Entonces, se le cruzó esa pregunta.

Mariko Sano (33) había regresado recién de Japón a Santiago. Había ido por un par de meses a su natal Osaka a buscar ayuda médica y a tranquilizar el espíritu. Lo necesitaba: la capital chilena, a la que había llegado en 2015 con su marido, René Jáuregui, no la había tratado tan bien. Se estresó porque no entendía el idioma, se sentía incomunicada y, para colmo de males, los plátanos orientales que abundan en la ciudad le provocaron una alergia feroz que la botó a la cama. Tuvo que partir un rato a Osaka, reconoce, porque había colapsado.

Pero Mariko Sano, recuperada, había vuelto a Santiago. Con energía y ánimo renovado. Fue entonces, mirando optimista el futuro, cuando se le cruzó esa pregunta: ¿Y si doy clases de cocina japonesa?

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Mariko Sano nació, creció y estudió en Osaka. Fue a la universidad local, donde egresó de Derecho y pronto entró a una oficina de abogados dedicada a las patentes. Dice que llevaba una vida tranquila y que en sus ratos libres -los fines de semana o después del trabajo- tomaba clases de cocina. El tema le encantaba y había heredado las recetas tradicionales de su abuela y de su madre. Mientras veía que a su alrededor todos se rendían al fast food importado desde la otra orilla del mundo, ella quería retomar los sabores originales, los ingredientes puros, la alimentación sana.

En 2013 partió a Londres. Allá postuló al banco japonés Nomura, para ser coordinadora entre inversionistas internacionales y compañías niponas. Mientras en la institución revisaban su historia profesional -proceso que para los japoneses es exhaustivo y tarda al menos un mes-, Mariko Sano buscó de nuevo a la cocina. En la capital inglesa trabajó en un restaurante japonés organizando eventos –desde venta de ramen a ferias de animé- y luego fue ayudante de una japonesa que daba clases de comida tradicional. También aprovechó de mirar los platos de otras culturas: aprendió de comida india, árabe, italiana. Cuando del banco le dieron el sí, puso en pausa todo este mundo gastronómico.

No lo sabía, pero Londres le cambiaría la vida. Allá conoció al chileno René Jáuregui, quien estudiaba inglés. "Nos pusimos a pololear", cuenta Mariko, quien hoy ya habla castellano y hasta con giros chilenos. En 2015 a ella se le terminó el contrato en el banco y la pareja decidió venirse a Chile. "Así que antes pasé por Japón; tenía que explicar a mi papá y mi mamá que quería vivir en Chile", dice. Ese mismo año se instalaron en Santiago y luego, mientras el esposo debía viajar con frecuencia por trabajo a las mineras del norte, vino todo eso que ella prefiere recordar en cámara rápida, sin detenerse: la incomunicación, el miedo de salir a la calle, la alergia por los plátanos orientales, el clima que le secaba la piel, el viaje de sanación a Osaka, el regreso a la capital chilena y esa pregunta que le daría un nuevo aire.

"Pensé en dar clases de cocina japonesa. Para eso no necesitaba mucho dinero; sólo debía buscar un lugar, pensar en el menú, en las recetas y en cómo conseguir alumnos. Estuve tres meses preparándome, fui a ver showrooms, envié muchos correos pero no tuve respuesta", recuerda. Su primera clase la hizo en su departamento, con dos alumnos. Fue sobre bento, la popular cajita japonesa de almuerzo (lunch box, la llaman también), que se compra en cualquier rincón de Japón y permite comer arriba de un tren o en la oficina. No sólo son sabrosas, sino también bellas: los alimentos -arroz, verduras, pickles, carnes- van ordenados en armónica composición de colores y formas.

Repitió esa clase en su casa sólo tres veces más. Porque en octubre del año pasado le resultó lo que quería: un espacio en Vitacura y otro en Providencia le abrieron lugar para dar clases más concurridas. "Tuve que comprar cuchillos, tablas, platos, todo. A la primera de esas clases asistieron 10 personas", cuenta. Allí, Mariko Sano enseñó a cocinar gyozas -esas pequeñas empanaditas rellenas; fritas en su base y luego cocidas- y ramen, el caldo con verduras, huevo, algas y cerdo que hoy está de moda en todo el mundo.

Empezó a dar clases una vez por mes. Luego fueron dos mensuales y de a poco fueron aumentando. Hay meses, como agosto pasado, en que tiene hasta ocho clases. Dice ella que el boca a boca funciona -no ha hecho publicidad formal- y también las redes sociales como Instagram (@lacocinademariko). Calcula que en el año que lleva en esto, por sus cursos han pasado más de 200 alumnos. Y la cifra sigue creciendo.

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A las clases de gyozas, ramen y bento, Mariko Sano sumó otras de takoyaki -las celebradas bolitas de masa rellenas de pulpo- y okonomiyaki. "Este último es difícil de explicar, pero digamos que es una especie de tortilla, de panqueque. Su origen, así como el de takoyaki, es Osaka, así que los conozco bien y uso la receta de mi familia", dice.

-¿Quiénes son los chilenos que van a tus clases?, ¿ya conocen Japón o es sólo curiosidad?

