Jorge Baradit: Ygdrasil (2007)
Cuando me vine a Santiago llegué a vivir a una pieza. Pasé de salir de mi casa en Valparaíso y contemplar el océano Pacífico, a ver por una ventana un pedazo de las torres de iluminación del Estadio Nacional. Trabajaba en un taller de diseño; salía del departamento a las 7 de la mañana y regresaba muerto de cansancio a las 8 de la noche. No tenía plata. Mi lujo consistía en comprarme una botella de Coca Cola y un paquete de galletas Tritón a la semana. Todos los días llegaba a la pieza a tomarme un vaso y comerme dos galletas.
Apretado en la micro, en un Santiago desconocido y sin ningún amigo, la cosa podía volverse muy asfixiante. Escribir se volvió eso clandestino que hacía cuando nadie estaba mirando en mi trabajo. Leer parado en una micro, dos páginas antes de caer de cansado, arriba de nuevo, micro, 10 horas de trabajo, compañeros de trabajo normales, aprender a hablar de fútbol… Ahorré plata como ratoncito de los dientes y a los dos años me pagué un viaje a Europa para ver una lista de cosas en primera persona, como las puertas de il duomo de Milano, el Códice Atlántico de Da Vinci en el palacio Sforzesco y la obra de Van Gogh en el museo de Amsterdam. Luego, de vuelta a comer dos galletas Tritón al día y rogar porque llegara el viernes, mientras la mujer con la que vivía me sacó el corazón y lo arrastró por el cemento.
El invierno de 1999 fue sin mi estufa, con una frazada. Varias veces pensé que moriría congelado, aunque me compré una réplica de una espada medieval en vez de una estufa. Dormía con ella y soñaba que el pomo era la Virgen del San Cristóbal, porque la espada estaba enterrada sobre la cabeza de un dragón. En eso estaba cuando me propuse escribir una novela. Una página por día, a mano, en un block Colón; serían 30 páginas mensuales, 270 en nueve meses, lo suficiente para dar a luz un espesor razonable. Tenía rabia por estar solo, por dormir solo, por hablar solo. Un día le pedí al amigo del dueño del taller donde trabajaba, un escritor que estaba publicando su primer libro, que me explicara el uso del punto y coma. Me preguntó por qué. Le dije que tenía una novela botada hacía años y quería corregirla. Me pidió verla. Después me dijo: "¿Quieres que se la lleve a mi editora en Ediciones B? Se llama Andrea Palet, puede que le interese".
Francisca Solar: La Séptima M (2006)
Escribí mi primera novela a los 22 años, durante mi último año de universidad, y tenía sobre los hombros la presión de no desaprovechar esa increíble oportunidad de publicar internacionalmente siendo tan joven. Todos hacían hincapié en lo inaudito de mi caso y en la tonelada de expectativas. Fue un año muy duro por la intensa carga académica y laboral y los problemas familiares, sin contar que estaba abrumada por la prensa, recibiendo un nivel de atención que jamás habría imaginado tras el éxito del fanfic que hice de Harry Potter. Fue una especie de recordatorio de que no tenía derecho a fallar o equivocarme. Era un pollo frágil recién salido de internet que se puso la mejor armadura que encontró para saltar al mundo real y vivir su sueño. Dormí muy mal, me alimenté pésimo, ignoré síntomas, pero, como soy ultraexigente, cumplí con todo. Envié el manuscrito por email un 25 de diciembre y el 26 estaba en la clínica por colapso. Varios problemas de salud que arrastro hasta hoy se detonaron en ese tiempo y fue la mayor lección sobre autocuidado que he recibido. Catorce años y 10 libros después, rememoro esos días por el profundo aprendizaje que significó acerca de los sacrificios que sí vale la pena tomar.
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Foto: Raúl Lorca
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María José Viera-Gallo: Verano robado (2015)
Sabía que quería escribir una novela, que su protagonista sería mujer y tendría 17 años. Verano robado nació de una apuesta con un amigo, a la salida de una función de Pulp Fiction a inicios de los 90. Teníamos 22 años. No creíamos en nada, salvo en nosotros mismos. Él quería ser un rockero famoso, yo quería escribir. Cuando pensaba en "libro", pensaba en una novela y en todas las que escritores que admiraba habían escrito antes de los 23 años, como Fitzgerald con A este lado del paraíso. Hicimos una apuesta: si él sacaba antes su disco o yo mi libro. A los pocos meses mi amigo murió en un accidente en la Ruta 68 y yo me fui a Concon a ganarle la apuesta, que ya no tenía competidor y cuyo sentido era homenajear esa última vez que nos vimos. Verano robado fue escrita en estado de duelo. Se la debo a él. Recuerdo la neblina en invierno, caminar por la orilla del mar, dormirme temprano y pensar. Esos meses de escritura fueron una lucha contra la muerte y el hecho de haberme mostrado tan explícitamente su violencia. Archivé ese primer borrador y esperé que pasara un buen tiempo antes de corregirla y publicarla Hoy día me impresiona que siendo tan joven tuviera la fuerza y la disciplina de escribirla a solas y encerrada en un lugar que no era mi casa.
