Christian Rutz, biólogo de la Universidad de St. Andrews, vive hace ocho años en una pequeña villa de Escocia. Su área de estudio preferida son las aves, pero hasta hace unas semanas nunca había visto cuervos en las inmediaciones de su casa. “En el período de cuarentena, durante una pequeña caminata, mi esposa y yo vimos un par. No había precedentes de algo así”, declaró a la radio KUNR. Matthias Loretto, biólogo del Instituto Max Planck de Conducta Animal en Alemania, se ha dedicado a comparar la manera en que esas mismas aves se alimentan a partir de los restos que dejan los lobos, versus el uso que hacen de los recursos de origen humano. Cuando comenzó el confinamiento provocado por la pandemia, el científico se preguntó cómo la ausencia de visitantes en los parques y la falta de comida que dejan en basureros y mesas de pícnic iba a impactar en los hábitos de los cuervos.
Casi al mismo tiempo, los investigadores empezaron a escuchar otras historias. Eran relatos que revelaban cambios en el comportamiento animal ligados de una u otra manera a la abrupta paralización de las actividades humanas. En Lopburi, Tailandia, el Covid-19 hizo que los turistas desaparecieran del complejo religioso de Phra Prang Sam Yot, por lo que hordas de macacos acostumbrados a recibir comida de los visitantes invadieron las calles y se enfrentaron a otros grupos en la ciudad. Una masiva pelea por un simple envase de yogurt detuvo el tráfico de una calle por diez minutos. También comenzaron a divisarse criaturas que se atrevían a explorar lugares poco comunes para ellos: en la atípica tranquilidad de la bahía italiana de Trieste aparecieron delfines, mientras manadas de chacales vagaban con descaro en los parques urbanos de Tel Aviv, en Israel. Además, en Santiago los habitantes de Ñuñoa se sorprendían por la presencia de un puma en sus calles vacías.
Estos encuentros llevaron a Rutz, Loretto y a otros científicos a publicar un artículo en la revista Nature Ecology & Evolution, donde plantean que las alteraciones ocasionadas por la pandemia en la rutina humana están generando un fenómeno al que bautizaron antropausa. “La gente empezó a referirse al período de confinamiento como la ‘gran pausa’, pero sentimos que un término más preciso podría ser útil. Proponemos ‘antropausa’ para referirnos específicamente a una reducción global considerable en las actividades humanas modernas, especialmente los viajes”, escriben. Al igual que el término antropoceno, usado para designar la actual era geológica marcada por el impacto del hombre en la Tierra, el nuevo concepto hace uso del prefijo griego “anthropo” (‘humano’).
Si bien los autores enfatizan que la prioridad debe ser enfrentar la tragedia social provocada por el Covid-19, también recalcan que esta es una oportunidad única para analizar, por primera vez a escala global, el impacto de la movilidad y la actividad humana en la vida salvaje. “Hasta ahora no podíamos testear a gran escala lo que ocurre si los humanos modifican repentinamente sus actividades. Debido a las cuarentenas, los humanos ya no pudieron ir a ciertas áreas y ahora podemos ver cuán rápido reaccionan los animales a ese escenario”, indica Loretto a Tendencias. Una labor que se facilita porque hoy muchos ejemplares portan dispositivos de rastreo que permiten el monitoreo de cualquier cambio en sus conductas y movimientos.
“A medida que las poblaciones van transformando los ambientes a ritmos sin precedentes, entender las relaciones entre el comportamiento humano y animal es de una importancia crítica. Es clave para preservar la biodiversidad mundial, mantener la integridad de los ecosistemas y predecir zoonosis globales y cambios ambientales”, advierten los autores en su reporte.
Carolina Sánchez, médico veterinaria de la Unidad de Rehabilitación de Fauna Silvestre (UFAS) de la Universidad Andrés Bello, señala que, tal como muchas personas han podido darse cuenta en sus propios patios y barrios, la pandemia “ha ido alterando crecientemente la composición del paisaje que nos rodea, en especial en el ámbito animal”. La experta agrega que este es un evento único para la investigación, ya que genera ambientes que “posiblemente no se repitan. Muchas veces se ha estudiado un ecosistema antes y después de la presencia de humanos, pero con los humanos ausentes, ¿es repoblado de la misma manera a como era originalmente?, ¿es el éxito de reproducción y vida el mismo?”.
