De qué está hecho un ídolo, se pregunta Leila Guerriero al comienzo de las más de quinientas páginas de Ídolos (2023, Ediciones UDP). ¿Es un azar, una construcción, una estrategia, o una mezcla de todas esas cosas?
Al otro lado del mail, la periodista argentina intenta una respuesta:
—Hay algo vertiginoso en el nacimiento y la permanencia de un ídolo. Es algo que está fuera de control, y eso lo hace fascinante.
La editora pone como ejemplo a la gente y su reacción ante las enormes caídas en picada de los ídolos (“desde su prestigio, desde su coherencia”), y que en ocasiones está dispuesta a justificar cualquier cosa.
—Y en otros casos no —compara—. Hay ídolos que no están en el libro que han quedado en el camino por estas mismas cosas. No todo el mundo tiene pasta para llevar sobre sus hombros la carga de ser un ídolo.
Guerriero cuenta que el libro fue primero una idea pre pandémica de Matías Rivas, el director de Ediciones UDP, para hacer una especie de “mapa de la idolatría” en la región:
—De alguna forma pensando en, bueno, los ídolos que elegimos idolatrar pueden llegar a decir algo en general de cómo somos.
Una especie de elegido
En la búsqueda de los retratados, Leila Guerriero armó una lista posible de grandes nombres (“la conversamos mucho con Matías”) y notó un detalle que llamó su atención:
—Había claramente una sobreabundancia de ídolos musicales. La música parece ser la gran maquinaria que se devora las idolatrías, pero queríamos también ídolos de otra procedencia, de otra clase.
Sumaron a figuras del mundo del deporte, la literatura y la televisión. Pero entonces surgió otro asunto.
—Había países con exceso de ídolos fuertes en muchos de esos rubros. En Argentina y Brasil fue muy difícil seleccionar. Y había otros países en los que no era tan claro, como el caso de Chile, donde sí había ídolos pero costaba un poco más encontrar esa diversidad.
Luego vino la selección de los autores de estos trece retratos que incluyen a Cecilia Bolocco, Jorge González, Víctor Jara e Isabel Allende, desde Chile; Gustavo Cerati, Susana Giménez, Mercedes Sosa, Diego Maradona y Charly García, por el lado de Argentina; y nombres como Luis Miguel (México), Shakira (Colombia), Pelé y Caetano Veloso (Brasil), en el resto del continente.
—Mi idea fue siempre mezclar autores con una trayectoria muy larga y otros un poco más emergentes, porque se nutre y aviva la conversación y pone a afilar otros nombres en esta clase de libros.
Dice la editora sobre las firmas de autores como Juan Morris, Tali Goldman, Pablo Plotkin, Rafaela Lahore, Roberto Herrscher y Mauro Libertella, que entre otros participan en el volumen. Por otra clase de libros, Guerriero se refiere a que Ídolos se entronca con la tradición de anteriores ediciones de varios nombres publicados por la misma casa editorial, como Los malditos, Los malos y Extremas.
—¿Cuánto importa el periodismo, las revistas de música, del corazón y los programas de chismes, en la construcción del ídolo?
—En ocasiones creo que mucho, sin embargo creo que es una especie de cinta de Moebius. Si esas publicaciones, si esos chismes, si esos programas encuentran eco en la gente, esa construcción resulta así producto de una retroalimentación.
La editora pone como ejemplo al cantante y actor argentino Sandro, quien pasó décadas sin dar una sola entrevista y siguió siendo un domador de multitudes hasta que falleció en 2010.
—En el comienzo, por supuesto, cuando era joven salía en todas las revistas del corazón. Pero hacia el final de su vida era un hombre con un perfil bajísimo, además de muchos problemas de salud, que aparecía muy pocas veces en los escenarios. Y seguía siendo un ídolo que podría haber llenado teatros todas las veces que quisiera y, sin embargo, estaba totalmente desaparecido de la conversación pública.
“Quiero decir que hay un punto en que esas publicaciones fogonean mucho la construcción de un ídolo, pero en buena parte el ídolo se instala como una cosa muy devoradora en la gente, del tipo quiero un trozo de ti que no tengo. Y eso ya no depende de las revistas de música, ni del corazón, ni los chismes. Depende de una relación casi íntima”.
Según Guerriero, el ídolo genera del lado del idolatrador un vínculo casi personal.
—Incluso cuando se nuclean en clubes de fanáticos, es íntimo. Cada uno siente que comprende esa faceta del ídolo mejor que los demás y se siente una especie de elegido.
—¿Qué llamó tu atención, por ejemplo, de un ídolo chileno como Jorge González?
—El perfil de Jorge González es estupendo, lo escribió Juan Cristóbal Peña y hurgó de buena manera, quiero decir que investigó mucho la vida de González. Había facetas que no conocía con tanto detalle. Me llama la atención, incluso antes de leer el perfil, que fuera un gran músico y un gran artista, y que no tuviera la proyección a nivel latinoamericano tan potente, tan arrasadora como un tipo como Gustavo Cerati, que es un ídolo de ídolos en todas partes. Esas diferencias me llamaron la atención de él en particular. Porque tenía todas las características para serlo. Porque es exitosísimo, y sí se lo conoce por fuera, pero digo como esta cosa como arrasadora de Cerati, primero con Soda Stereo y después girando solo. Ese contraste me llama la atención, siendo que son dos tipos sumamente magnéticos.
