Lo último que vi fue una luz muy grande, como cuando uno mira al horizonte para disfrutar el sol. Luego quedé ciego. Me quemé muchas partes de mi cuerpo: el torso, la cara, mi brazo izquierdo, y quedé sin tres dedos de una mano. El accidente ocurrió la tarde del 22 de agosto de 1959, en Los Ángeles, Octava Región, porque explotó una mina antipersonal en mi casa.

El artefacto se lo encontró mi papá caminando en un cerro. Lo vio tirado en un pastizal y se lo llevó a la casa sin saber de qué se trataba, sólo creyó que en algún momento podía servirle. Después de semanas se le ocurrió que ese artefacto podía convertirse en un farol para alumbrarnos y se puso a trabajar con él. Lo que no sabía era que estaba manipulando una munición de guerra que el Ejército usaba para realizar maniobras.

Recuerdo perfecto que yo estaba arriba de un banquito alumbrando con una linterna lo que hacía mi papá, mientras mi mamá cocinaba atrás nuestro. Mi último recuerdo es que él empezó a golpear el artefacto con un cincel. Ahí la munición explotó. A mis padres los mató instantáneamente, a mí me dejó ciego. A mi madre se le reventó una olla que le atravesó el estómago. Tenía 19 años. Mi papá perdió partes del cuerpo que luego ni siquiera fueron encontradas. Tenía 27 años y se llamaba Manuel Varas, igual que yo.

Lo último que mis ojos vieron fue la llamarada que lanzó la explosión, que era un rojo intenso. Es como cuando está limpiecito el cielo y uno mira de frente hacia arriba. Eso fue lo último que vi, y el color de mi sangre porque yo caí de costado. Yo estaba alumbrándole a mi papá con una linterna en la mano izquierda, donde ahora me quedan tres dedos.

En la casa estaba mi hermano de sólo 15 días de nacido y yo, que tenía tres años. A él no le pasó absolutamente nada. Estaba en un catre de cobre que lo protegió. Dicen que cuando fueron a ver la casa para rescatarnos, encontraron en los largueros más de 20 impactos de las esquirlas, y él, que hoy va a cumplir 58, no quedó sordo ni nada.

Nuestro caso, como sobrevivientes de una explosión de mina antipersonal, es el primero registrado en la lista de víctimas. Somos, al menos, el más antiguo conocido, aunque yo soy el que quedó con secuelas.

Posterior a la explosión estuve seis meses en una incubadora, porque si me ponían ropa se salía mi piel. Soy un milagro, decían. Cuando salí, me internaron en una escuela especial para ciegos en Santiago. Me dejaban ahí en marzo y a fin de año me iban a buscar. Me trataban bien. El hogar se llamaba Hogar de Ciegos Santa Lucía. Allá me iba a ver mi abuelita.

Nunca recibimos ningún tipo de ayuda; ni del Ejército, que son los culpables. Tengo los recortes de esa época y el teniente de ese momento se lava las manos, dice que es habitual que los campesinos encuentren cosas y no las denuncien porque ellos le sacan la pólvora, lo cual es una gran mentira. Aparte que antes, por ejemplo, las noticias en los diarios salían una vez por semana. Hoy mi caso hubiera sido distinto: ocurre algo y al momento lo sabe todo el mundo.

Pese a todo, he hecho una vida relativamente normal. Fui papá por primera vez a los 17 años, mientras estudiaba en el colegio y trabajaba en ferias libres. Lo hice como lo hacen todos, pero era muy chico no más. Después se me pasó la mano y tuve 12 hijos. Hartos. ¡Es que yo no veía lo que hacía! Uno de ellos, hace un año y medio, murió de bronconeumonía. El resto, todos, han formado sus familias y actualmente son pocos los que están cerca mío.

Me puse a tener hijos por todos lados. Me fui a Iquique, donde viví 15 años. Fui mendigo. Era un personaje de la ciudad. Los diarios me hacían reportajes. Yo era el payaso de la calle. Gente muy simpática se me acercaba y me decían: "Hola, ¿cómo estás?"; y yo les contestaba: "Aquí, recreando la vista". Siempre he tenido buen humor. Una vez una señora que fue a jugar Kino a un local cerca de donde me ubicaba yo, me dijo que si se lo ganaba me iba a llevar a Estados Unidos para operarme: yo le dije que mejor que no, porque si no me iba a dejar cesante. Es que a esas alturas, sólo me quedaba tomarme esto con humor.

Con el tiempo me establecí y hoy llevo 25 años casado. Después me dediqué al comercio ambulante en Santiago. Hoy vivo en Viña del Mar con mi señora y mis dos hijas menores. Si bien se nota que soy ciego, cuando me pongo a conversar a la gente a veces se le olvida. Hace poco una persona se me acercó y me preguntó cuánto valía uno de los maquillajes que vendo. Yo estaba tomándome una sopa, y para contestarle la dejé en el suelo. Ella, olvidándose de mi condición, me dijo: "¡Ay, qué amoroso! Como comparte su almuerzo con el perrito". Claramente yo no estaba compartiendo nada; el perro se tomó mi sopa de patudo que era. Cosas así me pasan seguido. Yo me lo tomo con humor. Soy bueno para reírme. No me quejo con la vida que he llevado, aunque sí me gustaría ayudar a quienes han sufrido lo mismo que yo, y eso lo hago a través de una organización de víctimas de explosivos militares.

Me di cuenta de que no era la única víctima de una mina antipersonal en el 2000. Empecé a hacer averiguaciones y me acerqué a uno de los medios que cubrió la noticia. Cuando llamé el periodista, le dije que yo era el sobreviviente de una tragedia. Él no lo podía creer. Me dijo que los diarios no existían, pero fui a buscarlos a la Biblioteca Nacional. Así, buscando, llegué al abogado de la agrupación de víctimas de minado y municiones de guerra abandonadas.

Hoy somos alrededor de 195 personas que están reconocidas por el Estado como víctimas. Así como yo soy el caso más antiguo conocido, el más nuevo que tenemos registrado en nuestra agrupación es un niño que tiene 13 años. En la agrupación hay de todo: civiles y uniformados. Hay un carabinero que pisó un cazabobos y su patrulla voló por los aires. Hay un militar que dentro del Ejército pisó una mina antipersonal y le amputaron una pierna. Hay gente de todas partes y todas las edades. Hay gente que ha muerto esperando que se repare esto que ha pasado.

Actualmente, además de estar metido en el Congreso o yendo a La Moneda por este tema junto a otras víctimas, atiendo un local donde vendo maquillajes junto a mi señora en Viña. Lo paso bien acá. Además, hago deporte todas las semanas. Hago goalball, un juego para discapacitados visuales donde todos debemos vendarnos, aunque no veamos. Luego se tira una pelota que tiene un cascabel y empezamos a jugar de lado a lado.

Sí, llevo una buena vida, pese a que crecí con una tragedia encima.

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