexual. Hoy pienso algo similar.
Hay cosas, como el sexo, de las cuales no todo cabe en un discurso. Ya sea éste moralista, científico o libertario, queda la sensación de simulacro, de que se habla de algo que no es del todo el acontecimiento sexual. Los debates reducen toda su potencia y misterio a una discusión sobre la gestión del cuerpo: quiénes, por dónde y cuánto pueden gozar. Pero el acontecimiento sexual implica más que el roce del cuerpo. Trae consecuencias, interpela, hace feliz o infeliz, por eso se le teme, como se teme a los dragones; ajustarlo a la conveniencia de la discusión es, en cambio, hablar de sexo como si se hablara de gallinas, escribió Ginzburg. El cacareo sobre los usos de la carne, dirime cuántos orgasmos hay que tener como huevos el ave.
Si la educación sexual es una materia sensible, es porque la pregunta por la reproducción y el placer implica cuestionar el sexo en tanto modo de producción de relaciones sociales. Por eso la moral conservadora es siempre hipócrita, porque se apoya en argumentos totalitarios –divinos o biológicos– para sostener un orden de las cosas. Para ello, indica goces autorizados y otros sancionados, aun cuando nada de eso se cumpla en la realidad. Poco importa la contradicción, porque se trata de una maniobra de poder antes que de un saber sexual.
Los desacatos se enfrentan con ansiedad, por eso la insistencia en el imaginario reaccionario de la fantasía de las malas mujeres (pérfidas, seductoras, aborteras) y la tensión que cada tanto les despierta el erotismo anal. Estos días fue la supuesta homosexualización que promovería un libro escolar sobre arte. Específicamente, como apuntó la filántropa Lucy Ana Avilés, el estrés lo generó la imagen de la flor en el trasero de El jardín de las delicias, de el Bosco.
Conservadores y libertarios se enfrentaron en la arena pública, expertos salieron a explicar si el arte es tal o cual cosa, que la sexualidad es así o asá: El jardín de las delicias pasó a ser el de las gallinas.
Discusiones sobre moral y datos. Pero el dato no es conocimiento y éste, a su vez, no es una sabiduría si prescinde de la experiencia. En contra del argumento progresista por inercia, me atrevo a decir que el arte, como la liberación sexual, no siempre tienen el efecto que se proponen. Cuando ambos se vuelven literales, forzosos, domestican antes que liberan. Como lo que ocurre, o mejor dicho deja de ocurrir, frente a las grandes obras, cuando el ritual del turismo de museo mata a la experiencia.
Tras la liberación sexual, no sólo Ginzburg expresaba su desencanto, también Pasolini advertía el conformismo que traía cierto abordaje del sexo. Ambos intuyen la trivialización de éste cuando se lo inyecta en el circuito de consumo. Sexo de farmacia es el que trata el erotismo como una aspirina (no por nada hay estudios que dicen que hoy se tiene menos sexo que antes).
Como lo que ocurrió con el polémico manual de sexualidad adolescente de la Municipalidad de Santiago en 2016. Se recomendaba el uso del semen como vitamina para el rostro, si total era un secreto de belleza de Cleopatra, y además a los jóvenes, considerados clientes, había que darles esa información. Olvidando una cuestión fundamental: el sexo va cruzado de relaciones de poder y no todos somos Cleopatra. Por lo tanto, imitar la coreografía del porno, sin entender que se trata de un género de ficción y se toma en serio, se parece demasiado a la violencia. Sin ese dato, la liberación coincide con la moral conservadora: esclavizan en la literalidad. Sin metáfora y fantasía el cuerpo sexuado es carne cruda librada a los impulsos.
Hay cosas, como el sexo, de las cuales no todo se traduce en palabras. Por eso existe el arte. Si la educación es reducida a la mera instrucción técnica, no es extraño que frente a las delicias que ofrece la sublimación, no veamos más que una flor en el culo.
Que los niños piensen como las gallinas, sí que es un flagelo.
Sicoanalista y escritora.