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Lo siguiente es un extracto del capítulo que abre Ídolos, donde el periodista Juan Cristóbal Peña retrata a “La voz de los 80″, Jorge González, por cortesía de Ediciones UDP.
Jorge González: sudamerican rocker
Por Juan Cristóbal Peña*
Tres días antes del recital que dio el domingo 8 de febrero de 2015 en la ciudad de Nacimiento, en el sur de Chile, ya había acusado problemas de salud. Problemas serios. Fue a poco de comenzar su show en el Festival de la Voz de Pichidegua, mientras interpretaba a duras penas la canción “Amiga mía”, con inconvenientes para dar con los tonos de voz, cuando Jorge González dibujó una mueca de disgusto y amargura y se despidió a su modo, golpeando el micrófono con los puños, como si tuviera parte en el asunto:
–No, no puedo –se excusó–. Estoy haciendo el loco mal. Perdónenme, buenas noches, no puedo.
Algo similar había ocurrido una semana atrás en otra ciudad. Lento y desganado, dejó que sus músicos y el público corearan parte de las canciones y en un momento, a modo de justificación, soltó que estaba hecho concha. Eso dicen que dijo: estoy hecho concha. Dos meses antes había cumplido cincuenta años. Todos lo veían mal desde que había llegado de Berlín, donde vivía desde 2011, aunque lo adjudicaron a un resfrío mal cuidado, quizás un efecto del jet lag. Pero aquel domingo 8 de febrero de 2015, en la ciudad de Nacimiento, González luchaba con su voz, con un cuerpo flojo y una cabeza confusa, intentando sacar adelante un concierto que naufragaba apenas iniciado. Alguien del público gritó ¡borracho! y él, extraviado, molesto, saltándose el orden del repertorio, siguió adelante entre pifias crecientes. ¿Qué le pasa a Jorge González? Se preguntó más tarde en redes sociales alguien que había estado en el concierto. Más parecía el Jorge González de fines de los noventa que el de los dos mil: era como volver al que cantaba a disgusto las viejas canciones de su banda, Los Prisioneros, y se peleaba con el público y los periodistas, y no el que había asomado en la última década, más limpio y luminoso, reconciliado consigo mismo, con su país, con su fama de maldito y provocador, de vuelta a las canciones simples que hablaban de su infancia, íntimas y de vocación popular. Definitivamente ese último Jorge González no tenía que ver con ese espectro extraviado que deambulaba por el escenario y que en un momento desafió al público.
–¿Qué mierda pifian? –encaró–. Si quieren pifiar, háganlo fuerte.
Las señales habían comenzado mucho antes. En los últimos meses, su amiga y exnovia Carola del Río, que era su vecina en Alemania, no lo había visto bien. Es decir, se corrige ella, lo había visto mejor que nunca, sano y de buen ánimo, viviendo como un perfecto desconocido en Berlín, meditando de madrugada y dedicado casi de lleno a componer canciones para un nuevo disco. Pero también lo había visto cansado, algo lento y torpe, tanto así que le aconsejó visitar a un médico. Su madre también había advertido algo: en la última visita que había hecho el músico a su casa de Santiago, cinco meses antes de aquel recital, Ida Ríos notó que su hijo arrastraba los pies y parecía desconcertado: sacaba una manzana del frutero, la mordía una vez y la dejaba; más tarde volvía a tomar otra, la mascaba y la dejaba. La gente cercana a González y el mismo González estaban preocupados, más al inicio de esa gira de comienzos de 2015 que recorrería veinte ciudades de Chile y que luego pasaría por Perú, Colombia y Estados Unidos. “No sé qué me pasa”, recuerda el guitarrista Gonzalo Yáñez que le dijo el cantante. Le aseguró que no estaba consumiendo drogas y que buscaría el tiempo para ir al médico.
–Yo creo que ni él ni yo quisimos ver lo obvio. Él se empeñó en negarlo, insistía en que tenía un resfrío y nosotros le hicimos caso. Siempre me lo voy a reprochar –dice Yáñez, su guitarrista y amigo, que esa madrugada de febrero en Nacimiento se empeñaba en cantar las canciones que González era incapaz de cantar completas, si es que no las desafinaba. De acuerdo con un reportaje de la revista “Sábado”, de El Mercurio, que recreó ese concierto, hacia el final todavía tuvo energías para provocar al público que lo abucheaba:
–El que está pifiando que se venga a subir acá o que se vaya a la casa a acostarse con un tecito. Que no se quede rompiendo las pelotas aquí.
La última canción que tocó fue “Tren al sur”, pero él ya no estaba ahí. A duras penas, entre pifias y algunos insultos, bajó del escenario y partió a un hotel donde se echó a dormir, a la espera de que aplacara ese resfrío de verano.
Pero no aplacó. Y al día siguiente, cuando su mánager lo llevó a un hospital, asomó lo obvio: estaba desarrollando un infarto isquémico cerebrovascular que, según se supo unos días después, había comenzado con señales más débiles al menos seis meses antes. Tenía un severo daño en el lóbulo izquierdo del cerebro, lo que se traduciría en dificultad para hablar y una parálisis parcial del brazo y el pie izquierdos.
El de Nacimiento, aquel verano de 2015, fue el último concierto de Jorge González antes de caer enfermo. Pero no solo eso. Como escribió su baterista, “esa noche murió algo”: fue la última vez que se mostró como el artista rebelde y punzante que se empeñó en ser desde sus comienzos.
