Steven Pinker (65) tiene un currículo que impresiona. Este sicólogo cognitivo y lingüista de la Universidad de Harvard no sólo ha aparecido en cuatro ocasiones en el ranking “100 mayores pensadores del mundo”, elaborado por la revista Foreign Policy. Su libro más reciente también se convirtió en el favorito de Bill Gates, fundador de Microsoft: se trata de En defensa de la Ilustración, donde analiza parámetros del progreso humano como el conocimiento y la calidad de vida. Incluso, una charla en la que se refiere al lenguaje como una “ventana para la comprensión del cerebro” ha sido vista más de un millón de veces en YouTube.
Una carrera que, pese a su prestigio, no ha estado exenta de controversias. Por ejemplo, su defensa de los ideales de la Era de la Ilustración -que él suele resumir en valores como la razón y la ciencia– ha sido criticada por ignorar las atrocidades que ese movimiento habría propiciado. Ya en 2015, el filósofo inglés John Gray escribía en The Guardian: “Al leer a Pinker, nunca te darías cuenta que el ‘racismo científico’ nazi se basaba en teorías cuyo pedigrí intelectual se remonta a pensadores de la Ilustración, como el prominente sicólogo y eugenista Francis Galton”.
El intelectual está acostumbrado a estas réplicas y a varias más que han generado sus planteamientos. A principios de julio, enfrentó acusaciones que lo pusieron al centro de la más reciente escaramuza en la guerra desatada en el mundo académico por la “cultura de la cancelación”, práctica que también empieza a sumar voces que se oponen a los intentos por remover y silenciar a profesores e investigadores que postulan ideas que algunos sectores consideran incómodas. “Estamos ante la puja de dos corrientes comandadas por una derecha autoritaria, nacionalista y populista y una izquierda posmodernista, identitaria y políticamente correcta”, dijo Pinker en una entrevista a La Nación de Argentina. “Si sólo debatimos sobre ciertas ideas, nos garantizaremos la ignorancia”.
En una reciente entrevista con La Tercera, el ensayista David Rieff –hijo de Susan Sontag, escritora y figura del feminismo- planteaba que esta reacción surge ante la instalación de una nueva sensibilidad en las aulas que busca imponer un pensamiento único, ajeno a los matices y la disidencia. “En las facultades han decidido que sentirse ofendido por una idea es también ser amenazado. En ese sentido, cada propuesta que me ofende es una agresión”, señala. Hoy, asegura, cualquiera que manifieste una actitud insensible ante causas consideradas como progresistas no es “alguien que sólo está equivocado, sino un instrumento de la perpetuación” de ideales que para algunos hoy son totalmente impropios.
Lucha de ideas
Ya en 2019, el portal web del diccionario Merriam-Webster se encargó de explicar el concepto general de la “cancelación”. “Cancelar a alguien (usualmente, una celebridad u otra figura reconocida) significa dejar de respaldar a esa persona. El acto de cancelar podría implicar boicotear las películas de un actor o dejar de leer o promover las obras de un escritor (…) Usualmente se debe a que la persona ha expresado una opinión objetable o ha actuado de una forma que resulta inaceptable”, explicaba Merriam-Webster.
Tal como señaló hace unos días The New York Times, esta “era de ideas polarizadas” también se ha instalado poco a poco en las aulas, y ahora Pinker se convirtió en su rostro más reciente y mediático. Hace unos días, más de 500 académicos firmaron una carta que pedía que la Sociedad Lingüística de América revocara el estatus de “investigador distinguido” de Pinker y que lo removiera de su lista de expertos para medios. Los cargos se basaban en seis tuiteos que se remontan hasta 2014 y dos palabras usadas en un libro de 2011 sobre el continuo declive de la violencia. En uno de esos tuiteos, publicado un mes después de la muerte del afroamericano George Floyd, el académico compartió el enlace a un artículo estadístico que apareció en The New York Times: “Datos: la policía no dispara a los negros de manera desproporcionada. Problema: no la raza, sino que demasiados tiroteos policiales”, escribió.
La misiva acusó a Pinker de “acallar las voces de quienes están sufriendo violencia racista y sexista”, además de “tergiversar hechos” y de “moverse en las proximidades” del “racismo científico”. La Sociedad Lingüística declinó tomar medidas, argumentando que su misión “no es controlar las opiniones de sus miembros, ni la expresión de las mismas”. Pinker, quien antes de la carta ya había planteado que la insistencia de los sectores más liberales para que ciertos temas quedaran fuera de todo debate había abierto el camino para el surgimiento de la extrema derecha en EE.UU., calificó la situación como “orwelliana” y aseguró a The Telegraph que la sociedad está amenazada por un “régimen de intimidación” que restringe el teatro de las ideas.
