A Humberto Maturana siempre le ha gustado jugar. Cuando era niño y se enfermó de tuberculosis, decidió cambiarse de nombre: así, quien entró y salió de los hospitales durante cinco años fue el señor Irigoitía, y no él.
Hoy, con 90 años recién cumplidos, también siente que el que envejece es otro. Cuando el 14 de septiembre su círculo le compró una torta, al biólogo no le pareció que fuera gran cosa llegar a las nueve décadas. Ante la insistencia de un equipo que colabora en la filmación de un documental sobre su vida y que está organizando un conversatorio para conmemorar la hazaña, explicó que para conservarse tan bien, él era, en realidad, un gato:
-Relajado y coherente con mis circunstancias.
En una sala de Matríztica -la escuela de pensamiento que abrió hace 18 años con Ximena Dávila- conversar con Maturana es como entrar en una danza. Como un felino que se deja acariciar por el lenguaje, escucha atento. Y antes de contestar, toma aire. Mirando a los ojos suele devolver también algunas preguntas. "El doc", como lo llaman sus colaboradores, habla susurrado. En su mundo, la palabra y el silencio son las dos puntas de un mismo lazo.
Maturana estudió Medicina en la U. de Chile. En 1958 se doctoró en Biología en Harvard y trabajó en el MIT. A inicios de los 70, desde la Facultad de Ciencias y junto a su discípulo Francisco Varela, acuñaron el concepto de autopoiesis, que plantea que los seres vivos son sistemas cerrados que se producen a sí mismos en el espacio molecular. Una década después publicaron el célebre libro El árbol del conocimiento. Su teoría biológica del conocimiento y del lenguaje, que establece entre otras cosas que no se puede hacer referencia a una realidad independiente del hombre, revolucionó el mundo de la ciencia, la educación, la filosofía y la sicología cognitiva. En los 90 recibió el Premio Nacional de Ciencias. Pero aun así, él no siente que su misión esté cumplida.
-¿Se mira distinto la vida a los 90?
-No me ha preocupado la edad. No me pregunto por los 90 hasta que la gente me dice que tengo esos años. Yo he vivido en el presente. Y si uno está siempre en el presente continuo, pueden ir cambiando los números en el calendario pero, a menos que cambies mucho físicamente, ni lo notas.
Maturana confiesa que está un poco más sordo y que ya no puede saltar como bailarín ruso, pero son pelos de la cola. La misma melena canosa de las últimas décadas sigue allí, arremolinada. Como cuando era niño, usa lentes. Su círculo dice que le obsesiona la robótica, pero que tiene un celular piñufla y que le cargan las selfies. Es de pocos amigos y come lo justo: su cuerpo se conserva menudo, pese a que su plato favorito son las pastas.
-El otro día me miré al espejo y lo único que encontré es que estoy más feo -dice riendo-. A menos que uno se preocupe o tenga alguna dificultad real, la edad no tiene presencia.
-¿Y cómo es ser un hombre sin tiempo, entonces?
Maturana se queda callado. Cruza una pierna antes de responder:
-Depende de cómo se ocupe uno de las circunstancias de ese vivir. Si tengo que obtener resultados, claro, me pongo en el tiempo. Pero parece que yo no me he planteado así. Más bien me he ocupado en hacer adecuadamente las cosas que me toca hacer en el momento en que me tocan. Y como observo, pienso, estudio, hago experimentos y me muevo en el entender de ciertos fenómenos como miembro de una comunidad y con mi conciencia social, mi camino no tiene fin. Si uno busca un logro, cuando lo obtiene se queda en el vacío y tiene que inventar algo nuevo. Y a veces uno inventa la misma cosa. Pero en cambio, si lo que usted hace no tiene un término, va a seguir mientras dure.
-Se supone que los años traen sabiduría. ¿Lo siente así?
-No tengo idea si soy más sabio (se ríe). La sabiduría es que uno use sus saberes de una manera adecuada a las circunstancias que vive y las circunstancias del vivir son siempre relacionales: se dan con otras personas, con la comunidad, con el entorno. Eso va a ir cambiando porque uno está cambiando físicamente y también tus recuerdos. Otros van a pensar tal vez que uno tiene sabiduría porque responde a ciertas preguntas con una historia más larga. Habiendo vivido más cosas. Pero son esencialmente las mismas preguntas las que uno se hace. Tienen que ver con la responsabilidad, la honestidad, el comprender, el cuidar. Con cómo convivir o cuál es el sentido social que tiene lo que uno hace.