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En la imagen se los ve a los tres, ya adultos, sentados tal como se sentaban en el aula de clases del Liceo 6 de la comuna de San Miguel, en Santiago, donde se conocieron en 1979: desde una esquina de la sala, Jorge González mira hacia la pizarra con un gesto socarrón, orgulloso de sí mismo; a su derecha, con un rostro de adolescente distraído, Miguel Tapia; y delante de González, con mirada cándida y melena principesca, Claudio Narea. Es el invierno de 1987 y Los Prisioneros, que han publicado dos discos y están en la cima de la popularidad, han vuelto al liceo para grabar un documental dirigido por Cristián Galaz.
Están en la cima y son estrellas y referentes de una generación, porque ya han popularizado la canción “La voz de los ‘80″ y en las radios suena ese himno de la contracultura que es “El baile de los que sobran”, que habla de desesperanza y desigualdad social a través de versos como “Únanse al baile / de los que sobran. / Nadie nos va a echar de más. / Nadie nos quiso ayudar de verdad”. Pero Los Prisioneros no visten como estrellas ni se comportan como tales, sino como tres sencillos muchachos de liceo público, de pelo corto, camisa y chaleco de cuello en U, que no tiene nada que ver con ese estilo new wave de grupos argentinos como Soda Stereo y Virus, con los que rivalizan, ni menos con esos músicos tristes y quejumbrosos del Canto Nuevo, a los que desprecian.
En ese documental, titulado Los Prisioneros, está todo lo que hay que saber del grupo, partiendo del hecho de que Jorge González es el líder y tiene plena conciencia de eso y de lo que quiere seguir siendo: un fenómeno de masas, admirado por gente sin poder “que cachaba que nunca iba a ser jefe, porque sus papás eran júniors, aprendices o empleados”, como se le escucha decir. Su público es popular, dice González, y se siente interpretado con canciones que hablan desde el resentimiento. Qué otra cosa si no es la canción “Por qué los ricos”, dedicada a los “niñitos bien” que “Van a sus colegios a jugar / con los curas, con las monjas de la caridad. / Con sus cuerpos llenos de comida, / crecen como europeos, / rubios y robustos”.
Los Prisioneros saben –más bien Jorge González parece saberlo, porque es el autor de la gran mayoría de las canciones, y porque en ese documental es quien más habla, seguido de Narea, que habla poco, y de Tapia, que casi no habla– que están provocando algo poderoso y subversivo, que molestan a medios oficialistas “que no hablan de que hay pobres, lo dan por hecho”, medios que a la vez prefieren a los grupos argentinos “porque son fachos” y por “una cosa de complejos”, porque “como a uno lo ven llegar a pata a la redacción de la revista donde hace la entrevista, ya lo miran en menos”.
A esas alturas, que el país esté bajo una dictadura es un hecho de la causa más que un problema. La dictadura de Pinochet aún no los ve como una amenaza, quizás porque llevan el pelo corto y parecen pueblerinos inofensivos, y sobre todo, porque no denuncian los crímenes del régimen y se declaran apolíticos. A fin de cuentas, razona González, “no creo que los propios milicos cabezones se tomen la molestia de censurarnos a nosotros”. Aún no lo saben, pero esto último cambiará a partir del siguiente año, 1988. Aunque es de toda lógica que una banda como Los Prisioneros sea número puesto en el próximo Festival de Viña del Mar, en lugar de contratarlos la organización del evento musical más importante del país contrata a Soda Stereo, y no una sino dos noches. Y un mes más tarde, cuando Los Prisioneros se declaren partidarios de la opción No en el plebiscito de ese año (en el que se decidirá la continuidad o el fin de la dictadura), vendrá la censura del régimen. Pero para que eso ocurra, coincidente con el inicio de una crisis terminal en el grupo, faltarán algunos meses.
Es mediados de 1987 y Los Prisioneros viven la gloria. Han tocado en la Argentina con suerte dispar, anotan 55 mil copias de casetes vendidas y preparan un nuevo disco que saldrá a fin de año. Así y todo, como se ve en ese documental, siguen siendo esos liceanos traviesos que se desafían a un duelo de gallitos (una pulseada, en plena entrevista, que Narea le gana a Tapia porque, al verse derrotado, usa sus dos brazos) y lanzan bromas a la cámara del tipo “Yo soy yo y mis circunstancias, dijo Ortega y Caset”.
El del chiste es González, que está sentado en su esquina de la sala del liceo donde comenzó todo, con las manos en los bolsillos, porque en invierno esa sala es fría y porque quizás esa pose le da un aire de autosuficiencia. “El primer disco casi todo se gestó acá”, dice a la cámara, con un dejo de orgullo por esos pupitres viejos y esas paredes rayadas. Cuando lo grabaron, “nuestro estado era de universitarios, pero realmente en el corazón todavía éramos liceanos”.
Hacia el final de la grabación en el Liceo 6, González cruza un patio de cemento en busca de sus compañeros. Lleva el pelo peinado con raya, hacia el lado derecho, y viste un gamulán oscuro y mocasines negros, y mientras camina saca de uno de sus bolsillos un pañuelo de tela azul y se suena. ¿Qué músico chileno de esa edad se peina con partidura al lado y usa mocasines colegiales negros y pañuelo de tela? Pues Jorge González que, al llegar donde están sus compañeros, le lanza una cachetada a Narea, salida de la nada y a mediana velocidad, que Narea no se preocupa por esquivar porque así es la rutina, porque Narea aguanta todo y, sobre todo, porque son unos niños. No por mucho tiempo más.