La doctora indica que las personas siempre deberían ser consideradas como parte de un ecosistema y no como actores ajenos a la vida salvaje, ya que se afectan mutuamente “aunque no nos demos cuenta en nuestra vida diaria”. De hecho, comenta que en el último tiempo los expertos de UFAS –centro ubicado en una zona aledaña al Buin Zoo- han sido testigos de múltiples casos de animales silvestres que se acercan a zonas urbanas donde no son habituales, además de presenciar la llegada de especímenes que no se suelen ver en centros de rehabilitación: “En nuestro centro, cada semana siguen ingresando especies que comúnmente no se encuentran asociadas al humano, como el gato güiña, el gato colocolo, la gallina ciega, sapos de rulo, el jote de cabeza colorada e, incluso, tarántulas”.
Varias publicaciones científicas han descrito diversas investigaciones sobre antropausa. Algunos científicos están observando la manera en que peces, mamíferos y reptiles -como las iguanas que viven en Galápagos- están reaccionando ante la paralización del turismo. Otros emplean rastreadores con GPS para analizar su respuesta frente a carreteras y aeropuertos vacíos. “Ocultos a la vista, animales quizás también hayan empezado a deambular libremente en los océanos del mundo, luego de la reducción en el tráfico de navíos y la polución sonora”, señala el informe.
Uno de esos estudios fue destacado por la revista Science y pertenece a un grupo en el que participa Eduardo Silva-Rodríguez, veterinario y doctor en ecología interdisciplinaria de la Universidad Austral de Chile (UACh). La investigación se realiza en Concepción y en Valdivia: en esta última ciudad se instalaron cámaras automatizadas en dos campus de la UACh –Isla Teja y Miraflores-, algunos bosques urbanos y un condominio. Los dispositivos activados en abril revelaron la sorpresiva presencia del gato salvaje conocido como güiña, y del huillín, una nutria en peligro de extinción. “A pesar de que se conoce muy poco sobre carnívoros en zonas urbanas de Chile, nosotros ni sabíamos que había algunos zorros chilla en el sector norte de la Isla Teja. Fue sorpresivo detectar güiña y también zorro culpeo, particularmente en la Isla Teja y a muy corta distancia de las casas”, señala Silva-Rodríguez.
Aunque el experto precisa que hay que ser cautelosos frente a las causas de estos avistamientos, ya que es la primera vez que instalan cámaras en la zona y quizás los animales siempre estuvieron ahí sin ser registrados, sí existe un factor ligado a la antropausa que podría haber incidido en este fenómeno. “Los perros usualmente son muy abundantes en lugares como Isla Teja. Sin embargo, durante este período ha sido notoria su disminución, probablemente porque producto del cierre hay una reducción importante en el número de personas que visitan el campus”, señala.
Esto limitó el ingreso de perros con dueño, mientras que los canes callejeros se habrían desplazado a otros lugares en busca de comida: “En este contexto es llamativo estar detectando zorros chillas, güiña y zorro culpeo en el campus, en algunos casos incluso durante el día. Evidentemente, tanto la reducción en el número de perros y de personas podría influir. De hecho es llamativo que tengamos más registros de zorros chilla que de perros”, dice el investigador.
El impacto de la civilización
A nivel internacional, varios expertos coinciden en que el potencial de este tipo de estudios se puede apreciar en los cambios que se han detectado en el que podría considerarse el escenario pionero en la observación de la antropausa. Uno en el que la presencia humana es inexistente desde hace más de 30 años: la zona de exclusión que rodea a la planta nuclear de Chernobyl, clausurada tras el accidente de 1986.
Jim Smith, profesor de la Escuela de Ciencias Medioambientales de la Universidad de Portsmouth, en Inglaterra, ha analizado esa área desde 1990. Mediante drones y otros dispositivos, él y otros expertos han revelado que el número de lobos en el área es siete veces mayor que en reservas naturales de un tamaño similar. Además, unas 400 especies de animales, como osos, bisontes, linces y jabalíes, prosperan en números que incluso superan a los que existían antes del accidente. El investigador señala a Tendencias que esa explosión poblacional tiene una explicación clara: la ausencia de personas, cuyos efectos en el medioambiente parecieran ser incluso más perniciosos que los de un accidente nuclear. Por ese motivo, Smith cree que la zona se ha vuelto un “laboratorio natural único y notable que nos ayuda a entender los conflictos y la coexistencia entre los humanos y la vida salvaje”.