-¿Y en su caso, las respuestas también son las mismas?
-Depende. Por ejemplo, cuando era estudiante de Medicina, en 1950, con mis compañeros de primer o segundo año nos preguntamos cuál era nuestra identidad política. Y cada uno transparentó su partido. Algunos eran independientes, otros eran socialistas, conservadores, liberales. Después nos preguntamos qué queremos. Y en esta enorme diversidad hubo sólo una respuesta fundamental: "Queremos devolverle al país lo que hemos recibido de él". Muchos años después, por la década del 70, si uno le preguntaba a un joven qué quería hacer con sus estudios, ¿contestaría igual? Hoy las coherencias tienen que ver con el hacer, pero antes tenían que ver con el país. Para mí esa respuesta sigue en pie. El país me ha dado todo.
-Usted recibió educación gratuita. Pero ese Chile que lo formó es distinto al actual. ¿No hay días en que despierta y se deprime?
-Es que si me deprimo, voy a morir deprimido. No, hago cosas que pienso que pueden ayudar a no quedar atrapados en este presente que estamos viviendo. Para que podamos tener conciencia de que requerimos seriedad en el cuidado ecológico. O que la población no puede seguir creciendo, entonces tenemos que ocuparnos en no tener todos los niños que puedan aparecer. Tenemos que tener conciencia e ir generando un mundo de mutuo respeto. De conversación, de reflexión, que en el fondo es lo que queremos con la democracia.
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Foto: Reinaldo Ubilla[/caption]
El primer movimiento
Maturana reflexiona desde niño. A eso ayudó una tuberculosis pulmonar que lo afectó desde los 12 años y que lo tuvo tres años en reposo y otros dos hospitalizado. La estreptomicina -el primer antibiótico que se inventó para tratar la enfermedad- terminó por salvarlo cuando ya había comenzado a estudiar Medicina. Pero Maturana creció como un niño solitario. Desde los siete años se hacía preguntas sin parar. Y jugaba con un gatito que merodeaba su casa. Pero un día el animal no se movió más y él, dice hoy, no entendió nada.
-Pregunté que si el gato no estaba vivo, qué era lo que estaba viendo. Y me respondieron que era su cadáver. Entonces mi pregunta fue qué es lo vivo. Tratando de entender esto me he pasado la vida -dice.
-¿Qué sentido le da hoy a todos esos años que pasó enfermo?
-Lo viví como quien está en el extranjero estudiando. Tenía que hacer reposo y supuestamente tenía prohibido leer, pero lo hacía en secreto. Me instalaba en el extremo de la sala y cuando entraba el doctor y preguntaba cómo estaba, yo de lejos decía que bien y tenía mi librito escondido.
-En esos tiempos leía a Nietzsche. ¿Qué le pasó cuando leyó Así habló Zaratustra?
-Sentí que lo que hablaba el libro tenía que ver conmigo. Yo estaba también en una transición, como Zaratustra cuando baja de la montaña. Hay un relato que se llama "La metamorfosis del espíritu" que me marcó. ¿Usted lo ha leído?
La historia a la que hace referencia presenta al superhombre como el fruto de tres transformaciones: la del espíritu, que se transforma en camello para solazar sus fortalezas y recibir la carga de las creencias y las obligaciones sociales y morales; la del camello, que se convierte en león para no inclinarse ante nadie y enfrentarse a lo más terrible; y la del león, que se transforma en niño para poder liberarse y volver a la inocencia y al juego.
-Ese primer movimiento -suspira el biólogo evocando a Zaratustra -fue la promesa de un nuevo comienzo para él.
Maturana pensó que se iba a morir. Pero se recuperó y también comenzó a desapegarse de las verdades.
-¿Cambiarse de nombre habrá ayudado a salvarse de la muerte?
El "doc" se larga a reír. Cuando estuvo internado en el Hospital Salvador, le dijo a los doctores que no era más Humberto Maturana, sino el señor Irigoitía. Y como pasó un año allí, todos terminaron por asumirlo.
-¿Me va a creer que años después me encontré con uno de los asistentes que me cuidó cuando estuve hospitalizado? "Señor Irigoitía", me saludó.
-¿Y usted no le dijo que ese señor se murió, pero que se salvó Maturana?