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¿Qué puede explicar la aparición de un genio musical como el de Jorge González? ¿Hay un momento o un conjunto de momentos que marquen un destino artístico? ¿Cuánto influyen la familia, los amigos, la época? En este caso, hay factores que pudieron ser decisivos, pero ninguno de ellos, por sí mismo o en conjunto, termina de explicar la formación del carácter de quien compuso las principales canciones de la banda sonora de los ochenta en Chile, canciones que ya son clásicas y hablan de asuntos que siguen gravitando cuatro décadas después, como los privilegios de clase o el descrédito de las instituciones políticas.
Su experiencia no parece ser distinta a la de muchos niños y jóvenes de clase media o media baja de la época, criados en casas donde –como dijo en una entrevista de 1987 a revista Análisis– “no hay teléfono, donde los papás tienen que trabajar y nunca han tenido un auto o una cuenta de ahorro”.
El trabajo del padre está fuera de Santiago, pues Jorge Hugo González Ramírez vende timbres de goma por ciudades y pueblos al sur de la capital y eso lo mantiene por largas temporadas fuera de casa. El hombre, que tuvo un pasado musical en el que era conocido como Coke Rey, cantante de folclore y boleros, es un tipo cariñoso y vividor. Ningún santo, admitió él mismo en una entrevista de 2014 con The Clinic, en la que reconoció que “he hecho tantas cagadas en la vida” que no era nadie para dar consejos. Tiene la misma edad que su esposa, nacida dos semanas después que él. Ella, Ida de las Mercedes Ríos Rojas, es dueña de casa dedicada a la crianza de sus tres hijos: Jorge, Marco y Zaida. Los testimonios coinciden en la figura de una madre abnegada, cariñosa y consentidora, especialmente con el mayor, Jorge Humberto González Ríos, nacido el 6 de diciembre de 1964 en Santiago. Pocos hablan de un carácter fuerte y dominante, forjado en la adversidad de un hogar que sostiene prácticamente sola, debido a las ausencias del marido.
La infancia del músico, entonces, está regida principalmente por la madre, que muestra predilección por el primogénito, a quien llama Chochito, antes que por Marco Antonio, un año y dos meses menor. Una persona que estuvo cerca de la familia dice que solía elogiar la agudeza y sobre todo los ojos verdes de Chochito, el único de sus hijos que tenía “ojitos de color”. La predilección no solo viene de la madre: en aquella entrevista con The Clinic, el padre admitió que “uno siempre tiene alguna preferencia por un hijo”, en alusión al primogénito. Luego compensó sus dichos y dijo: los tres son un siete, unos genios.
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Genio. Jorge González escuchará esa palabra, pronunciada como adjetivo, a lo largo de su infancia y adolescencia, de boca de su padre y su madre. Hay en ese término un juicio y también un deseo que se traduce en presión. El hijo pródigo –a quien de adolescente, como dijo en una entrevista de 1987 a la revista Súper Rock, “veían como un hijo bastante bueno e inteligente, pero tenían miedo al futuro y no sabían si yo concretaría todo el potencial que insinuaba o si me convertiría en una de esas personas que tienen muchas cualidades, pero que finalmente terminan sin rumbo fijo”– muestra desde temprano un carácter fuerte y resuelto, pero a la vez es reservado, sensible y enfermizo. Padece de asma y se refugia en la lectura y la música. “Ponía la radio, escuchaba música, me empezaba a concentrar en la música y se me pasaba (el ahogo)... Tenía once o doce años. Yo tengo un poco la sensación de que la música me sana”, se lee en la entrevista que dio para el libro Exijo ser un héroe, de Julio Osses.
La música es parte importante de esa casa de la Novena Avenida de San Miguel, una casa de pasaje de tierra, tres cuartos y jardín, en la que suenan discos de vinilo, las canciones que interpreta el padre, las que escucha la madre en la radio mientras cocina, lava o hace aseo. El repertorio es popular y romántico: Raphael, Camilo Sesto, Salvatore Adamo. Está también el piano vertical que el padre ha llevado a la casa y en el que el hijo mayor ensaya las primeras notas y canciones, aunque no aprenderá a tocar hasta coincidir con Narea y Tapia en el Liceo 6. En ese sentido, la música será algo accidental, si es que no utilitario. Porque cuando Jorge González se propone aprender música lo hace creyendo que ser músico lo ayudará a levantar mujeres y superar el complejo de inferioridad que lo persigue desde niño.
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González, Narea y Tapia eran tres tipos chistosos, torpes y malos para la pelota, en una época en que en un liceo de hombres solo se jugaba a la pelota y se hablaba de música y de sexo. Eran “aburridos, medios pollos” e ingenuos, define Jorge Stuardo, que coincidió con ellos en el liceo y los recuerda payaseando con amigos como Roque Villagra, Michel Grez y Gustavo “Papa” Fuentes, cuyo apodo inventado por González inspiró el nombre de un temprano proyecto musical entre ese grupo de amigos que llamaron Los Papa Fuentes y sus Secuaces de Huebaldo.
