Antes de partir esta historia, quiero recalcar que todo ha sido un milagro. Así lo describo, porque estoy viva, porque estoy bien. Las cicatrices no me importan.
Tengo 24 años, estudio Ingeniería Civil Industrial en la Universidad de Chile y la noche del 26 de septiembre me llegó una bala loca.
Hasta ese momento vivía en Lo Prado, trabajaba como vendedora de joyas y estudiaba. El departamento en que vivía junto a mi hermana -un año menor que yo- y mi mamá, en un tercer piso, lo usaba solo para dormir. Ese día estaba preparando un examen. Había estudiado toda la tarde. Era casi medianoche. Mi mamá, antes de salir a un compromiso, me dijo que me acostara, que ya era tarde.
Le hice caso. Cuando ella se fue, guardé mis cosas y ordené todo para irme a acostar. Me acomodé en la cama, apagué la luz y escuché unos gritos afuera. Un hombre gritaba que iba a matar a otra persona. No alcancé a hacer nada, ni a asomarme, cuando me impactó un balazo. En mi cabeza sonó como una bomba. Jamás pensé que me había llegado una bala, ni siquiera sentí algo. Solo sentía un calor grande en mi cabeza. No me podía mover, no podía abrir los ojos y tenía una sensación de humedad. Como si me estuviese derritiendo.
Una bomba, pensé, me había hecho explotar el cerebro.
El barrio en el que vivía siempre ha sido conflictivo. Había riñas, peleas y asaltos. También balazos. Siempre pensaba que si me tocaba una balacera, podía tirarme al suelo y salvarme. Pero acá no tuve capacidad de reacción. La bala -de 9 mm- chocó contra la pared, luego rebotó en una estufa y finalmente llegó a mi cara.
En mi casa tenemos un pacto: cuando es de noche y nos llamamos desde las piezas, si no hay respuesta no insistimos. Mi hermana hizo una excepción. Gritó mi nombre, yo no respondí, pero ella abrió la puerta igual. Cuando me alumbró con el teléfono me vio chorreada en sangre y gritó pidiendo ayuda. Yo estaba consciente de todo.
Los vecinos llegaron rápido. Me sacaron de ahí y después de muchas vueltas me llevaron al Instituto de Neurocirugía, donde reaccionaron muy rápido y me salvaron la vida. Curiosamente, mi cabeza funcionaba a mil por hora. Hablaba todo el rato y pedía que les avisaran a mis compañeros que no iba a llegar a las reuniones. Siempre he sido muy responsable.
Yo nunca había pensado que me iba a morir hasta ese día. Botaba la sangre por la boca y por todos lados. Ahí me empecé a poner nerviosa, porque odio la sangre y las heridas. La bala me impactó en una ceja y atravesó toda mi cara. Tomó una trayectoria muy afortunada, porque a pesar del daño que hizo y de las múltiples fracturas, no se me nota tanto. Sí tuvieron que operarme de urgencia, reconstruirme una parte del cráneo y operar la órbita del ojo izquierdo que estaba desviado. Hoy veo menos de lo que veía, pero al menos veo.
Desde que me llegó la bala no volví a dormir en Lo Prado. Solo he vuelto a buscar cosas. El primer día que fui, yo tiritaba. Vi mi pieza, por dónde había entrado la bala, el impacto en la estufa. Súper fuerte. Al mismo tiempo, pensé que tengo mucha suerte: si esa estufa no hubiese estado cruzada, habría pasado otra cosa peor. Quizá me hubiera muerto, o habría quedado con daño neurológico. Cuando uno lo piensa es chocante, pero yo tuve mucha suerte. O sea, estoy viva, estoy caminando, estoy pensando.
Han pasado recién tres meses y nunca me he cuestionado por qué esto me pasó a mí. Al contrario, pienso que tuve la suerte de quedar viva y que hoy veo la vida con otra perspectiva. He tenido días malos, obvio, pero han sido los menos y tienen más que ver con la recuperación y con la espera de la operación que por fin me saque la bala de la cara.
Agradezco que he tenido buenos doctores, enfermeras y kinesiólogos. La doctora oculoplástica Carmen Torres ha sido un ángel. Si hubiera gente como ella en todo el servicio público, todo sería tan distinto. Y si bien los doctores no han podido hacer todo lo que querían, porque aún no me han sacado la bala, la operación para reparar los daños del impacto fue rápida. Eso lo agradezco mucho.
La bala está hoy alojada en mi mejilla izquierda. Se ve, se toca, se siente. A veces me da una alergia fuerte. Hace pocos días los doctores me dijeron que me la podrán sacar. Es una buena noticia. Ahora falta juntar la plata para poder concretar la operación.
Mi vida ha seguido normal, aunque tuve que congelar la universidad. Sin mis compañeros, la gente conocida y mi familia no estaría tan bien. Me siento afortunada de las buenas vibras, del amor que me han dado y de las personas que han aparecido en este camino. Hoy ya no me frustro por lo que no tengo, porque siento que lo que tengo es mucho.
Mi única ansiedad hoy, además de tener la bala fuera de mi cara, es poder retomar mis estudios, volver a trabajar, volver a bailar y valorar la vida que llevo. Hoy tengo ganas de hacer todas las cosas que nunca he hecho. Nunca me he subido a un avión, y hoy tengo hasta ganas de viajar en uno. También de tirarme en parapente, en bungee y todo lo que antes me daba susto. Hoy quiero aprovechar la vida. Creo que se me viene un futuro increíble, porque pese a todas las dificultades aprendí que lo mejor es darles una vuelta a las cosas y encontrarles el lado bueno a las tragedias y dificultades.
Mi testimonio lo doy con una mirada positiva, aunque ojalá encuentren a los que me hicieron esto -mi caso sigue en la fiscalía- y se haga justicia. Pero trato siempre de pensar en mí, en que conozco a mucha gente que lo ha pasado mal y que quizá este relato puede ayudarlos a ver la vida con otra perspectiva.