-Mitad y mitad. Unos fueron a Japón, probaron la comida y les gustó. Otros vienen por curiosidad, aunque saben de cultura japonesa. A muchos les interesa el animé por ejemplo, y en las animaciones japonesas comen onigiri (bolitas de arroz), lunch box o ramen. Me dicen: "Quiero conocer lo que comen los dibujos animados".

-Sé que hay otros japoneses dando clases en Santiago. Está de moda.

-Sí, conozco uno que da clases en el Instituto Cultural Chileno-Japonés (se refiere al chef Shigenobu Mukae, dueño del recordado Mikado). En mis clases, la idea es hacerlas entretenidas. Los profesores japoneses son muy estrictos, muy serios. Yo tomé clases de cocina en Japón y era así. No podíamos conversar, no podíamos tomar nada. En mis clases, sí. Porque los chilenos son más simpáticos, más amistosos. Mi idea es dar consejos prácticos para que puedan después cocinar en sus casas, aprovechando la experiencia y el conocimiento de una japonesa como yo.

-En tus clases, ¿qué es lo que más nos cuesta a los chilenos?

-(Risas) En mi clase de lunch box, cortamos rabanitos y hacemos un diseño de estrella sobre ellos. Eso es más difícil para los chilenos, es un detalle muy pequeño.

-La cocina japonesa está llena de detalles difíciles como ésos.

-Exacto. En las clases de gyozas también hay detalles, por ejemplo cómo doblar los bordes. Los alumnos al principio lo hacen como si fueran empanadas chilenas. Con práctica eso se mejora.

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Una clase de Mariko Sano dura tres horas y parte así: diez alumnos llegan y se ponen un delantal, donde hay un sticker con su nombre. Arriba está en castellano, abajo en japonés. Luego hay que lavarse las manos. La cocina está ordenada con detalle y gracia nipona: diez platos, diez pares de palillos, ollas relucientes, frascos con harina, pocillos con jengibre, recipientes con soya, un puñado de dientes de dragón, una botella de salsa de ostras, una bandeja con huevos duros partidos por la mitad. Todo está dispuesto en un largo mesón, alrededor del cual se instalan los alumnos. Algunos toman fotografías, otros llevan libretas de apuntes. Hay cierto nerviosismo. Al centro, sonriente pero concentrada, está la maestra.

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(Crédito: Patricio De la Paz)[/caption]

Primero, las gyozas. El relleno es de cerdo molido, al cual hay que agregar ajo y jengibre rallados, cebollín y repollo picados. Un alumno mezcla todo en un bowl. Mariko Sano reparte pequeñas masas y les pide a los asistentes que armen las gyozas. Con un poco de relleno al centro. Enseña cómo doblar los bordes, con una gracia y delicadeza que ningún alumno será capaz de igualar. Luego, las gyozas se van al sartén.

Después, el ramen. Como la receta tradicional pide que este plato se empiece a preparar al menos con 24 horas de anticipación, Mariko San trae varias cosas ya listas: los huevos duros -que ha dejado marinar por un día en soya- , las finas rebanadas de cerdo asado, el caldo concentrado de pollo y verduras. Los alumnos se dedican a hacer a mano sus fideos, de cocerlos -"pongan bicarbonato, pues así quedan más al dente y con mejor color", pide la maestra- y finalmente armar su ramen.

Luego todo se lleva a la mesa para almorzar. Las servilletas tienen la bandera chilena. Sobre ellas, los palillos descansan en una grulla de origami, símbolo japonés de la buena fortuna y la paz.

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-La comida japonesa más popular en Chile es el sushi. ¿Qué piensas de eso?

-En cada esquina hay aquí un restaurante de sushi. Pero aquí se come el sushi de Estados Unidos, de California. Con palta, con queso crema. Al chileno le gusta así, le gusta más la comida grasosa. Y los sushi con mucha soya. Los japoneses ponemos sólo un poquito de soya en el sushi, para así poder disfrutar los ingredientes. Aquí le echan mucho, hasta el color del arroz cambia. Me sorprendí mucho.

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(Crédito: Reinaldo Ubilla).[/caption]

-¿Por qué no has armado una clase de sushi para poner las cosas en su lugar?

-Hay una razón. Antes de empezar mis cursos, vi muchas clases de sushi y vi que chilenos podían enseñar mejor a chilenos el sushi que aquí les gusta. El sushi de Japón les parecería difícil a ustedes; a veces la comida tradicional japonesa parece muy simple a los chilenos. Además yo conozco mucho mejor ramen, y no es raro: un japonés no come mucho sushi en Japón; como es más caro, se come para fiestas o situaciones especiales. Ramen, en cambio, es más común y barato, en cada esquina tienes uno.

-¿Dónde comes tú cuando quieres buena comida japonesa?

-En mi casa. En muchos restaurantes japoneses he visto que los chefs son chilenos o peruanos. Siempre cambian un poco las preparaciones; y eso lo entiendo. Por el gusto de los chilenos y porque en Chile no hay muchos japoneses. Pero a veces usan ingredientes químicos, no tan auténticos. Para comer japonés, prefiero cocinar yo.

-Nos tienes a los chilenos cocinando comida japonesa. En sentido inverso: ¿qué te ha entregado la cocina chilena a ti?

-Me encanta usar cilantro, y ya puedo hacer pebre. Quiero aprender pastel de choclo y el charquicán, que me gusta mucho. Mi suegra hace uno delicioso para mí.