Capítulo 1
Estoy aquí, Eva, a tu lado. Estoy sentada en el pasillo frío junto a la sala de operaciones donde estás acostada, desnuda, por última vez muchacha, niña, mujer.
No me escuchas ni puedes verme, pero estoy aquí. No te dejo. Prometí que me quedaría hasta al final y aquí estoy. Te he traído hasta el culo del mundo para hacerte desmembrar como a un cordero sacrificial y me quedaré contigo hasta que este sacrificio extremo se cumpla. Hasta que tú no seas más tú y en tu lugar haya una persona nueva.
Me has dicho: «No te vayas, mamá, no me dejes mientras estoy ahí dentro». Me has dicho: «No te vayas ni un minuto, ni un segundo, que si me despierto necesito que estés aquí».
Sé que no te despertarás en horas, pero de todas formas no me muevo. Te hice una promesa y siento que abandonar esta silla es un mal presagio.
Cada tanto, alguien me trae un vaso con alguna cosa adentro, té, café, jugo, no me preguntan, pasan y lo dejan en la silla junto a mí. Levanto los ojos para agradecer.
Me tratan como un animal abandonado, como alguien a quien alimentar, ya que, de lo contrario, se dejaría morir.
Tampoco conocen mi nombre. Me llaman, simplemente, la madre. Como si fuera un arquetipo, la matriz, la madre de todos, de todas las criaturas, mujeres y hombres puestos a salvo en tierras seguras.
Ya no dicen, siquiera, la madre de. Simplemente la madre.
Estoy sola, elegí seguir este camino sin nadie más. Elegí cargar este peso contigo, porque tú eres mía y siempre fuiste mía y, si algún error cometimos, lo cometimos las dos.
No leo, no hablo con nadie, no tengo la fuerza. Espero y sigo mis pensamientos que llegan en ondas, se detienen, luego retornan. A ratos me siento rebasada de recuerdos, a ratos vacía como una calabaza. Si intento frenar los pensamientos, me conducen a asociaciones mentales inoportunas. Como la calabaza, tal cual. Recuerdo cuando vaciamos la calabaza porque querías a toda costa la linterna de Jack para la fiesta de Halloween. Pasamos una mañana cortándola y vaciándola y, cuando al fin logramos terminar, lloraste de miedo por los dientes en punta, entonces tu papá intervino y transformó los dientes en una sonrisa.
Siempre fue su mejor don, acomodar las cosas, suavizar los ángulos, redondear las puntas para que tú y yo no nos hiriéramos.
Siempre me ha enrostrado no lograr mediar: «No todo es blanco o negro, hay zonas entremedio donde es más cómodo habitar». Lo mismo hizo con tu disfraz, cuando transformó la bruja en un vampiro. Porque con falda, decías, tenías mucho frío y te hacía sentir incómoda y ese llanto que seguía le desgarraba el alma.
Así que el vestido se convirtió en un mantel, la escoba en una hoz. Abrió la caja de herramientas y trabajó durante un día entero contigo al lado para devolver las cosas a la normalidad. Entonces cerró los ojos, como hizo tantas otras veces. Cerraba los ojos y permanecía en sus tierras amortiguadas.
Yo no. Yo, por el contrario, lo veía todo. Compartía contigo las zonas extremas y respiraba el frío que me helaba entera.
Lo mismo respiro hoy día.
No sé desde hace cuánto tiempo estoy sentada ni cuánto más me quedaré. Hablaron de horas, seis, tal vez siete. Si todo va bien, si no hay complicaciones. Si tu cuerpo se deja deshuesar sin oponerse.
Pero el tiempo no cuenta. El tiempo no existe más. Se ha detenido. Volverá a empezar solo cuando te despiertes y me mires con tus ojos nuevos de paquete. Punto cero del año cero. Desde entonces los relojes recomenzarán. Desde entonces buscaremos una nueva forma de mirarnos, de nombrarnos, de hablar.
Cada tanto contesto el teléfono, alguien me llama desde Italia para tener noticias, para darme aliento o para recibirlo de mí, que soy el árbol fuerte con las raíces bien plantadas en la tierra.
Tu papá me llamó temprano en la mañana, cuando todavía no sabíamos si habían dado el vamos al baile de la transformación. Me preguntó cómo estás, cómo están. Quería detalles, no quise dárselos. Los detalles aumentan la ansiedad.
Fui yo quien le pidió que no viniera. No quería que te viera como esta mañana te vi a través del vidrio de la sala de operaciones: adormecida, desnuda y expuesta a todos, acostada de espalda en una habitación fría llena de gente que da vueltas a tu alrededor mientras hablan de su jornada, de la cena de la noche anterior, del calor y el aire acondicionado que hace tan mal. No quería que te viera mientras alguien te dibuja el cuerpo con un lápiz verde para preparar la entrada del bisturí.
No son las mismas líneas que te dejabas sobre el cuerpo cuando pasábamos horas dibujando juntas. Seres de dos piernas con un cuerpo de línea y dos brazos: mamá, papá, Eva. Y alrededor el pasto, la casa, la entrada, el río, el cielo azul. No ha sido tan perfecto desde entonces.
Sé que no lo habría soportado.
Sé que esa imagen habría regresado en sus sueños durante meses, durante años. Lo habría torturado como un recuerdo de guerra. Habría cerrado los ojos y habría visto a su niña sobre la mesa del cirujano. Lista para hacerse trasplantar los órganos sanos para sustituirlos por preparados de silicona.
