Una plazoleta en el corazón de Alfama, el barrio más antiguo de Lisboa, es el lugar de encuentro. Recién ha dejado de llover y unos rayos de sol hacen relucir las techumbres de color rojo, que contrastan con el blanco uniforme de las fachadas de las viviendas, las que se encaraman entremedio de los cerros. Al fondo, de un azul intenso, resplandece el río Tajo, tan ancho que parece un mar. Aquí, en el mirador de Portas do Sol, se puede apreciar una de las vistas más lindas de la ciudad. Tan perfecta que parece una postal.

Poco antes de la hora acordada comienzan a llegar quienes serían nuestros compañeros de tour. "Hola, soy Ruthy. Y él es Marcio", se presenta, en un marcado español ibérico, nuestra guía. Ella, francesa; él, portugués. No sólo forman pareja, sino que hace tres años comenzaron a hacer recorridos gastronómicos en el corazón de la capital lusitana. Y esa es una buena apuesta. Cada vez más abierta al turismo, esta ciudad ha vivido un verdadero boom, especialmente de la mano de los foodies o amantes del buen comer.

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Los viejos tranvías que recorren la capital de Portugal.[/caption]

A las 12 en punto ya estamos todos: una pareja de holandeses, un matrimonio mayor y una joven estadounidenses, una chica y una pareja de chinos, una rusa y nosotros, los infaltables chilenos. Bajamos unas angostas escaleras que pasan por debajo de un arco abobedado. Allí, un mural muestra los principales hitos de esta ciudad, destruida casi por completo a causa de un terremoto en 1755. "Las construcciones más viejas datan de esa época, así que en realidad no son tan antiguas", dice Marcio. Considerando que los orígenes de esta urbe se remontan al siglo XII a.C., tiene razón.

Sardinas, bacalao y… más bacalao

Después de unas cuantas escaleras y calles estrechas, llegamos a nuestra primera parada en Santo Estêvão, zona que lleva el mismo nombre de la iglesia contigua. La tradicional fachada de azulejos esconde un bar con una moderna cava. Su dueño nos recibe con una cerveza y con el producto estrella de la ciudad: las sardinas. Aquí las venden como souvenirs en unas latas de todos los colores y diseños. "Una de buena calidad debería costar unos 3 euros (poco más de 2 mil pesos chilenos). Si cuesta más de 5, no la compren. Es para turistas", advierte Marcio.

El siguiente, aunque menos glamoroso, es el producto que realmente encontraríamos en todas partes: el bacalhau (pronúnciese con los labios bien juntos). De hecho, los lisboetas dicen que tienen 365 maneras de preparar el bacalao, una para cada día del año. Y al parecer nuestros guías estaban empeñados en que conociéramos un buen número de ellas.

Nuestra primera aproximación al bacalao es en forma de buñuelos rebosados, hechos de este pescado secado en sal, llamado "pataniscas". Las pruebo con cierta cautela, pensando en ese sabor fuerte de las tapas españolas. Sin embargo, me parecen más suaves y sin esa textura grasienta. Luego vendría al horno, atomatado, convertido en ceviche... Este es el plato nacional y se nota: se puede probar en prácticamente cualquier restaurante o adquirir en alguna tienda especializada, donde éste es el único producto que se ofrece.

Seguimos el recorrido por este barrio cuyos orígenes se remontan a su pasado árabe; de hecho, "Alfama" remite a la palabra "al-hamma", que significa baños o fuentes. "Aquí vivían los pescadores", cuenta Marcio, mientras las calles adoquinadas nos llevan a la siguiente parada: otro local pequeño, donde acomodan una mesa larga y nuevamente nos sirven bacalao, esta vez convertido en finas láminas de este pescado combinadas con tomate natural. Lo acompañamos con una copa de vinho verde, un vino amarillento de un sabor un tanto ácido y con suaves burbujas. También degustamos aceite de oliva y pan crujiente.

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Vista de Lisboa.[/caption]

Queso, chorizo y pastel de nata

Proseguimos nuestro tour gastronómico hacia São Miguel. Recorremos varias calles estrechas, pasamos por una iglesia y varios restaurantes, y de pronto nos detenemos frente a un letrero que dice Cantinho da rute. Entramos a un local pequeño, como todos, que parece una mezcla de taberna y pizzería, con manteles con cuadros rojos y blancos. En los muros se apilan botellas de vino. Una guitarra reposa en una esquina.