-No sé si el señor Irigoitía se habrá muerto. Yo creo que no, ya que usted me pregunta por él. Pero es parte de la historia de uno. He tenido distintos nombres según la época y cada uno es un inicio distinto. En ese entonces dije: no soy yo el que está enfermo, es otro señor. Después estuve en el sanatorio de Putaendo y me puse Tubalcaín, que es el hijo de Caín. Había leído el Génesis y me enojé con Jehová.
Maturana se enojó con Jehová cuando llegó a la conclusión de que fue la envidia que generó entre los hermanos la que llevó a Caín a matar a Abel. Porque preferir a uno implicó el rechazo del otro. Una discriminación que no tenía por qué hacer, dice.
-La discriminación se sustenta en teorías que niegan el amar. Y yo me puse Tubalcaín para reivindicarlo -explica orgulloso.
El amar ha sido una constante en las decenas de libros que el biólogo ha publicado, y en gran medida se lo debe a su madre, Olga Romesín: "una mujer alegre y exigente" a la que Maturana llama "la mamá". Ella le obsequió la luna cuando era chico y le enseñó que "el pecado no existe y que las conductas no son buenas ni malas en sí mismas".
"Es responsabilidad de cada uno saber cuál es cuál en cada momento", le explicó cuando Maturana tenía 11 años. Acababa de morir la abuela. Y su hermano y él estaban preocupados porque desde su partida no estaban yendo a misa.
-Fue un regalo fantástico -dice hoy el biólogo.
El amor a lo femenino es ineludible en su obra. Incluso Matríztica hace referencia a la matriz biológica de la existencia humana, el útero.
-¿Se siente feminista?
-No sé si soy feminista. Pero sí creo que lo mejor en la vida del hombre es la mujer y participé de una reunión feminista una vez. Había toda esta queja contra los hombres que era perfectamente válida y yo, que creí tener derecho a hablar porque fui criado como niña y desde temprano aprendí a lavar, cocinar y tejer, pedí la palabra. Como biólogo dije además que creía que las podía ayudar a solucionar su problema. Es fácil: por medio de la partenogénesis femenina, la reproducción sin la participación del hombre, los hombres se acaban, desaparecen. Pero todas se levantaron y dijeron "no" al unísono. Y lo dijeron porque el hombre no es el problema, es la conducta machista y misógina. No queremos el autoritarismo, la discriminación. Lo que me parece bien son las movilizaciones en pro de la equidad.
-¿Usted ha amado en equidad?
-La vida es un proceso que te permite ir entendiendo mejor el amor. El amor es dejar aparecer. Y según lo que uno ve, actuar. Ese dejar aparecer requiere la simplicidad y la amplitud de no anteponer ningún prejuicio, exigencia o supuesto en la relación.
-¿Hay que soltar el control y dejar fluir?
-Sí. Pero no en el sentido de que cualquier cosa vale. Las quejas de no ser amados en general tienen relación con no ser visto o no ser escuchado. Cuando uno de los dos en una pareja dice: "pero déjame decirte…" y el otro dice: "pero si ya sé…", se corta el diálogo porque tienes una idea preconcebida sobre el otro. El amar es inocente. Simplemente es. Hay un momento en que Jesús le dice a sus discípulos: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado". Si usted mira la historia de los Evangelios, se va a dar cuenta que Jesús amó dejando aparecer.
-¿Todo eso habló con el Dalai Lama para que él diga hoy que aprendió de usted el desapego?
-No supe hasta mucho después que la conversación que había tenido conmigo, él la leyó como una enseñanza de la naturaleza del desapego. Yo sólo le expliqué lo que era la ciencia, pero no me imaginé que eso iba a ser iluminador en esa dirección.
-¿Y qué le enseñó él a usted?
-Me mostró su seriedad en seguir sus propósitos desde niño y a lo largo de su vida. Él creció como el fruto de una reencarnación.
-¿Y usted cree en eso?
-No. Lo que sí creo que existe son los recuerdos y las presencias de las personas a lo largo de la historia. Por ejemplo, Aristóteles todavía anda por ahí con nosotros. No como una cosa, pero sí como un referente que aparece en el recuerdo, en la reflexión a través de la evocación.
La nostalgia
Pero a Maturana hay nombres que le duele evocar. Si bien sostiene que el que ama no sufre, hace cuatro años le costó mucho aceptar la pérdida de Beatriz Genzsch, su mujer por 35 años.
Lectora del I-Ching y del tarot, alguna vez le leyó las cartas al biólogo. Ninguna le advirtió que Beatriz tendría que someterse a una operación que le costaría la vida debido a una negligencia.
-¿Qué fue lo más doloroso de aceptar esa partida?