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Foto: Víctor Pérez
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Gabriel León: Ciencia Pop 1 (2017)
Publiqué mi primer libro de pura suerte. En marzo de 2011 me corté el tendón de Aquiles jugando fútbol y se me cayó el mundo. Estaba en medio de una vorágine de trabajo en el laboratorio, escribiendo papers y dos cursos como profesor en la universidad. Me dieron licencia por dos meses y me angustié por la cantidad de cosas que tenía que hacer. Estaba solo en mi casa, recién divorciado, en cama, aburrido... Y se me ocurrió escribir una novela policial. Me largué y me di cuenta de que necesitaba preparar una buena historia, trabajar personajes. Entendí que no tenía dedos para ese piano. Pero tenía tiempo y ganas de escribir, así que empecé un blog de ciencia llamado El Efecto Rayleigh. Ahí empecé a escribir cosas de las que sí sabía harto y con el feedback de los lectores mejoraba los textos. A veces la obsesión por terminar una historia era tanta, que cuando me faltaban datos me ponía a leer papers para entender bien un concepto y más de alguna vez me pillé a las cuatro de la mañana escribiendo. Fue como cuando a uno se le pasa la mano carreteando.
En eso estaba cuando llegó un mensaje a mi Facebook de alguien que leyó el blog y que le parecía un buen proyecto editorial. Pensé que me estaba tomando el pelo. Me junté con esta persona y resultó ser Gonzalo Eltesch, editor de Penguin Random House en Chile. No tenía idea quién era. Siempre soñé con publicar un libro, pero nunca pensé que a alguien le podían interesar mis historias de ciencia. A veces por timidez o temor al rechazo y a la crítica uno nunca muestra lo que escribe. Si cantas bacán, pero cantas solo en la ducha, nunca te van a escuchar y podría valer la pena que te escuchen.
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Foto: Mónica Molina
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Francisco Ortega: 60 kilómetros (1992)
Mi primera novela la escribí en 1991. Se llamaba 60 kilómetros y en esa época estaba en primero de universidad en Temuco. La publiqué en 1992. Después pasé 10 años sin publicar, porque era muy chico en esa época, tenía 18 años. No vengo de una familia acomodada y no tenía computador, solo una máquina de escribir que me conseguí. Soy súper ñurdo con las manos, súper poco ágil, y rompí la máquina de escribir. Tenía 20 días para terminar y tenía que usar una mano para mover el carrete y la otra para teclear. Me acostumbré a escribir con una mano y ahora solo escribo así, porque la máquina la tuve mucho rato y la seguía ocupando. Al principio me desesperé, pero después era un movimiento mecánico. No me enojé con la novela. Si me cortan la otra mano daría lo mismo.
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Foto: Diego González
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Diego González: Fuego en la cárcel de San Miguel (2016)
Tengo dos primeros libros. El primero fue como escritor fantasma en un libro de salud. Tenía que personificar a una doctora cubana y me sentía muy contrariado porque no había coherencia entre lo que escribía y mi estilo de vida. Mis rollos terminaron cuando terminé el libro, pero duró hasta que hice un libro propio: Fuego en la cárcel de San Miguel. Lo empecé en 2013, justo tras terminar con una pareja a la que quería mucho. Tuvimos un accidente por el que ella terminó con un problema en la pierna, lo que me hizo sentir siempre mucha culpa y esa culpa la transformé en no saber cómo terminar la relación y una forma de encierro mental. Ese enredo se sumó a que estaba reporteando el incendio en la cárcel de San Miguel; me metí tanto que terminé preso de la angustia que sentía a medida que descubría más cosas. Experimenté pena, rabia e inseguridad por si lo estaba haciendo bien o no.
