Soy nacido y criado en Valparaíso. Soy playanchino y wanderino. Egresé de la Escuela Naval en diciembre del año 77 como oficial de Marina Mercante y me contrataron en la Compañía Chilena de Navegación Interoceánica (CCNI), donde trabajé por alrededor de 11 años. Lo que voy a contar pasó en 1980, cuando estaba embarcado en el M/K Anakena como tercer piloto adjunto. El viaje comenzó en Valparaíso y comprendía recorrer varios puertos de Sudamérica y cruzar el Pacífico para llegar a Japón, Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong. En esos tiempos las estadías en los puertos eran largas y nos permitían salir a tierra, conocer las ciudades y hacer algo de turismo. Tenía 24 años y eran buenos tiempos para los marinos mercantes.

Zarpamos de San Pedro, en California, donde recalamos sólo para cargar combustible porque era más barato. Desde ahí, zarpamos directo a Yokohama, Japón. Llevábamos todo tipo de cargas: cobre, madera, conservas, un cargamento de troncos y contenedores con vino. El viaje transcurrió sin muchas novedades, con tranquilidad. Era verano en el hemisferio norte y las condiciones eran buenas. Además, teníamos la ventaja de que en la tripulación éramos todos chilenos; nos juntábamos en las tardes a jugar naipes, cacho o a ver una película que nos enviaba la empresa en esos betas gigantes de la época. No había internet y la comunicación con nuestras familias era por carta. No existía el GPS y casi ningún sistema tecnológico de navegación. Lo que había era bien precario, por lo que nos veíamos obligados a usar el sextante y las tablas de navegación para poder obtener la posición. Como decía, eran otros tiempos y todo era más romántico.

Faltando poco para llegar a Yokohama nos empezamos a poner ansiosos por lo que se venía; un nuevo mundo, modernidad, gente diferente, una nueva aventura. Cuando quedaba un día para la llegada a puerto, se sacaron las espías -los 'cordeles' que sujetan al buque cuando se amarra a puerto-. Recuerdo que como piloto adjunto tomé la guardia entre las 4 y 8 de la tarde. Eran cerca de las 7 y estaba junto al lamparero, un marino que te acompañaba en las guardias después de las 6 de la tarde. El tiempo estaba calmo y el viento era casi nulo. Nada presagiaba lo que venía.

Estábamos conversando y, de repente, sin darnos cuenta, el cielo se empezó a poner negro, grandes nubes aparecieron en el cielo y el mar se encrespó por el fuerte viento que soplaba. En cosa de minutos, el cielo se cerró completamente y comenzaron a caer rayos como en una película de terror. El lamparero se asustó y se fue del puente de mando, que es donde se maneja el buque. Arrancó literalmente y no lo vi más. Yo, como oficial de guardia, no podía abandonar mi lugar por mucho susto que tuviera.

[caption id="attachment_936978" align="aligncenter" width="584"]

Marco Arismendi en esos años.[/caption]

El viento siguió aumentando y de un momento a otro estábamos metidos en una tormenta que comenzó a zangolotearnos de una manera terrible. La nave se movía como una cáscara de nuez, los balances alcanzaban más de treinta grados de inclinación y la mar salpicaba toda la cubierta y barría por encima. El capitán subió al puente de mando y comenzó una odisea que duró más de dos días. La mar pasaba por encima del buque soltando los troncos que llevábamos en cubierta y prácticamente se fueron todos al agua. Las espías, que se habían sacado ese mismo día, flotaban por el costado de la nave y se perdieron muchas. Producto de los golpes de mar en la proa se rompió la escotilla del pañol en el castillo, que es donde se guardan las cadenas, las anclas y el motor que las mueve. Por ahí comenzó a entrar agua que inundó causando el riesgo inminente de naufragar por el aumento del peso en la proa.

En esos momentos tenía preocupación, nerviosismo y un miedo calculado, medido, no sé cómo llamarlo. Sobre todo porque veía a otros marinos que tenían más miedo. El temor hacía presa de nosotros y, ante eso, el capitán decidió cambiar el rumbo hacia el sur, poner la popa al mal tiempo y reducir el impacto de la fuerza del oleaje. A esa altura el viento alcanzaba sobre 60 nudos y la altura que tenían las olas era de no menos de 10 metros. Afortunadamente, con la medida del capitán evitamos el riesgo principal de naufragar y seguimos a muy baja velocidad arrancando del tifón. Ahí nos dimos cuenta de que habíamos escapado de un tifón japonés en el mar.

Después de dos días capeando logramos llegar a Yokohama con el buque semiinundado y con poca maniobrabilidad. Ya se había avisado a la agencia y habían dispuesto que dos remolcadores nos recibieran a la entrada del puerto para guiarnos y hacer la maniobra de atraque con un buen soporte. Estuvimos más de una semana en reparaciones y finalmente logramos continuar nuestro viaje que se desarrolló normalmente. Al final, después de casi cinco meses, retornamos a Chile y hoy trabajo como jefe de operaciones en una agencia naviera. De ese viaje a Japón volví con una aventura más en el cuerpo, que recordaré por toda la vida y que me dejó una huella de cómo es la vida del marino y los riesgos del bravo e impredecible mar.

[caption id="attachment_936981" align="aligncenter" width="350"]

Arismendi en sus primeros viajes en la Marina Mercante.[/caption]

Envíanos tus historias a cosasdelavida@latercera.com