La ciencia y la democracia son las joyas de la corona de la civilización occidental. En ambas nos encontramos con un curioso fenómeno que, de algún modo, parece contravenir su sentido más profundo: tanto en la ciencia como en la democracia existen circunstancias en que esconder una verdad resulta imprescindible. En donde el no saber algo es la única forma de preservar el valor de lo que hacemos. En la democracia, por ejemplo, el secreto de sufragio. El valor de este secreto no siempre se tiene en cuenta. No solo es importante evitar cuestiones tan escandalosas y evidentes como la compra de votos o las presiones directas sobre los electores. También es importante evitar perturbaciones mucho más sutiles, pero igualmente perjudiciales a la hora de medir objetivamente las opiniones ciudadanas. En momentos de polarización más aguda, como la que vivimos hoy, la generación de estas perturbaciones es cotidiana. Es por lo que las redes sociales, “la calle” o, incluso las encuestas son predictores tan imperfectos de la voluntad popular. Lo que ocurre es que, en esos contextos, la mirada de otros puede exacerbar nuestra tendencia, consciente o inconsciente, de mentir. Tanto a los demás como a nosotros mismos.
En ciencias de la salud un fenómeno muy similar ocurre, ya no al medir el bienestar social, sino aquel de nuestros propios cuerpos. Para evaluar los beneficios de un nuevo medicamento, las pruebas clínicas requieren un grupo de control, al que no se le administra el fármaco, de modo de comparar su evolución con aquellos que sí la recibieron. Pero el grupo de control no puede no recibir nada, ya que uno de los efectos más inmediatos de cualquier tratamiento es lo que se conoce como el “efecto placebo”. Este es el alivio que un paciente puede percibir solo por el hecho de recibir el tratamiento. Aunque el “efecto placebo” probablemente no pueda curar una enfermedad (incluso esto es fuente de debates), lo que es seguro es que es muy eficiente para aliviar síntomas como dolor, náuseas o molestias estomacales. Piense en cómo su madre podía calmar sus dolores infantiles con una sopa de pollo o unas breves palabras. Por esta razón, el grupo de control recibe un medicamento inerte, una pastilla de azúcar, por ejemplo, que a la vista es idéntica. El punto más importante es aquí el secreto. Los pacientes no pueden saber si recibieron el fármaco o el placebo. No solo eso. Los mecanismos psicológicos en juego son tan poderosos, que las pruebas deben ser “doble ciegas”, esto es, el personal que administra los comprimidos no debe saber qué le está entregando al paciente. Esto, ya que su actitud o lenguaje corporal podría delatarlo. El efecto placebo es uno de los obstáculos más grandes que debe superar la industria farmacéutica. Especialmente cuando se trata de innovar en cuestiones en donde el efecto placebo es particularmente efectivo, como el dolor. En esos casos son necesarios grupos mucho más numerosos de pacientes, de modo de tener estadísticas capaces de discriminar pequeñas diferencias. Quizás por lo que en el ámbito de los analgésicos para dolores menores llevamos 70 años consumiendo el viejo Paracetamol. Pero lo que es una maldición para la industria farmacéutica es el fundamento en el que se basan las medicinas alternativas. Allí el efecto placebo se exacerba utilizando rituales de todo tipo que aumenten la confianza del tratamiento en el paciente.
También existe el efecto contrario, conocido como “nocebo”, en donde la creencia de que una sustancia puede provocar algún efecto pernicioso, efectivamente lo produce. Un ejemplo muy nítido es lo que ocurre con las pruebas clínicas de las vacunas para el Covid-19. Allí también existe un grupo de control que recibe una inyección inocua en contra del virus. A veces se trata de una inocua solución salina (como es el caso de las pruebas recientes de Johnson & Johnson). En otras, una vacuna contra otro virus que produce efectos secundarios similares, de modo que los individuos experimenten algún disconfort y no sospechen que son parte del grupo de control. Por supuesto no se espera que, como en el caso de los analgésicos, el placebo pueda evitar una infección por SARS-CoV-2. Sí podría ocurrir que el comportamiento de los individuos vacunados cambie, y el placebo asegura que estadísticamente ambos grupos se comporten de manera similar. Más importante aún, sin embargo, es el estudio de los efectos secundarios que pueda tener la vacuna. Allí es donde se debe distinguir la realidad del efecto nocebo. Muchos pacientes se sienten mal solo por el hecho de recibir la vacuna. Por ejemplo, un síntoma común que reportan los individuos del estudio de J&J es dolor de cabeza (cerca del 40% en uno de los estudios). Sin embargo, el 15% de los que fueron inyectados con la solución salina también reportan dolor de cabeza. Algunos, sin duda, tienen dolor de cabeza porque lo habrían de tener en cualquier caso. Pero sin duda que buena parte lo tuvieron por el impacto psicológico que el acto de ser inyectados provoca, además de las expectativas que ellos mismo se llevaron. Tanto el nocebo como el placebo son respuestas de corto plazo. Por ejemplo, el placebo resulta ser un buen tratamiento para la depresión. Pero por poco tiempo. El impacto psicológico del tratamiento parece tener corta vida, de modo que los ingredientes activos toman las riendas rápidamente. El placebo y el nocebo son solo reacciones. No por eso menos interesantes y misteriosas.
Cuando el organismo es la sociedad, la complejidad de cualquier análisis se multiplica. Análogos del placebo y del nocebo hay muchos. El psicoanalista inglés Donal Winnicott decía en 1950 que la esencia de la maquinaria democrática era el voto secreto, porque aseguraba a las personas “expresar sentimientos profundos, más allá de sus pensamientos conscientes”. Agregaba: “Si hay una duda respecto del secreto de la votación, el individuo, no importa lo sano que sea, podrá solo expresar en el voto sus reacciones”. Esas reacciones inflamadas que vemos en Twitter. Que hacen saltar indignados a los miembros más reactivos de la sociedad, pero que invisibilizan a los más introvertidos, a los tímidos, a los que eran menos populares en el curso. Aquellos que más tienen que decir, y que solo la democracia dejó hablar.