-Lo repentino que fue perder a una compañera. El dolor de la ausencia. El vacío. Pero estoy en otra parte ahora... -dice estableciendo un límite.
"El doc es una persona que chutea lejos las emociones y el dolor", explicará más tarde su colaboradora Ximena Dávila. Ella fue una de las pocas personas que lo apoyó en ese duelo que vivió en 2013 aislado en su parcela de Lo Cañas. Se habían conocido en 1997, cuando Maturana aún era profesor en la U. de Chile y ella se acercó para contarle que como orientadora familiar había descubierto que todo dolor es de origen cultural. Maturana, que según Ximena en ese tiempo "estaba rodeado de seguidores pero profundamente solo", quedó maravillado. Desde entonces ambos creen que si se cambia la cultura, otro mundo es posible. Aunque se suele decir que son pareja, ellos lo niegan. Ximena dice que ambos se han apoyado en momentos difíciles. Y que uno de ellos fue la muerte de Beatriz.
-El doc no habla de ella, pero en esa época le pregunté qué sentía. Y su dolor era de nostalgia -dice sentada a su lado.
Maturana asiente. "La nostalgia es el dolor por no tener algo que alguna vez se tuvo y se perdió", dice. "Lo que aprendí de ese duelo es que a veces uno tiene todo y no lo ve. Que sólo tiene presencia ante ti cuando lo pierdes".
-Qué misterio más grande es la muerte.
-Sí. Pero a mí no me preocupa. No quiero ganarle ni hacerle gallito. No quiero tener éxito en nada. A ver, yo quería ser biólogo. Pero no como un logro, sino como una manera de entender a los seres vivos, y aquí sigo. Yo sé que me voy a morir y me quiero morir antes de viejo.
-¿Qué es para usted la vejez sino son estos 90?
-La pérdida de la autonomía. Eso es. Yo no quiero llegar a viejo y depender de otros. Si usted me pregunta si estoy de acuerdo con la muerte asistida o escogida, absolutamente sí.
-¿Eso quiere decir que cuando se quiera morir se va a hacer una eutanasia?
-Así es.
-Pero de ese tema ni siquiera logramos conversar aún como sociedad. Está prohibida.
-Tal vez porque uno no sabe lo que viene después. Pero después no viene nada. Se acaba nomás como individuo. En realidad a lo que uno le teme no es a la muerte sino al cómo se va a morir: con dolor, con miedo. Pero si uno escoge morir, es una muerte suave. Incluso si uno se pega un disparo. Además, la sobrepoblación es desastrosa para el planeta. Si podemos ayudar a quienes estén viejitos a morir tranquilamente, si así lo escogen, que así sea.
-¿Usted cree en Dios?
-No. También me enojé con él.
Maturana se queda en silencio unos segundos y va en busca del recuerdo que lo explica:
-Yo acompañaba a la mamá que era asistente social de un policlínico en las visitas domiciliarias que hacía. Debo haber tenido unos 11 años y fuimos a comprobar el habitar de una mujer que estaba en Punta de Rieles, al final de Macul. En una mediagua sobre un hoyo en el suelo, la mujer estaba tapada con harapos. Y al lado suyo había un niño que puede haber sido un poco menor que yo. Recuerdo que pensé: no tengo nada especial para tener una casa mejor que la de él; y tener el privilegio de comer todos los días e ir al colegio, mientras él no tiene nada. Si Dios es poderoso y sabio, ¿por qué permite esto? Entonces lo rechacé.
-Y cuando se enfermó, ¿a quién le rogaba sanarse?
-A nadie. Estaba enfermo nomás. La mamá trabajaba, así que me dejaba en la cama con una cartulina, tijeras, engrudo y algún libro de cuentos. Y mi vecina, la señora Blanca, me traía comida a mediodía. Yo estaba solo. Hacía figuras de papel: aviones, animales.
-¿Los años lo han llevado a conectarse más con su niño interno?
-Se habla del niño interno, se dice que todos tenemos uno, pero yo sé biológicamente que los seres humanos somos neoténicos, que es la infancia prolongada, de modo que seguimos siendo toda la vida infantes que disfrutan del juego, la reflexión, la conversación, de inventar cosas.
-Pero hay gente que al envejecer se pone dura e inflexible también.
-Pero es porque se acabó su infancia muy temprano y se vuelve adulto. Ese es un fenómeno síquico.
-¿Y cómo se hace para mantenerse niño a lo largo de la vida, entonces?
