"No jueguen con la guacha". "No se junten con ella, porque es guacha", me decían en el colegio. Había una niña que se encargó de armar un círculo de rechazo total hacia mí. Era fuertísimo y eso duró hasta octavo básico, yo no entendía por qué. "¿Mamá, qué pasa, por qué dicen que no soy hija de mis papás?", le preguntaba. "Nada, la gente es envidiosa, es mentira, no haga caso", me decía ella, y yo me quedaba tranquila.
Así fue siempre el diálogo, hasta que cumplí 14 años y una tarde mi mamá me llamó a la pieza. Nos sentamos en la cama y me dijo que todo era verdad, que yo no era hija ni de ella ni de mi papá. De mi mamá biológica solo se sabía que se llamaba María Elena y que me había dejado botada cuando tenía un día de vida.
Sentí que la tierra se me abría a los pies, que caía en un hoyo. Lo único que le dije era que no importaba, que les agradecía el amor que me habían dado, sus cuidados, y que lo único que yo iba a hacer era cuidarlos y quererlos hasta el último día.
Nací el 20 de agosto de 1965 en el Hospital Félix Bulnes, y ese mismo día me dejaron ahí. Las enfermeras cuentan que yo era hija del patrón y que mi madre biológica tenía más hijos a los que necesitaba seguir alimentando. Ella no podía volver a la casa con su guagua, porque era del dueño de casa y la esposa estaba ahí. Para salvar a mis hermanos me sacrificó a mí.
Mi actual madrina trabajaba en el hospital y al verme guacha me llevó a su casa, hasta que llegaron mis papás a buscarme. Me adoptaron cuando mi mamá tenía como 45 años, lo que para la época significaba que ya era muy adulta. Me llevaron a la casa con una razón. "La Mari no llegó a suplir un vacío de hijos, ni a suplir una carencia de amor, la Mari llegó para que tengamos a alguien que nos cuide en la vejez", fue lo que mi mamá repitió siempre. Decían que me criaron para eso, que no podía pololear ni salir de vacaciones y que no me iba a casar, porque tenía que hacerme cargo de ellos. Dejé de pensar, de soñar, de proyectarme. Mi mamá me sobreprotegía, estaba enclaustrada, porque vivía en torno a una función.
El primer recuerdo que tengo de mi papá debe ser de cuando yo tenía unos cuatro años. Él nunca me aceptó por ser mujer y solía decir "esta cagá podría haber sido hombre". Esa es la imagen que tengo. Fue una infancia difícil, mis tías tampoco estaban felices con mi llegada, se ponían en mi contra y hablaban mal de mí, pero pese a todo, mis papás hicieron una tarea linda. Dentro de las posibilidades y recursos, hicieron algo inmenso. Independientemente de las razones por las que haya sido, dieron lo que mucha gente en esta época no te da. Mi papá tenía segundo de preparatoria y mi mamá cuarto básico, pero se preocuparon de que yo sacara mi cuarto medio. No cualquiera lo hace.
Con el tiempo logré reconciliarme con la María Elena. Pude perdonarla y entenderla. Conseguí ver que ella también sufrió. No la justifico, pero tampoco la condeno. "¿Por qué me dejaste?, ¿por qué me abandonaste si yo no tenía nada?", me preguntaba. Después empecé a entender. Una de las cosas que yo me juré era que nunca abandonaría a mis hijos, pasara lo que pasara, jamás los iba a dejar.
Rezo siempre por María Elena. Para el Día de la Madre le dedico un recuerdo, para la Navidad, para mi cumpleaños, siempre está de manera simbólica y mis hijos la consideran también como su abuela, aunque no sepamos nada más que su nombre. Si hoy aparece o no aparece no puedo juzgarla ni criticarla. Si la viera alguna vez la abrazaría, pero sólo para darle amor, porque creo que ella también ha sufrido y ha llevado su cruz.
Fuera del proyecto de ser la cuidadora de mis padres, me casé y tuve a los tres hijos más maravillosos, la Catherina (28), el Stefan (26) y la Dominique (22). Ellos son mi todo. En mi matrimonio hubo mucha violencia verbal y sicológica. Vivíamos juntos hasta que agarré a mis niños y me fui donde mi mamá; hice de todo hasta que logré sacarlos adelante.
Hoy me siento la mujer más feliz de la Tierra. Me digo a mí misma "mira todo lo que tienes" y me cuesta afirmar las lágrimas, porque mis hijos son increíbles. Yo digo que somos las cuatro patas de esta mesa llamada vida, donde está uno está el otro y si uno se cayó los otros tres lo levantan.
Agradezco a Dios porque María Elena respetó mi vida. No sé si a ella la violaron, no sé cómo llegué yo… Le agradezco que me dejó en un hospital y no en la calle. Agradezco también a estos dos papás que se la jugaron, que se les fue en contra la familia por cuidar esta cosa chica, esta niña que no sabían qué iba a resultar.
No puedo pedir más, de verdad. Por Dios que me siento querida. Yo creo que poca gente entiende lo que es el significado de sentirse de esta manera. Venimos a esta vida a amar y a dejarnos amar, a dejarnos abrazar, a dejarnos regalonear, a dejarnos escuchar. Mi vida fue mucha lágrima, mucha pena, pero ya pasó y gracias a eso puedo reír hoy.
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