En ese grupo estaban algunos de los alumnos con mejores notas y, en consecuencia, los menos populares del curso. No acostumbraban a fumar marihuana ni a tomar alcohol, en especial González, Narea y Tapia. Es probable que el rechazo de González a consumir alcohol se debiera a los problemas con la bebida que arrastraron su padre y su abuelo paterno, un hombre que terminó viviendo en la calle. Como sea, nada de eso llamaba la atención de los tres amigos, como tampoco la política. Aún eran años de fuerte oscurantismo y represión, con muy escasas muestras de resistencia. “Jorge nunca tuvo un comentario en contra del régimen”, recuerda su compañero y amigo Alberto Yovaniniz. “Y si lo hacía, lo hacía caminando en la calle, pero nunca en clases”.
De los tres, González era el más serio y agudo, y el de mejores calificaciones, aunque no sobresalientes: egresó del cuarto medio C con promedio 6.1; los tres años anteriores promedió 5.6. Yovaniniz dice que González tenía una muy buena pronunciación para cantar canciones de los Beatles, un agudo sentido del humor y una memoria privilegiada. En una oportunidad, recuerda, la profesora Parmenia Morales, que dictaba el ramo de Castellano, les encomendó a él y a González asistir a la conferencia que daría un académico de la Universidad de Salamanca en el Centro Cultural de España. El tema: vida y obra de Miguel de Unamuno. Imagínate, dice hoy Yovaniniz: fome a morir. Se sentaron en las últimas filas. Yovaniniz sacó cuaderno y lápiz para tomar apuntes mientras González, en cambio, miraba el entorno y cada tanto prestaba atención –o hacía como que prestaba atención–. Al día siguiente, cuando tocó exponer, González se ofreció a hablar frente a todo el curso, a condición de que Yovaniniz le prestara sus apuntes. Comenzó a exponer punto por punto lo que había dicho el académico, en una disertación tan magistral que, tras felicitarlo, la profesora Parmenia le preguntó si se animaba a hacer la misma presentación en el vecino colegio Pan American y González dijo bueno, por qué no. En el Pan American sorprendió de tal forma al profesor de Castellano que lo llevó al Betsabé Hormazabal, y del Betsabé Hormazábal pasó al Instituto Miguel León Prado. Fue un gira en toda la regla por los principales colegios de San Miguel.
La charla ocurrió en cuarto medio, para cuando González, Narea y Tapia promediaban los diecisiete años y ya habían creado una banda que llamaron Los Vinchukas, un proyecto con fuerte influencia de The Clash. Solían ensayar en la pieza que Jorge compartía con su hermano Marco, un cuarto amplio que en lugar de ventana tenía un tragaluz en el techo y en el que cabían dos camas, el piano y esa batería roja que compraron gracias a un préstamo de la hermana de Tapia. Era una batería de segunda o tercera mano y en el pedal tenía amarrada una pelota de golf para golpear el bombo, pero era mucho mejor que ese maletín ejecutivo al que Tapia acostumbraba palmotear en los ensayos.
El último año en el liceo, 1982, González pensaba en grande. Quería ser presidente de la República o dedicarse a la música y ser famoso. A juzgar por la foto del egreso del cuarto C del Liceo 6 parece ambicionar eso y más: posa justo al medio del grupo, en segunda fila, detrás de la profesora Parmenia Morales, con una chaqueta que parece hecha a la medida, una corbata perfectamente anudada, partidura al medio que ordena un pelo frondoso, y una mirada aguda y penetrante, como si estuviera lanzando una advertencia.
Su profesor de Filosofía de ese entonces, Renato Tapia, lo tenía por un alumno que “siempre se veía y andaba enojado, como parte de su identidad”, con un semblante permanente de disgusto. Pero fue ese mismo alumno flacuchento y tímido, de nariz aguileña, quien se acercó en el último año de colegio junto a otros compañeros a proponerle montar una ópera rock basada en la Apología de Sócrates, de Platón. Poco antes, ese mismo muchacho, vestido con abrigo largo y el pelo espolvoreado de tiza blanca, había expuesto ante el curso un monólogo completo de esa obra, como si fuese el mismo Sócrates defendiéndose ante un foro de jueces imaginarios que lo acusaban de descreer de los dioses, de pervertir a la juventud. Lo de la ópera rock era algo ambicioso, con coreografías, efectos de sonido y canciones compuestas por González. González, Narea y Tapia tocaban instrumentos y cantaban. Al Papa Fuentes probablemente lo dejaron en el grupo de baile. Y a Yovaniniz le correspondió representar el papel de “la televisión”. La televisión lo era casi todo en esos tiempos, el instrumento de la dictadura para manipular a la población. Así las cosas, en un momento del montaje aparecía el personaje representado por Yovaniniz que cantaba: “Yo soy la famosa televisión. / Soy más que un medio de comunicación. / Llevo a las masas donde quiero. / Yo digo lo que está bien. / Yo digo lo que está mal. / Nadie me puede parar”. Más tarde, cuando el grupo pasó a llamarse Los Prisioneros, esa canción se transformó en “Por qué los ricos”, con una letra muy distinta. Esa puede haber sido la primera presentación pública de los músicos que más tarde formaron Los Prisioneros, pero la más recordada ocurrió después, en el mismo lugar, cuando aún tenían el nombre de Los Vinchukas. Era 14 de octubre de 1982. El salón de actos estaba repleto de alumnos y apoderados. Había un número de magia y el infaltable intérprete de canciones de Silvio Rodríguez. Luego, acompañado por Los Vinchukas, Yovaniniz interpretó dos canciones de los Beatles. Y como número de cierre, desplegaron un par de canciones propias y versiones en inglés y español de The Clash. Pese a los ripios de sonido, la presentación fue celebrada por el público, pero cuando ya habían cantado cinco o seis canciones, a González se le cortó una cuerda de la guitarra y dio por terminada la presentación.