Durante todo el proceso no podía parar de hablar de la cárcel, de encontrar que el sistema completo era injusto y mentiroso. En ese tiempo trabajaba en la misma editorial por la que iba a publicar y yo mismo tenía que revisar el libro, porque el editor se había ido y no pudo hacer el proceso completo de edición. Tras seis meses de publicar me empecé a sentir mejor y salir de todo ese marasmo.
Daniel Hidalgo: Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011)
Me tocó vivir la precariedad del asunto. Mi primer libro se demoró más de dos años en salir y cuando lo hizo, como vivía en Valparaíso, nunca vi un ejemplar en una librería. Me llamaban mis familiares, alguna abuela o tía lejana, un primo, preguntándome dónde conseguir el libro y no tenía ni la más remota idea. Era chistoso. Salía en las páginas de cultura de algún diario conocido y los amigos me mandaban mensajes felicitándome onda "te está yendo bien", pero estaba promocionando un libro que no sabía si en verdad existía.
Con algunos ejemplares de una duodécima reimpresión o algo así que conseguí, fui a la Feria del Libro de Buenos Aires. Parecía un paseo y tuve que pedir permiso en mi pega en la universidad. Nadie sabía que estaba allá y se me ocurrió escribirle a alguien a ver si hacíamos una firma. Al día siguiente llevé mis ejemplares al stand y me miraron con desdén: no tenían idea de la firma. Al final lo logré: autografié un libro de un muchacho que me contactó por Facebook y al que casi obligué a pagar la entrada para comprarme el libro. No llegó nadie más.
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Foto: María Paz Rodríguez
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María Paz Rodríguez: El gran hotel (2011)
La escritura de mi primera novela fue un cúmulo de situaciones medio disparatadas. Mientras la escribía, me quedé sin pega. Ahí empezó mi vida como freelance. En un momento llegué a tener hasta cuatro trabajos que se acababan al poco tiempo y nunca sabía cómo iba a llegar a fin de mes. Entremedio de eso terminé con mi pololo y me fui aislando en esta especie de nube negra, deprimida, sin muchas expectativas. Hasta que un día adopté a mi gato Carlos León, me encerré y me dediqué a escribir en cada rato libre. Algo de ese frenesí quedó plasmado en el espíritu del libro. También, algo de esa incertidumbre de cuando no tienes mucho más que perder, pues ya me habían rechazado el manuscrito en dos editoriales. Un día me avisaron que había ganado un fondo de creación y también conocí a la Claudia Apablaza, a quien le gustó mi libro y me ayudó a publicarlo. Se suponía que El gran hotel saldría el 2009, pero se demoraron dos años en sacarlo. Casi todo el proceso fue una fábrica de ansiedad y nervios. Uno nunca sabe el camino que va a tener un libro. Es otro lado mío que a veces me da nostalgia y al que recurro, a pesar de las penurias.
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Foto: Marcelo Segura
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Roberto Meléndez: Barrio bravo (2017)
Una semana después de que empecé a escribir el primer libro de Barrio bravo ocurrió lo increíble: mi computador, la herramienta con la que estaba dando que hablar en redes sociales, no prendió más. Cagué, fue lo primero que pensé. No lo podía creer. Justo cuando el proyecto estaba en pleno ascenso y la editorial había tomado contacto conmigo. Mis ahorros eran mínimos, solo me alcanzaba para subsistir con dos comidas diarias. Tenía poco margen y poco tiempo. Con mucha vergüenza hice un chat de amigos que siempre me apoyaron y les pedí 20 lucas a cada uno. Sí, una vaca para comprarme un PC. Salvo uno, todos se pusieron. Fue emocionante. Al día siguiente, compré el PC más barato. Y en él escribí Barrio bravo ¿Por qué amamos la pelota?, un libro que lleva más de 30 mil copias vendidas.
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Foto: Mario Téllez
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Claudia Apablaza: Autoformato (2006)
Mi primer libro lo escribí mientras redactaba mi tesis para titularme de sicóloga. Fue en 2003. El tema era el psicoanálisis. Mientras armaba esa tesis sufría mucho, porque no tenía ganas de escribirla, sólo quería dedicarme a tiempo completo a mi libro de cuentos. Para lograrlo, hacía medio día una cosa y medio día otra. Fue muy agotador, porque tenía que cambiar de punto de vista para entrar y salir de cada tema. Terminé medio desquiciada, tanto que una vez me puse a llorar delante de mi profesor de tesis porque ya llevábamos dos años en el proceso. Esa vez, recuerdo claramente, yo pensaba que la tesis ya estaba lista, pero él me dijo: "Igual la revisaría una última vez". Las lágrimas corrieron solas.