Arnold Schwarzenegger nos deja plantados en la zona verde, pero a los veinte minutos estamos en un punto de prensa con el Príncipe Alberto de Mónaco. Mientras tanto, la jovencísima Greta ya ha llegado por mar a Lisboa en su camino a marchar por la capital de España y apersonarse aquí mismo. Pasa el expresidente de Bolivia Carlos Mesa, y se saluda con la ministra de Medio Ambiente de Chile, Carolina Schmidt, quien es, además, la presidenta del evento. El pabellón de la India es un hermoso homenaje a los 150 años de Mahatma Ghandi. No muy lejos, en el de Chile, la física y climatóloga Maisa Rojas habla sobre la evidencia del calentamiento global en nuestro país. En otro rincón de los 100 mil metros cuadrados que destina Ifema, el inmenso recinto ferial de Madrid, a la COP25, decenas de computadores están disponibles en forma gratuita para trabajar y grandes impresoras también dan solución sin costo a las miles de personas que transitan por aquí.
Es notable. En sólo cuatro semanas, Madrid logró organizar este acontecimiento que dura doce días, al que asisten representantes de 196 países, además de la Comunidad Europea, y que espera recibir a unas treinta mil personas. El mismo que Brasil dejó botado, que luego Chile recogió y que también terminó perdiendo. Y que España, generosamente, pero también con muy buen ojo, acogió y que los tiene sintiéndose tan eficientes como alemanes y japoneses. Dos ciudades sudamericanas no dieron la talla. Madrid, en cambio, que hace 40 años posee este centro ferial y de congresos, es capaz de solucionar el problema, anotarse el golazo y recibir una linda inyección de euros producto de los visitantes internacionales, kilos de prestigio, y sin inmutarse: habrá un poco más de tráfico en las calles y por un par de días el tema será prioridad para los medios de comunicación locales, pero seguramente muchos madrileños ni se enterarán de la COP25.
Podríamos decir que Chile se la farreó, que perdimos una chance histórica para mostrarles nuestro país a otras 200 naciones. Pero tal vez sería más justo decir que se hizo justicia: no nos merecíamos un evento de clase mundial. Por dos razones, una de forma y otra de fondo. La de forma. No tenemos en Santiago ni en ninguna otra ciudad un lugar que nos permita recibir a esta cantidad de personas. No hay un Ifema en Santiago. Y lo más cercano, aunque muy lejano en tamaño, es Espacio Riesco, lugar que no tiene acceso a Metro. Ifema no es sólo enorme, sino que está al lado de una estación de Metro y de un precioso parque. Un ejemplo de conectividad y de cómo pensar la ciudad. Hay hoteles de excelente nivel muy cerca y, sobre todo, hay 40 años de experiencia que han significado recibir a más de cien millones de personas.
La COP25 de Santiago, la que no fue, se iba a hacer en carpas arrendadas a una productora francesa. O sea, perdimos plata dos veces. Al arrendar (las carpas se alcanzaron a levantar) y al cancelar el evento. Vamos ahora al fondo. Ese país que algunos pensaban que éramos, ese jaguar que parecía vivir en un oasis, despertó hace unas semanas de una fantasía aspiracional que incluía creernos capaces de ser sede de la APEC, la COP25 y la final de la Copa Libertadores. Todo en menos de 40 días. Pamplinas. Tenemos demasiadas deudas estructurales, tanto sociales, urbanas, económicas y de trato, como para pensar en ostentar una supuesta capacidad de know how logístico y operacional. Las cacerolas, las marchas y las encuestas nos han dado una lección de prioridades. Y Madrid nos ha enseñado que las cosas se hacen cuando de verdad se pueden.