Precisamente, los autores del reporte publicado en Nature Ecology & Evolution señalan que uno de los enigmas que estos estudios podrían ayudar a resolver es si los jabalíes salvajes, ciervos y otras especies que deambulan por las calles y abandonados centros turísticos de Francia, Escocia, Japón y otros países, les temen a la infraestructura urbana que invade sus hábitats o en realidad se atemorizan frente a los propios humanos. Para José Luis Brito, director del Museo de Historia Natural e Histórico de San Antonio, la segunda opción parece ser la más plausible.
“No le temen a las viviendas humanas; lo vimos en Chernobyl, en poblados abandonados. Le temen a nuestro fuerte olor, el ruido emitido por las voces quizás, los motores de nuestras máquinas infernales, a nuestros perros, los autos, cables eléctricos”, señala. El naturalista agrega que en la zona ha aumentado el avistamiento de zorros chillas y gatos güiñas en algunos patios caseros, además de aves como peucos y delfines grises que se aproximan a las bahías. Además, señala que esta inesperada cercanía ha tenido otra consecuencia más perniciosa: un aumento de “los cazadores furtivos con armas de fuego”.
Al respecto, la bióloga y ecóloga Bárbara Saavedra -directora en Chile de Wildlife Conservation Society, organismo a cargo del Parque Karukinka en Tierra del Fuego- comenta que la antropausa es precisamente una oportunidad para ampliar las observaciones en torno a las complejas dinámicas entre fauna salvaje y poblaciones humanas. “Es reconocido que hay enorme diversidad en estas relaciones, tanto entre especies, poblaciones dentro de una misma especie, e incluso individuos que son más avezados o menos temerosos dentro de una misma población”.
La investigadora señala que algunas criaturas son más sensibles a entornos construidos como ciudades y otros modificados, como zonas agrícolas o bosques talados: “Es así que vemos en nuestras ciudades aves como zorzales, tórtolas o tiuques, pero no vemos perdices, turcas o chucaos. Algunas tienen requerimientos de hábitat y alimentos más específicos, como alta cobertura de vegetación nativa o semillas nativas. Otras son más sensibles a ruidos, movimientos, contaminación. En condiciones como las de cuarentenas prolongadas en zonas urbanas, habrá algunas especies o individuos que tendrán la capacidad y oportunidad de responder”.
En Chile, los pumas recogidos en las calles de varias comunas de la capital por el SAG y el zoológico del Parque Metropolitano se han vuelto íconos de la presencia inusual de animales en la ciudad. Andrea Caiozzi, bióloga, experta en etología y coordinadora del zoológico, cuenta que durante la emergencia sanitaria ese organismo ha participado en el rescate de siete de esos felinos, tanto en el Gran Santiago como en zonas aledañas. Si bien algunos se han adentrado en zonas bastante más urbanas de lo habitual para la especie, otros han sido observados de manera más frecuente en zonas periféricas donde los pumas ya solían transitar.
“Mucha gente está en forma excepcional pasando mucho más tiempo en sus hogares, lo cual les ha permitido observar su entorno con más dedicación y tiempo. Eso les ha ayudado a ‘descubrir’ la presencia de especies que siempre han estado presentes en su entorno y sólo gracias a esta nueva forma vida esas personas les toman mayor atención que antes”, señala Caiozzi. Esa reacción, dice la bióloga, podría ser una oportunidad “para inspirar y sensibilizar a las personas para que adquieran actitudes y comportamientos más amigables con el cuidado de los animales y de la naturaleza”.
Pistas alrededor del globo
Una de las científicas que intenta perfilar la actual sinergia entre humanos y fauna es Nicola Koper, bióloga de la Universidad de Manitoba, en Canadá. Ella reunió a 16 expertos que están analizando los cambios de conducta en 85 especies de aves de Norteamérica. Su trabajo lo realizan a través de eBird, plataforma de observación en línea que recopila datos en tiempo real sobre distribución y abundancia de poblaciones de aves. Su fin es determinar si especies menos tolerantes al ruido se han vuelto más abundantes cerca de los aeropuertos, y si aves conocidas por volar a baja altura hoy son más comunes cerca de las carreteras, lo que implicaría menos colisiones con automóviles.
“Este tipo de estudios podría permitirnos averiguar cómo cambiar la forma en que vivimos, de tal manera que eso nos ayude a convivir de mejor manera con la vida salvaje que nos rodea”, indica Koper a Tendencias. Otro investigador que ya ha detectado modificaciones evidentes es Fraser Schilling, codirector del Centro de Ecología de Caminos de la Universidad de California, en Davis. Sus investigaciones se centran en las muertes de animales provocadas por colisiones con vehículos, un problema que según un reciente estudio aniquila cada año a 200 millones de aves y 30 millones de mamíferos sólo en Europa.
