Compartimos poco, pero crecí escuchando sus historias. Y sin quererlo, me convertí en su portavoz: soy el único de la familia que aún vive en Talca, la tierra donde mi tío Jenaro Gajardo Vera vivió gran parte de su vida.
Soy sobrino de este hombre que fue dueño de la Luna 15 años antes de que el hombre pisara en ella. Aunque algunos piensen que el parentesco me hizo millonario o heredero de una parcela en el satélite, hoy la Luna nos pertenece a todos porque mi tío la entregó a la humanidad antes de morir en 1998.
De mis tíos, él era el más romántico, el más excéntrico, el más soñador. Abogado, escritor y pintor, era muy cercano a mi padre, Óscar. Compartían el amor por la poesía y la conversación. En su casa en Olmué cantaban boleros y se divertían, siempre con una copa de vino. Tan unidos eran, que no me extrañó que una vez que mi tío falleció, mi papá partiera detrasito de él.
Por haber nacido yo fuera del matrimonio, con mi tío Jenaro nos conocimos tardíamente. Habré tenido unos 20 años cuando mi papá me llevó a conocer al hermano que ya era una celebridad en Talca y en el mundo por haber patentado la Luna. La había inscrito a su nombre en septiembre de 1954.
Por ser un gran narrador, a mi tío algunos también lo creían loco. Ese día que nos conocimos me contó que tuvo un amigo que tenía tantos gansos que lo habían terminado persiguiendo como perros. Sus historias son una impronta en la familia donde varios, por seguir sus pasos, también se volvieron abogados. Los pocos amigos del tío que aún viven lo recuerdan con cariño. Cuentan la vez que se le ocurrió ir a Constitución y los convenció de ir en bote remando desde el río Claro para desembocar en el Maule.
Nacido en Traiguén e hijo de una profesora y un oficial de Ejército que además era veterinario, mi tío Jenaro se asentó en Talca en los años 50. Y como era amistoso, fue a inscribirse al exclusivo club social que reunía a los talquinos de renombre. La historia cuenta que allí le negaron la membresía, porque era requisito tener una hacienda o una propiedad. Y mi tío -que ya había escrito tres libros- sólo tenía bienes intelectuales. Ese día, molesto porque le dieran tanta importancia a las cosas materiales, se fue caminando a la plaza. Entonces miró el cielo, vio la luna llena y se inspiró: ¿por qué no hacerla suya?
Al día siguiente fue al Conservador de Bienes Raíces a inscribirla a su nombre. Cuentan que allí, don César Jiménez Fuenzalida le dijo que efectivamente podía patentarla, pero le preguntó si estaba loco. Al tío Jenaro no le importó. Realizó tres publicaciones en el Diario Oficial y, como nadie reclamó, recibió la inscripción de la Luna el 25 de septiembre de 1954. Así dice en los documentos. Con título en mano, regresó al club social y mostró los papeles. Según mi tío, el hombre que lo había rechazado le dijo: "Perdóname, me has dado una lección".
Ser dueño de la Luna lo hizo tan famoso que don Francisco, a quien mi tío conocía porque Kreutzberger es talquino, lo entrevistó en televisión en 1989. Hasta hoy, cada vez que miro la Luna me acuerdo que fue de mi tío; es inevitable.
La Luna ya no se puede patentar más, debido, según entiendo, a tratados internacionales que se firmaron después. En todo caso, a mi tío nunca le importó hacer negocios con ella. Aunque viajó invitado a Argentina, Europa y Estados Unidos a contar cómo la patentó, y hasta hubo gente que quiso comprarle parcelas lunares, a él no le interesó. Cuentan que incluso Nixon le pidió permiso para que el hombre pudiera llegar a la Luna en 1969, y que él le dio su autorización invocando a Walt Whitman, el gran poeta estadounidense.
Pero lo más divertido, decía él, fue cuando llegaron de Impuestos Internos a cobrarle las contribuciones de la Luna. Se dio cuenta del tremendo lío en que estaba metido, pero les contestó con humor: "Perfecto. Yo pago la deuda. Pero exijo que visiten mi propiedad y la tasen primero. Luego me pasan la factura".
También me contaron que un ministro de la Corte Suprema le dijo que si él había patentado la Luna, entonces él haría lo mismo con Marte. Pero mi tío sabía que eso era imposible. Le contestó que al ser un planeta y no pertenecer a la Tierra -como sí pasaba con la Luna-, no podía ser inscrito. Luego, frente a la Suprema se puso a declamar el Sermón de la Montaña. Se lo sabía de memoria.
Mi tío era bueno recitando. Tenía buena voz. Dicen que conoció a Neruda y que le recitó uno de sus poemas. Aun así, pese a su fama, sus últimos días los pasó con una jubilación muy mínima recluido en Santo Domingo con doña Alicia, su tercera esposa. Apenas recibía visitas. Veía el tarot y daba augurios a la gente para que estuviera más contenta; en eso se entretenía hasta que murió a los 79 años. "Dejo a mi pueblo la Luna, llena de amor por sus penas", escribió en su testamento. Logró lo que siempre quiso: dejar un lindo recuerdo.
Hoy en un club social muy antiguo de Talca , que tiene un salón que lleva el nombre de Jenaro Gajardo Vera, hay una pintura donde aparece mi tío sentado arriba de la Luna.