No hubo en Troya nadie más decisivo que Aquiles. Impetuoso, en apariencia invencible, su presencia en el campo de batalla era garantía de victoria. La remota vulnerabilidad de su talón pasó desapercibida para todos hasta que en ella clavó su flecha Paris. Desde esos tiempos de leyenda, la idea del poderoso devenido en tigre de papel, del gigante que se desploma por la gracia de una modesta piedra, puebla las novelas y los libros de historia. También los de ciencia.
Newton impuso un orden marcial en los cielos. Los planetas, esos astros errantes a los que los antiguos elevaron a la categoría de dioses bajo la premisa de que todo lo que se mueve tiene voluntad, fueron degradados a la esclavitud de seguir mansamente sus órbitas. El abrumador imperio de las leyes de Newton permitía predecir los eclipses con precisión asombrosa, así como la posición de los planetas en cualquier instante. Cuando fueron puestas en jaque por una anomalía en la órbita de Urano, acabó por reforzarse la convicción en ellas: Urbain Le Verrier, el gran astrónomo del siglo XIX, conjeturó la existencia de un nuevo planeta y calculó dónde debía estar para disciplinar al díscolo Urano. La noche del 23 de septiembre de 1846, tras media hora de observación, se encontró a Neptuno; ¡un planeta descubierto en una hoja de papel!
El orden de los cielos fue restaurado por Le Verrier. El majestuoso prestigio de Newton salió fortalecido, aunque no por mucho tiempo. Fue el propio francés quien identificó el talón del hasta entonces invicto Aquiles de la ciencia: no podía ser otro que el más pequeño y movedizo de los planetas del Sistema Solar. Mercurio, el diminuto saltarín, dios mensajero por su incesante trajín en el cielo, casi veinte veces más pequeño que la Tierra, fue la insignificante piedra que derribó al gigante.
La órbita de Mercurio es la más elíptica del Sistema Solar. Casi 88 días le lleva recorrer sus 360 millones de kilómetros y, tras ello, no regresa al punto de partida. A medida que da vueltas, la elipse que describe va rotando lentamente, como la aguja de un reloj cansado que da un giro cada 3 millones de años. Cuando Mercurio pasa delante del Sol, al no darle la envergadura para producir un eclipse, vemos transitar un lunar sobre el disco brillante. Como su órbita está inclinada en relación a la de la Tierra y los tránsitos demandan que ambos estén alineados con el Sol, sólo pueden producirse en dos momentos que corresponden, aproximadamente, a los días 8 de mayo y 10 de noviembre, pero no de cualquier año. Al recorrer sus órbitas a velocidades distintas, su alineamiento ocurre siguiendo un patrón extraño. El 11 de noviembre, por ejemplo, podremos observar el tránsito desde Chile a partir de las 9:35 a.m. durante más de 5 horas. Y no es buena idea perderse el espectáculo: el siguiente ocurrirá en 2032 y será mucho más breve.
Tras el descubrimiento de Neptuno, Le Verrier puso el foco en el benjamín del Sistema Solar. En su afán por certificar que el sistema newtoniano funcionaba como un mecanismo perfecto de relojería, estudió 21 tránsitos ocurridos entre 1697 y 1848. Hace 160 años exactos comunicó a la Academia de Ciencias de París sus conclusiones: Mercurio se adelantaba unos 21 kilómetros más de los que podían explicarse por el tirón del resto de los planetas. Inmediatamente pensó en la posibilidad de uno nuevo y llegó a dos conclusiones: su órbita debía estar en el mismo plano que la de Mercurio (de no ser así, la periodicidad de sus tránsitos cambiaría) y más cerca del Sol (para no afectar la órbita de Venus).
El nombre de este hipotético planeta habría de ser Vulcano, nieto de Saturno y dios de los herreros, cuyo oficio ha de ejercerse en las proximidades del fuego. Podemos ver en un cuadro de Goya precisamente a Saturno (Cronos, para los griegos) comiéndose a sus hijos. El sexto era Júpiter/Zeus y su madre decidió salvarlo: envolvió una piedra en un pañal y se lo dio al padre, quien lo engulló sin notarlo. Zeus creció en la clandestinidad y, ya adulto, terminó derrotando a su padre. Tuvo un hijo con Hera al que llamó Hefaístos (Vulcano, para los romanos). Receloso de éste, acabó por desterrarlo del Olimpo con violencia.
Le Verrier no estaba convencido de la existencia de Vulcano. Pensaba que, dada su cercanía al Sol, debía haberse visto ya como un punto muy brillante cerca de la corona durante algún eclipse. Pero un astrónomo aficionado afirmó haber visto su tránsito, convenció a Le Verrier y, a través suyo, a la comunidad científica francesa. Las siguientes décadas estuvieron plagadas de observaciones fallidas, equívocas o polémicas de Vulcano. Hasta que Albert Einstein mostró en Berlín, el 18 de noviembre de 1915, que la Relatividad General podía explicar la irrisoria anomalía de la órbita de Mercurio como fruto exclusivo de la gravedad del Sol. Vulcano había sido expulsado nuevamente de los cielos por "una piedra" y, tal como cayeran abatidos el invencible Goliat y tantos otros poderosos, del mismo modo dio con sus huesos por los suelos la majestad newtoniana.