Usando datos estatales sobre remoción de animales muertos y estadísticas de choques, Schilling estableció que tras cuatro semanas de confinamiento en California los atropellos y colisiones cayeron un 21%. En Idaho, la reducción fue del 38% y en Maine alcanzó un 44%. “Las colisiones no son el peligro; los humanos que manejan lo son. Para la mayoría de las especies móviles en distintas áreas, la mortalidad vehicular está entre las dos o tres principales causas de muerte y potencial extinción”, señala Schilling a Tendencias. Al respecto, Loretto añade que este tipo de conocimiento podría ayudar, por ejemplo, a establecer una reducción de la actividad humana en ciertas áreas y durante épocas críticas como el período reproductivo de los animales.
Al otro lado del mundo, en Zambia, el biólogo Scott Creel, de la Universidad Estatal de Montana, realiza un estudio financiado por la National Science Foundation. Los fondos le han permitido duplicar la colocación de collares con GPS en carnívoros. “Se ha producido una dramática caída en las visitas a parques por parte de los turistas, pero también esperamos un aumento paralelo en la cacería ilegal. Nuestra hipótesis es que los cambios en los patrones de movimientos serán más evidentes en leones y hienas, y más débiles en los cheetahs y los perros salvajes africanos”, explica Creel a Tendencias.
De vuelta en América, científicos de la Universidad de California en Santa Cruz se adentraron en la Bahía de Monterrey durante abril y mayo –cuando el tráfico naviero era mínimo- y recogieron muestras de grasa de 45 ballenas jorobadas. En el laboratorio, los expertos analizarán los niveles de cortisol, la hormona del estrés. El próximo año, cuando la circulación de buques haya vuelto a la normalidad, repetirán el experimento para determinar cómo contribuye el ruido de las embarcaciones al estrés de los cetáceos.
Un objetivo similar tiene el Experimento Internacional Océano Quieto (IQOE), iniciativa que partió en 2015 y recoge datos sobre ruido submarino a partir de micrófonos. El objetivo es evaluar cómo el ruido de buques, granjas eólicas y otras instalaciones altera la comunicación y otros hábitos de la fauna marina. IQOE está entregando un avanzado software a los investigadores para que procesen los datos recogidos durante la actual paralización del tráfico oceánico y los comparen con un análisis global que se hará a fin de año. Edward Urban, director del proyecto, cuenta a Tendencias que “ya existen reportes sobre cambios conductuales de ballenas en zonas como el Parque Nacional Glacier Bay, en Alaska. Algo sorpresivo es que el sonido ha aumentado en áreas como Tampa Bay, debido al mayor uso de la navegación recreativa”.
En todas estas investigaciones, la colaboración internacional parece ser clave. Por eso, la International Bio-Logging Society implementó una iniciativa global que busca determinar cómo el menor desplazamiento de vehículos, buques y aviones afecta el comportamiento animal. Más de 300 investigadores ya poseen datos de rastreo de 180 especies de aves, mamíferos, reptiles, peces y tiburones, repartidos en casi 300 poblaciones de todos los continentes y océanos. Un nivel de actividad similar presentan los proyectos con participación ciudadana: el Museo de Historia Natural de Los Ángeles, en EE.UU., anunció que durante el confinamiento se ha descubierto casi una decena de nuevas especies de insectos, las que fueron recolectadas en trampas de jardín instaladas por personas que integran el proyecto BioSCAN.
El enigma, señalan tanto científicos como quienes trabajan en labores de conservación, es si animales y humanos volverán a su comportamiento anterior o si los cambios se mantendrán en el tiempo. Sobre la fauna salvaje, Nicola Koper cree que el “hecho de que algunas especies hayan cambiado su conducta de inmediato probablemente indique que volverán a modificar su comportamiento cuando las cosas retornen a la normalidad”. En cuanto a las personas, Rodrigo Munita -director ejecutivo de Conaf- dice tener la esperanza de que la especie humana no sea la misma tras la pandemia.
“Particularmente, en nuestra relación depredadora e irresponsable con nuestro entorno y, principalmente, sobre nuestros recursos naturales. De ello depende en realidad si las rutinas de nuestras especies de fauna nativa vuelven a una condición original u otras que las favorezcan. Para que ello ocurra, resulta fundamental nuestra intención decidida de aprender, revertir y restaurar los efectos negativos que hemos estado generando sobre nuestras especies nativas, ecosistemas y el paisaje del que somos parte”, indica.