Nos conducen a un salón en la parte posterior. Apenas cabemos sentados alrededor de una mesa larga, con los mismos manteles a cuadros y una linda vajilla de cerámica pintada a mano, típica de estos lados. Aparecen aceitunas, pan y quesos maduros de oveja, acompañados de un frasco de miel transparente. Junto a ellos, un vasito lleno de oporto, el clásico vino portugués de sabor dulzón. El dueño del local aparece dándonos la bienvenida, mientras calienta una fuente de cerámica. Allí saltea unos chorizos, que terminan casi incendiados por una enorme llamarada. Parte del show.

Al salir ya es de noche. Nos falta el postre. Imposible no probar el tradicional pasteis de nata. Entramos en una pastelería y ocupamos todas las mesas del local. Luego de una breve explicación, llegan varios platos con estos dulces redondos en forma de canastillo. Tomo uno, está tibio. Me lo llevo a la boca: la masa es crujiente y la mezcla entre la crema, el azúcar acaramelizado y la canela es perfecta. Si se transforma en adicto, hay que ir a Belem, un barrio casi en las afueras de Lisboa: allí se encuentra el monasterio donde orginalmente se habrían elaborado estos pasteles. La cuna del pasteis de nata.

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Los tradicionales pasteis de nata.[/caption]

A pesar de que ya no podía comer más, nuestros guías consideraron que no podíamos terminar el tour sin probar otro producto tradicional de la pastelería portuguesa: el pasteis de feijao o pastel de poroto. Llega entonces Marcio con una bolsa de papel, saca una caja y nos reparte unas masas rellenas de una pasta densa, de color café claro, cubierto de azúcar flor. El sabor era suave. Rico. Aunque el pastel de nata se ganó mi corazón. Y mi estómago.

Un final musical

Después de tanta comida se hace imperiosa una caminata. Nos dirigimos al mirador del Elevador de Santa Justa, en el Barrio Alto. Después de hacer una fila de quince minutos, nos subimos a un ascensor, con puertas correderas metálicas como las de antes, que nos transporta hasta el último piso. Allí subimos una estrecha escalera de caracol hasta una plataforma con vista al Castillo de San Jorge y buena parte de la ciudad con sus cientos de luces. Es tan lindo que dan ganas de repetir la visita de día.

El mejor final es con música. Y qué mejor que ir a escuchar el melodioso y nostálgico fado. TripAdvisor, la popular e imprescindible aplicación de viajes, nos ayuda a encontrar un lugar cercano. Aunque no es de los tradicionales -los más clásicos y famosos se encuentran también en Alfama-, cumple con su cometido.

Nos sentamos en una mesa frente a la tarima. Tras unos minutos, bajan las luces y aparece un hombre de unos sesenta años, grande en todas sus dimensiones, y se sienta en un piso de madera. Toma la guitarra portuguesa, más ancha y profunda que la tradicional, y entona una melodía sentida, de ritmo calmo y profundo. Nos mira directo a los ojos, contiene la respiración en los momentos justos y da rienda suelta a su vozarrón. Canta con toda el alma. Tanto, que emociona a uno de los mozos, que se suma al canto; y a nosotros, que aplaudimos y tarareamos, aunque no nos sepamos las letras.

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Dulces típicos de Lisboa.[/caption]

Fue cerca de una hora de música, con un par de intermedios. En uno de ellos, el mozo cantante también toma la guitarra y se suma al espectáculo. Al final invitan a uno de los comensales, un señor mayor, al parecer un conocido poeta que toma el micrófono y se lanza con su poesía, tan melancólica y profunda como la música. Y aunque no entiendo ni media palabra, era capaz de transmitir todas las emociones de la vida, desde el dolor a la alegría, la pasión, el amor, todo. Y aunque a esas alturas ya me iban quedando cuatro horas de sueño -al otro día emprendía el regreso-, nos quedamos hasta el final y hasta nos despedimos de abrazo del cantante, el mozo y el poeta. Porque así es esta ciudad, intensa y apasionada. Como su comida.

Recuadro:

Para seguir comiendo

Un lugar imperdible en Lisboa es el Mercado Time Out, que surgió cuando buscando un espacio para las oficinas de la redacción, esta revista llegó hasta el antiguo mercado de Ribeira y decidió remodelarlo, transformándolo en el lugar gourmet de moda. Son 34 locales que ofrecen desde platos tradicionales, hasta pizzas y sándwiches. También se puede tomar una copa de vino o una cerveza, o un café con el infaltable dulce. Al centro hay un amplio espacio con mesas compartidas, que invitan a la conversación. Es una muy buena opción para almorzar a precios accesibles. Además se puede aprovechar de comprar algún souvenir.