El sicólogo también integró un grupo de 153 intelectuales que este mes publicaron una carta en Harper’s Magazine, donde califican el clima intelectual imperante como “restringido” e “intolerante”. El texto, firmado por nombres como el lingüista estadounidense Noam Chomsky y la escritora Margaret Atwood –autora de El cuento de la criada, libro símbolo de la lucha contra la opresión que viven las mujeres-, advierte que se ha vuelto “demasiado común escuchar llamados en pos de una retribución rápida y severa en respuesta a transgresiones percibidas en el discurso y el pensamiento”. Esta “sofocante atmósfera”, aseguran, “dañará en última instancia las causas más vitales de nuestra era”.
El texto generó una feroz réplica publicada en el medio The Objective, donde historiadores, periodistas y otros autores acusaron de hipocresía y elitismo a sus contrapartes, entre quienes también figura JK Rowling, autora de Harry Potter, que fue “cancelada” por poner en duda el estatus de las mujeres transgénero. “Los firmantes, muchos de ellos blancos, adinerados y dotados de plataformas masivas, argumentan que tienen miedo de ser silenciados (…), que temen por su trabajo y el libre intercambio de ideas, aun cuando hablan a través de una de las revistas más prestigiosas”, señala el texto.
A la par de ese contraataque, también comenzaron a surgir artículos en medios como The Atlantic, National Review y The Conversation que proponen otra manera de ver esta dinámica, una que se centra en las consecuencias que tendrían para las universidades y la sociedad los intentos de silenciar por completo posturas que resultan incómodas. Algunas de estas opiniones han surgido a la luz de la carta contra Pinker, y provienen de colegas como John McWhorter, profesor de lingüística de la Universidad de Columbia. En su cuenta de Twitter, el académico afroamericano escribió: “¿Una organización dedicada al análisis lingüístico debe castigar a un brillante investigador porque, tras el asesinato de George Floyd, su política no es lo suficientemente liberal? Gente, es hora de rechazar este evangelio”.
Charleen Adams es becaria posdoctoral de la Escuela de Salud Pública de Harvard y tiene una maestría en lingüística aplicada. En su sitio web personal comparó las demandas contra Pinker con el ritual de “una turba en busca de purificación”. La académica cuenta a Tendencias que los firmantes de la carta tienen un perfil que algunos analistas consideran como clave en el surgimiento de la “cancelación” universitaria: muchos eran estudiantes. “Pensé sobre una tendencia actual que ha asolado a las universidades, una cultura del soplonaje donde los estudiantes aprenden a vigilar los pensamientos de sus pares y a disparar contra aquellos con credenciales ya establecidas que piensan de manera diferente, para así obtener prestigio”, comenta Adams.
La investigadora agrega que denunciar y atacar a individuos calificados como “insuficientemente ortodoxos” puede hacer sentir que se está “en el lado correcto de la historia. Pero las formas efectivas de justicia social no demonizan a los individuos, sino que instituyen políticas que reducen el crimen, las enfermedades y el analfabetismo, lo que ayuda a salvar vidas. Los alumnos internalizan que están en una especie de guerra, en la cual perseguir a personas es meritorio”. Y como en cualquier conflicto bélico, agrega, los involucrados resultan deshumanizados: “Lo que hace que esta tendencia sea aún más insidiosa es que no es cualquier guerra, sino que una guerra santa. En el nombre de la justicia social, algunos estudiantes están liberando resentimiento, celos y, a veces, impulsos bastante sádicos”.
Jonathan Haidt –doctor en sicología social de la Universidad de Nueva York- y el abogado Greg Lukianoff –presidente de la Fundación para los Derechos Individuales en la Educación- abordan este fenómeno en su libro Malcriando a los jóvenes estadounidenses (2018). En el texto, plantean que el actual movimiento universitario intenta transformar las aulas en “espacios seguros”, donde los jóvenes viven protegidos de palabras e ideas que les incomodan. “Esto subraya la finalidad de proteger a los estudiantes de todo daño sicológico”, señala el texto, que alude a “estudiantes frágiles” que se autorresguardan porque no están preparados para enfrentar la adversidad.