-Tiene que ver con la curiosidad, con la disposición a la reflexión, con el preguntar, con el estar abierto a la ternura, a la colaboración. El sexo aparece ahí en el medio y pasan cosas. Pero incluso cuando nace un bebé, el papá y la mamá se vuelven más niños. Cuidan al pequeño, juegan con él. Quiero decir que uno es adulto desde el punto de vista cultural cuando tiene ciertas responsabilidades, pero biológicamente, en la intimidad, sigue siendo niño.
Mea culpa
A Maturana también le tocó conectarse con su niñez cuando fue padre. Pero como se crió prácticamente solo con su madre, no tuvo referente masculino al que echar mano. Ejerció su rol espontáneamente, dice.
Tenía 27 años cuando nació el mayor de sus dos hijos en Londres. Gracias a una beca de la Fundación Rockefeller en 1954, Maturana estudiaba anatomía y neurofisiología en el University College. Su primera mujer, Maruja, con quien estuvo casado 20 años, estudiaba Medicina, así que él se quedaba con la guagua y la llevaba en un canasto al laboratorio. Cuando el niño cumplió un año, lo dejaba con familias inglesas que hacían el rol de jardines infantiles.
-Lamento que haya tenido que dedicarme más tiempo al trabajo que a los niños pero así es el espacio cultural -dice.
-¿De qué más se arrepiente?
-No tengo un gran pecado que confesar. Ni nada muy concreto que decirle. No me recibí de médico. Pero me sirvió lo que aprendí de Medicina. Y me hubiera gustado estar más tiempo con mis hijos, pero estoy teniendo un poco más de tiempo con ellos ahora. Lo bueno de darse cuenta que uno se equivocó es que uno puede hacer cualquier cosa: indignarme por mi estupidez, o puedo decir: guau, tengo que pensar esto de nuevo.
-¿Les pidió disculpas a sus hijos?
-Sí. Porque no es bueno para los niños que el papá y la mamá no estén más tiempo con ellos. Y no es bueno porque uno es una promesa de compañía y de pronto no está. Yo jugué con ellos, los cuidé, pero al mismo tiempo tenía responsabilidades porque trabajaba en la universidad. Recuerdo que en el laboratorio le daba de comer a las ranitas y le daba mamadera a él.
-Pero no fue suficiente.
-No. Porque cuando regresé a Chile en el 60, él tenía cinco años y yo, entre las clases y el laboratorio en la Chile, apenas tenía tiempo. Llegaba tarde a la casa y los domingos me quedaba con los dos niños, pero escribía con uno encima y el otro al lado. Hacía lo que podía.
-Tampoco tuvo un referente en el que apoyarse. ¿No le dio rabia eso?
-Yo no tenía papá al que preguntarle cómo era ser papá. La mamá se separó de él cuando yo tenía uno o dos años, y no lo vi más, así que fui un niño solitario. No tengo una queja de mi infancia, sin embargo. No sentí falta de papá porque no se hablaba de él como un papá ausente. No estaba nomás. Después, cuando tenía unos 10 años, apareció, pero como no estuvo, no faltó siquiera…
-Ya era tarde.
-Claro. El papá no es un ente, es una relación. Entonces yo no tuve papá. A lo más después tuve un padrastro que fue cariñoso: "el papi".
La voz de Maturana queda suspendida. Traspuesta en una época en que en un intento por eliminar al padre le dijo a sus profesores en el liceo Manuel de Salas que ya no le dijeran Humberto Maturana sino que Sasha Romesín.
-¿Fue más fácil ser abuelo?
-Fue más difícil aún, porque había más distancia. En las familias extendidas el abuelo es parte de la cercanía. Pero yo fui abuelo ocasionalmente y después los papás viajaron. Tengo 90 años y no puedo decir "qué rico: fui ese papá y abuelo del cual se habla". ¿Mis hijos tienen hijos? Sí. Pero no me siento abuelo aunque sé que he sido abuelo. Es que yo trabajaba, nunca he dejado de trabajar…
Maturana se queda en silencio un momento. Recuerda que en la casa donde vivía en esa época tenían una piscina y que uno de sus nietos, de unos cinco años, cayó al agua en pleno invierno. El biólogo, que estaba sentado mirando al pequeño, lo vio buscar innatamente el borde para no ahogarse. Entonces se paró y lo sacó agarrándolo del chaquetón.
-Te felicito. Te salvaste solo -le dijo como si se hablara también a sí mismo.