–Lo siento –se disculpó–, no podemos seguir.
Entonces surgieron pifias aisladas. Y González, antes de bajar del escenario, se acercó al micrófono y le pidió al público que pifiara más, por favor, pifien, que no se escucha.
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Quizás ya es hora de hablar de los Fonseca. De Carlos y de Mario Fonseca, don Mario, quien financió los inicios de la carrera de Los Prisioneros, comprando instrumentos profesionales que más tarde, cuando comenzaron a tener ganancias, los músicos pagaron en cuotas hasta el último peso. Don Mario era empresario y escritor aficionado, y financió a su hijo Carlos para que abriera una disquería en Providencia, llamada Fusión, que terminó siendo referente de la música de los ochenta. Carlos Fonseca llevaba la disquería al tiempo que estudiaba Licenciatura en Música en la Universidad de Chile, donde conoció a un tal Jorge González Ríos, muchacho flaco y retraído que escribía canciones en un cuaderno y decía tener una banda que tenía nombre y canciones, pero muy escasa proyección.
Carlos Fonseca ha recordado que la primera vez que escuchó a Los Prisioneros fue en un casete que le mostró González, quien estaba disgustado porque sus compañeros habían faltado a un ensayo y se había visto obligado a grabar solo todos los instrumentos, usando dos equipos de radiocasete. Esa cinta casera impresionó de tal modo a Fonseca que se ofreció a producir y representar al grupo.
Y ese fue el punto de partida.
A fines de 1984, financiados por don Mario, publicaron mil copias en casete de La voz de los ‘80, álbum “simple, directo e irónico y, por esto, intensamente rockanrolero”, de acuerdo con la edición chilena de Rolling Stone, que lo eligió el tercer mejor disco en la historia del país y cuyo tema homónimo clausuraba los setenta al declarar que “Las juventudes cacarearon bastante/ y no convencen ni por solo un instante. / Pidieron comprensión, amor y paz / con frases hechas muchos años atrás”.
Al año siguiente, un medio impreso le dedicaba por primera vez una nota completa a Los Prisioneros. Escrito por Carlos Fonseca, el artículo publicado en la revista Mundo Diners elogiaba el estilo de la banda, y en especial a su líder: “Es la antítesis de lo que se considera el arquetipo de un músico de rock: no fuma, no bebe, no se droga y se acuesta temprano”. Quizás faltó agregar que al tiempo que lideraba una banda, González trabajaba en la disquería de su mánager. Que algunas veces tenía que caminar de regreso a su casa en San Miguel, si es que no se quedaba a dormir en el segundo piso de la tienda, porque no tenía plata para volver. Y que en esos primeros conciertos de Los Prisioneros, especialmente en los que daban en colegios de barrios acomodados de Santiago, acostumbraba provocar al público: cuicos, hijitos de papá, flojos, les decía. Así las cosas, a veces los conciertos terminaban antes de tiempo con insultos que González respondía con insultos peores.
La cosa no era solo contra los colegiales del barrio alto. También contra rockeros setenteros, hippies trasnochados y ese “imbécil barbón” de peñas folclóricas y universidades que “se vendió al aplauso de los cursis conscientes”, como canta en “Nunca quedas mal con nadie”. González detestaba a esos “viejones de 21 años para arriba” que escuchaban Pat Metheny o Silvio Rodríguez, aunque también ellos comenzaban a ser sus seguidores. Como dijo en una entrevista de 1985 a la revista La Bicicleta, “hemos tratado de generar una reacción que yo quisiera que fuera negativa, pero los tipos aplauden”.
Para el mánager, el carácter del cantante era un problema sin solución. Pero, a la vez, era parte de la fuerza de las canciones y la actitud de una banda que para mediados de 1985 atrajo la atención del sello EMI. El director artístico de entonces, Max Quiroz, recuerda hoy que al escuchar a la banda por primera vez en vivo “tuve la sensación de que había ahí un gran negocio y un fenómeno popular muy potente”. La publicación del primer álbum en una discográfica multinacional tuvo consecuencias: difusión masiva en radios, presentaciones en televisión y ventas por cerca de treinta mil copias en un año.
Los músicos estaban encantados, pero González, que había dejado los estudios, se quejaba de que tenía que andar persiguiendo a sus compañeros para sacar adelante el proyecto. También se quejaba –lo mismo que los otros dos– de que no conseguían capitalizar el éxito. Buena parte de la plata que entraba era para pagar la deuda contraída con don Mario. Y para mediados de la década, cuando por fin habían amortizado gran parte de la deuda y preparaban las canciones para un segundo disco, González consideró que había que invertir en la compra de nuevos instrumentos, en especial un teclado Casio CZ101 que le daba a la banda un sonido similar al de Depeche Mode. El mismo González contó después que los otros dos no estuvieron de acuerdo pero al final, como siempre, se impuso. Era el que componía, el que programaba, y todo eso, según Narea, redundó en que el contrato redactado por los Fonseca propusiera que del 70 % que le correspondía al grupo por las ganancias de cada concierto (padre e hijo se quedaban con el 30 %), 28 % fuera para González y 21 % para cada uno de los otros dos.