“Lo que hace que esta tendencia sea aún más insidiosa es que no es cualquier guerra, sino que una guerra santa. En el nombre de la justicia social, algunos estudiantes están liberando resentimiento, celos y, a veces, impulsos bastante sádicos”.
Charleen Adams
Jacqueline Pfeffer, directora del Proyecto de Libre Expresión para los Campus en el Bipartisan Policy Center, publicó en el diario Richmond Times-Dispatch una columna que analiza esta dinámica. “Los estudiantes llegan a los campus sin mucha preparación para vivir y estudiar con quienes provienen de realidades distintas. Hoy, los alumnos crecen en lo que el Pew Research Center llama ‘comunidades que piensan igual’. No sorprende que su primer impulso sea ‘cancelar’ a cualquiera que no esté de acuerdo con ellos en cada tema”.
Frente a este panorama, la Sociedad Nacional de Eruditos de EE.UU. (NAS) creó un registro de académicos investigados, sancionados o despedidos por dichos u acciones de índole política, racial o social. En su sitio web también publicó hace poco un artículo titulado Ayúdennos a cancelar la cultura de la cancelación. “Todos hemos visto lo que ocurre: un profesor dice, publica o incluso tuitea una declaración supuestamente controversial”, dice el texto, y los “estudiantes crean peticiones para demandar que su maestro sea despedido”, colegas condenan “las opiniones de sus pares por perpetuar una miríada de ‘fobias’ que hoy son vistas como heréticas” y los administradores “ceden a las demandas de la multitud, castigando al ‘culpable’”.
De hecho, hace unos días las reyertas ideológicas entre académicos –que en cierta medida se han repetido en universidades chilenas y han generado cartas con críticas mutuas y ásperas peleas vía Twitter- llegaron a un punto insólito. Esto, luego de que Ellen Weatherford, conductora del podcast Just The Zoo, tuiteara “¿Cuál es el animal más sobrevalorado?”. Michael Eisen, editor del journal científico eLife, respondió con una broma sobre un gusano muy usado en estudios médicos: “Los C. Elegans. Se mueven hacia adelante. Se mueven hacia atrás. Y ocasionalmente se follan a sí mismos. Eso es todo”. Algunos investigadores denunciaron el uso del término “follar” y hasta el humor “impropio” para un académico. Otros dijeron que estaban evaluando el envío de sus estudios a eLife. Incluso, se dijo que la broma era equivalente a burlarse de las mujeres y la gente de color.
Impacto social
Los efectos de acallar ideas incómodas o intentar desterrarlas de la discusión pública han sido abordados por estudiosos como Hugh Breakey, investigador del Instituto de Ética de la Universidad Griffith, en Australia. El académico publicó una columna en The Conversation donde escribe que la deliberación pública es una fuente de legitimidad: “El hecho de que distintas visiones sean escuchadas ampliamente y consideradas de manera inclusiva provee una razón para que se acepten las decisiones colectivas”, escribe. “La democracia en sí asume que los ciudadanos pueden escuchar distintos argumentos, evidencias y perspectivas. Si partes significativas del espectro político ya no son toleradas, entonces las instituciones sociales pierden parte importante de su legitimidad”, agrega.
“Todos tienen límites en cuanto a lo que aceptan como una posición tolerable, las visiones que vale la pena interrogar y debatir y aquellas que están más allá de cualquier límite. Pero existen riesgos significativos cuando se llega al punto de silenciar las ideas y la expresión de gente que piensa diferente”, dice Breakey a Tendencias. Estudios hechos en ambientes universitarios muestran no sólo que quien “emitió la opinión puede ser tratado de manera injusta o recibir un castigo que no se condice con el crimen que supuestamente cometió”. Las personas que silencian pueden también privarse a sí mismas de la oportunidad de mejorar la solidez de sus propios argumentos, al interactuar y procesar los razonamientos de quienes piensan distinto.
Además, otros reportes muestran que enfurecerse constantemente debido a puntos de vista opuestos facilita su descarte y la reafirmación del llamado “pensamiento de grupo”, donde cualquier disensión es inaceptable. Breakey menciona que avergonzar a otras personas también puede generar lo que se llama un “boomerang persuasivo”: cuando las personas sienten que otros individuos intentan controlarlas, algunas se apegan aún más a esa idea, atrincherándose en su posición y resistiéndose a cualquier cambio. “Sólo porque una persona ve que su trabajo está amenazado, no significa que su posición se va a alterar. La creencia en sí no es cancelada. No ha sido rebatida a través de evidencias o argumentos. En lugar de ser expresada con orgullo, quizás ahora es susurrada calladamente, analizada en soledad o implementada en el anonimato del sufragio. En todos esos lugares, seguirá teniendo un efecto”, agrega Breakey.