En el libro Maldito sudaca, de Emiliano Aguayo, González dijo que “al papá de Fonseca le parecía que yo tenía que llevar más que los demás, porque yo hacía las canciones y producía”. Dijo también que “sin Carlos Fonseca, no habrían existido Los Prisioneros”, pero pasó por alto que una de las canciones del tercer disco –”Usted y su ambición”– estaba inspirada en don Mario, el padre de su mánager, un empresario a quien “Sus mil obreros le saludan y le dan la mano/ pero lo quisieran ver devorado por gusanos”.
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De alguna manera, la prensa se enteró de que el músico chileno más popular del momento se casaba esa tarde de diciembre de 1986 en la iglesia de la Recoleta Dominica, en Santiago. La novia era Jacqueline Fresard, una muchacha dos años mayor que él, hija de una familia acomodada y un padre que había sido alto funcionario de la dictadura. Es una historia perfecta para la prensa de espectáculos, que ahora le presta toda la atención a ese grupo de muchachos que tres meses antes publicaron su segundo disco, Pateando piedras, y son un fenómeno de masas como no se veía desde los tiempo de la Nueva Ola, dos décadas atrás. Acaban de repletar dos veces el Estadio Chile y al año siguiente iniciarán la primera gira internacional. Un cable de la agencia EFE destaca “sus letras cáusticas y auténticas, su estilo directo, su identidad típicamente latinoamericana”, mientras la revista Súper Rock los elige el conjunto del año. Su líder es una celebridad, aunque no necesariamente un ídolo. El día anterior a la boda ha cumplido 22 años y sigue viviendo en la casa de su mamá.
Es un momento que se supone feliz, pero el cantante –de traje y corbata, incómodo, afuera de la iglesia, esperando a la novia– no solo no sonríe, cosa nada rara en él, sino que está de mal humor. ¿Qué hacen periodistas y fotógrafos en su boda, si nadie los ha invitado? De pronto las cosas se desbordan y el novio, ante la incomodidad de los invitados, encara a los fotógrafos y los insulta. Al día siguiente, el diario sensacionalista La Cuarta publica una foto de la boda, acompañada de un texto que es más una editorial que una crónica: “El líder de Los Prisioneros, Jorge González, demostró ser de los González rascas el día de su boda [...] Este insolente del rock, que en la letra de sus canciones y actitudes personales viene despotricando hace tiempo contra la sociedad y el consumismo, ha caído en las redes de lo que él mismo critica. Ahora tiene mucho dinero y no necesita de la prensa que una vez lo sacó del anonimato. [...] La prensa de espectáculos debe incomunicar para siempre a este “prisionero” y no hablar de él. A menos que se excuse públicamente”.
Dos semanas después, probablemente aconsejado por su mánager, y presionado por su sello discográfico, pide disculpas públicas en una carta enviada al mismo diario. En ella desmiente tener mucho dinero y precisa que “el lugar y el estilo de la boda y fiesta posterior, estaban de acuerdo a las tradiciones y gustos de la familia de mi señora, a quienes aprecio y quiero mucho”.
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Jacqueline Fresard es una mujer delgada y dulce que vive en una casona del barrio Bellavista, en el centro de Santiago, rodeada de bares y restaurantes y galerías de arte. Es su casa de infancia, en la que vivió junto a su familia después de retornar a mediados de los setenta desde Venezuela, donde sus padres habían buscado refugio huyendo del gobierno de Salvador Allende. Ahora ella vive ahí con sus dos hijos y dos gatos –Mayis y Mona–, que se asoman a la puerta cuando ella sale a abrir la reja de entrada.
Los gatos son importantes en esta historia. Jorge González siempre tuvo gatos en su casa de infancia, y cuando estuvo casado con Jacqueline ambos tuvieron uno llamado Findus. Luego, los gatos siguieron rondando en la vida de él, gatos de carne y hueso, gatos de la suerte, gatos que inspiraron canciones y portadas de discos y, más recientemente, gatos propios y ajenos cuyas fotos publica en su cuenta de Instagram. Los gatos son tan importantes como sus propios amigos, y desde que enfermó y pasa sus días en un departamento de San Miguel, llama por teléfono a sus amigos para preguntarles cómo está su gato. ¿Qué tal Pipina? ¿Todo bien con Mayis? Mándale mis saludos a Mona.
–Jorge es así, muy cariñoso y preocupado de sus amigos y de los gatos de sus amigos –sonríe Jacqueline Fresard, acariciando a Mayis.
Jacqueline conoció a Jorge en 1984, cuando Los Prisioneros estaban comenzando. Pololearon dos años y se casaron de acuerdo con las tradiciones y gustos de los padres de ella. Ella, por ejemplo, acostumbraba pasar vacaciones en la casa de sus padres en Zapallar, el balneario de la clase alta en Chile. Él, en cambio, había visto unas pocas veces el mar en su infancia y no era socio de un club de campo, como ella.
–Yo era una típica niña burguesa a la que le habían hecho la cama toda la vida.
Cuando se conocieron, ella estaba empeñada en tomar distancia de sus orígenes: había estudiado Arte y sus amistades eran parte de una vanguardia artística santiaguina que si bien era crítica de la dictadura, rehuía de la cultura de las peñas y de todo lo que oliera a vino navegado y canciones quejumbrosas entonadas al borde de una fogata.