Lejos de EE.UU., Francia también ha lidiado con estas polémicas. Durante el último año, las universidades galas han debido suspender al menos siete conferencias sobre temas tan distintos como la maternidad subrogada y el islamismo. Uno de los afectados fue el reconocido filósofo Alain Finkielkraut, quien fue invitado por alumnos del Instituto de Estudios Políticos de París a dar una charla sobre modernidad y progreso. Su presencia desató la ira de sectores liberales que amenazaron con manifestaciones y lo calificaron de “racista y misógino”. Incluso el ex presidente galo François Hollande no pudo dar un discurso en la Universidad de Lille, donde protestantes rompieron cientos de copias de sus libros.
“Sólo porque una persona ve que su trabajo está amenazado, no significa que su posición se va a alterar. La creencia en sí no es cancelada. No ha sido rebatida a través de evidencias o argumentos”.
Hugh Breakey
Intelectuales como Patrice Maniglier, profesor de filosofía de la Université Paris Nanterre, han validado estas tácticas. El académico señaló a Wall Street Journal que, si bien rechaza las amenazas de violencia, eso no significa que “la gente deba ser cortés cuando objeta ideas que considera dañinas”. En cambio, Nathalie Heinich, socióloga del Centro Nacional Francés de Investigación Científica, señala que un aspecto peculiar de toda esta oleada de “cancelaciones” es que la censura que se solía asociar al autoritarismo de derecha hoy por primera vez en esta generación proviene de los sectores más liberales.
“El riesgo que existe es el de cualquier totalitarismo. El totalitarismo, ya sea de izquierda o de derecha, es una amenaza permanente para las sociedades. Algunas veces parece dormido, a veces emerge y se propaga como un virus. En las sociedades totalitarias, grupos de personas pueden pensar que es legítimo imponer sus ideas por la fuerza o la violencia, es decir, contra los fundamentos de la democracia”, comenta Heinich a Tendencias. Para la socióloga, cualquiera sean los “contenidos del mensaje ‘cancelado’, el método de quienes pretenden cancelarlo es totalmente antidemocrático. Si no están de acuerdo, pueden decirlo y someter el asunto a discusión y si creen que el mensaje es ilegal, pueden demandar a sus autores”. Heinich agrega que cualquier otra vía se asemeja “a lo que fascistas, nazis y estalinistas intentaron imponer hace décadas. Los ‘canceladores’ parecen ignorar bastante la historia del siglo XX”.
Este ambiente también parece estar alterando la convivencia entre los propios estudiantes: por ejemplo, una encuesta publicada este año por la Universidad de Carolina del Norte estableció que muchos alumnos se preocupan por las consecuencias de “expresar visiones políticas sinceras, por lo que practican la autocensura”. Shaun Cammack, estudiante de posgrado de la Universidad de Chicago que publicó una fuerte crítica a la carta contra Pinker en el portal Spiked!, comenta a Tendencias que esa misiva es precisamente una “señal que les dice a los académicos menos conocidos y a los estudiantes que la diversidad ideológica no será tolerada. Es un mecanismo de control social”.
“El riesgo que existe es el de cualquier totalitarismo. El totalitarismo, ya sea de izquierda o de derecha, es una amenaza permanente para las sociedades. Algunas veces parece dormido, a veces emerge y se propaga como un virus”.
Nathalie Heinich
Cammack comenta que su casa de estudios se apega a una política que su ex rectora Hannah Holborn definió así: “La educación no debería pretender lograr que las personas se sientan cómodas; está pensada para lograr que piensen. Las universidades deberían proveer las condiciones para que el pensamiento intensivo, y por tanto los desacuerdos profundos, el juicio independiente y el cuestionamiento de las presunciones más tenaces pueda florecer”. Por ese motivo, esa universidad adoptó una declaración de “libertad de expresión” que ya ha sido incorporada por más de 70 casas de estudio de EE.UU. Parte de su texto dice que “no es propio del rol de la universidad blindar a los individuos ante ideas y opiniones que ellos consideren no bienvenidas, desagradables o, incluso, profundamente ofensivas”.