–Yo tenía que ser como la maestra de él en todo, incluido el aspecto sexual, porque Jorge tampoco tenía experiencia y yo sí –dice ella, sin un asomo de jactancia–. Yo lo alimentaba, lo cuidaba, lo educaba, ¿me entendís? Lo educaba en lo que a él le faltaba.
Y lo que le faltaba era mucho, según reconoció él en una entrevista de 2015 en The Clinic, después del accidente cerebrovascular. En la época en que conoció a Jacqueline, “yo me estaba haciendo. En realidad, Jacqueline me estaba ayudando a hacerme. En esa época yo era solamente un proyecto”.
De todas formas, después del idilio de los primeros años en el que crearon un lenguaje propio, en el que hubo desenfreno amoroso y también, de acuerdo con el libro Corazones rojos, de Freddy Stock, agresiones físicas y verbales, vino el matrimonio, una etapa en la que él se mostró como un macho dominante e inseguro que la quería en casa, lejos de sus amigos hombres, algo parecido a lo que describirá en la canción “Corazones rojos” (“En la casa te queremos ver/ lavando ropa, pensando en él/ Con las manos sarmentosas /y la entrepierna bien jugosa”).
–Jorge era como un tirano chico, ¿cachai? –dice ella con una mezcla de cariño y condescendencia–. A muchos de mis amigos hombres los tenía vetados, pero mal: los trataba pésimo. Era un pendejo celoso que no me dejaba usar polleras cortas, por ejemplo.
La relación no iba a durar mucho. Un día, él le soltó que se acostaba frecuentemente con groupies, que estaba harto, que no quería estar más con ella. Y ella, pasado el impacto inicial, lo entendió, o eso dice hoy: Jorge, famoso, admirado, un hombre que no había experimentado con alcohol, drogas ni sexo a destajo, le dio por hacerlo todo de una vez. “Y como es él –recalca ella–, todo en exceso”.
–Siempre lo entendí y lo justifiqué. Y más encima porque él era muy acomplejado. Siempre me decía Yo hice Los Prisioneros, las canciones, hice todo eso por las minas. Mi único motivo fueron las minas.
Tenía veinticuatro años y mujeres de sobra, pero poco después de la separación no pudo estar con la única mujer a la que deseaba. Y eso desató muchos dramas pero también cosas hermosas, como las canciones que vinieron.
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En la historia oficial, ese amor prohibido, como Jorge González lo ha llamado, es la razón de la ruptura de Los Prisioneros: el amor con la esposa de Claudio Narea provocó un quiebre definitivo que terminó no solo con la salida del guitarrista del grupo, sino también con el fin del grupo tal como se lo conocía. La relación había comenzado a fines de 1988, en días en que González, de acuerdo con lo que cuenta Narea en su autobiografía Mi vida como Prisionero, “iba mucho a casa y era como parte de la familia”. A veces Narea llegaba a su casa y se encontraba a González conversando en el living con su esposa Claudia, sin que sospechara ninguna cosa. Cómo iba a sospechar. Era su mejor amigo, quien le llevaba regalos a su hijo y aconsejaba a su esposa cuando peleaban. Pero en febrero de 1989, Narea encontró en un cajón del closet unas cartas “plagadas de alusiones sexuales” que González le había escrito a ella. “Jorge traspasó todos los límites al involucrarse con mi mujer, y de pasada apuñaló a su banda”, escribió el guitarrista. Pero también es cierto que el grupo había comenzado a resquebrajarse antes de que ocurriera eso, a partir de la grabación de La cultura de la basura, el tercer disco, que estuvo poblada de fricciones.
Contra todos los pronósticos, ese disco aparecido a fines de 1987, más explícitamente político pero a la vez menos agudos que los anteriores –”lleno de rarezas, gritos, ruidos”, según la revista Rockaxis–, vendió menos de la mitad de los otros y fue censurado luego de que González anunciara que en el plebiscito de 1988, en que la ciudadanía debía elegir si quería que Pinochet se mantuviera por otros ocho años en el poder, Los Prisioneros no tenían dudas: “Vamos a votar No”. A partir de ese momento, la dictadura prohibió las actuaciones del grupo en gimnasios y estadios del país. De acuerdo con una reseña biográfica del sello EMI, de los 35 conciertos programados para la gira nacional de ese año, solo se concretaron siete y algunos pocos fuera de Chile, como el de Amnistía Internacional en Mendoza, además de algunas presentaciones de apoyo a la opción No del plebiscito, que terminó triunfando. Era 1988 y González, con tiempo de sobra, comenzó a tomar distancia de sus compañeros de banda. También comenzó a consumir ácido y acostarse con quien le daba la gana. ¿Qué le pasa a Jorge? No sé, está distante, ya no llama ni viene a jugar a la pelota. Ya no quiere ensayar. En su libro autobiográfico Héroe, González dijo que “estaba todo el rato trabajando y teniendo romances, no hacía nada más que hacer música y ponerla y leer”.
De modo que cuando Narea le encontró a su esposa esas cartas de amor que le había escrito González, la suerte del grupo ya parecía echada. Y todo lo que vino después –Narea golpeando a González, los intentos de reconciliación, las promesas de que no se volverá a repetir, amigo, hermano, lo juro– no fue más que la representación de un drama con un final anunciado. La banda, escribió González en su libro autobiográfico, se fue a la mierda en una semana.
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*Asistente de investigación: Joaquín Zúñiga.