«¿Qué estamos haciendo?», me preguntó esta mañana. «¿Qué le estamos permitiendo? Llévatela. Trata de convencerla, y si no lo logras empújala, arrástrala. Háblale de los riesgos, de la vida que no volverá a ser igual».
«Lo sabe. Ya lo sabe todo, mi amor. No servirá repetir las mismas cosas. No serviría amarrarla. Antes o después se liberaría y se iría lejos de nosotros».
Hay padres cuyos hijos a los veinte años son campeones de nado o de gimnasia. Cuando compiten lejos de casa, los miran en la televisión junto con amigos y parientes. Los siguen como sea a cada competencia. Los acompañan, los incitan. Los ven cuadrarse mientras alzan la bandera italiana con la luz en los ojos diciendo al mundo entero: es mi hijo, lo ven, es mi hijo.
Hay padres que tienen hijos que a los veinte años mueren en la calle, dejan la vida contra una barrera de protección o un cruce no respetado. A veces ponen pequeñas tumbas en las veredas, flores, muñecas de trapo, escritos, «no será la oscuridad la que haga dormir tu alma, quien vio hable, no lo dejen morir dos veces».
Hay otros padres que tienen hijos que se van lejos, hijos que se casan, se divorcian. Hijos que tienen hijos.
Y hay padres que tienen hijos que cambian de sexo. A los dieciocho años. Después de una vida mirándote con ojos equivocados.
Capítulo 2
El pasillo al que dan las salas operatorias es un túnel frío envuelto de neón. Miro hacia el suelo. Veo piernas y pies pasar. Todos llevan los mismos zapatos de goma con gruesos calcetines. La temperatura adentro es aún más baja. Las puertas se abren y se cierran con un botón parecido al de los semáforos. Presionas, entras y la puerta se cierra automáticamente a tus espaldas.
Normalmente no está permitido esperar aquí. No es un lugar acogedor, no es un lugar para estar. Lo que hay es solo un pasar de pies y voces. Los parientes de los pacientes normalmente esperan en las habitaciones. Esos sí que son lugares acogedores. Habitaciones de cinco estrellas en el hotel del horror.
Los «teatros operatorios», como los llaman aquí, están cerrados a las miradas del exterior. Solo los afiliados a esta sociedad secreta son admitidos. Los hechiceros y las víctimas, los actores y sus instrumentos. No los espectadores. Ellos no están previstos en el teatro de la tragedia.
Me lo permitieron sin que yo lo pidiera. Me invitaron a sentarme aquí para poder estar cerca tuyo.
Hay algo en nosotras, en mí y en ti, que provoca delicadeza en quienes nos rodean. Como si fuéramos dos almas, no personas de carne y hueso. Historias que contar, recuerdos que dejamos impresos. Somos demasiado para cualquiera. También ocurre con los doctores. Tienen modos gentiles, nos hablan con humildad, nos dirigen miradas que, estoy segura, no dirigen a otros pacientes. Solo con la madre y la niña. Somos el original de madre e hija. La copia de la cual todas las demás proceden. Por eso el desguace les causa dolor a todos.
Una de las enfermeras vino para llevarte a la sala de operaciones. Es una mujer bella, de unos cuarenta años, como todas las demás enfermeras. Lo noté la primera vez que vino. Rubia, de piernas largas y rostro estirado. Una raza de replicantes que parece haberse clonado en esta tierra inhóspita.
Cuando vino a buscarte a la habitación, me hice a un lado y dejé que te preparara. Una vez terminada la preparación me dijo en un inglés con fuerte acento eslavo que, si quería, podía seguirla. No hice preguntas, tomé la cartera y dije: «Sí».
Atravesamos el corredor, tú arriba de la camilla y yo detrás. Los ojos de los presentes nos siguieron hasta que cambiamos de ángulo. Quienes tuvieron la fuerza de cruzarse decían «que Dios las bendiga». Pero Dios no estaba con nosotras hacía mucho tiempo.
Nos detuvimos delante del ascensor de vidrio y acero y esperamos que llegara, luego desaparecimos dentro y, cuando las puertas se reabrieron, estábamos en la más moderna y diabólica máquina para la creación de nuevos seres humanos. Afuera, Serbia; adentro, un búnker de científicos que proyectan una nueva especie.
Tú y tus verdugos desaparecieron detrás de una puerta semáforo. Yo me quedé afuera. La enfermera rubia me indicó una silla.
La había dispuesto para mí, y me senté.
Observé durante unos minutos el ir y venir de la sala preguntándome quién hacía qué. Los colores de los uniformes debieron darme alguna indicación, pero me confundía entre el verde claro y el verde oscuro. Hasta que un hombre de unos cincuenta años salió y vino directo a mí. Era verde claro. Comprendí de inmediato que era un médico que quería hablar conmigo. Solo cuando estuvo cerca lo reconocí, acostumbrada como estaba a verlo con ropa de calle. Era Radovic. Sus ojos azules, su rostro abierto, la espalda curvada por las horas transcurridas junto a la mesa de operaciones. La primera vez que lo vi fue en una fotografía, en un artículo del periódico: «Serbia, el paraíso para cambiar de sexo». En la parte alta del artículo él miraba seguro, con aires de sentirse Dios. Me lo habías traído como si fuera la publicidad de un lugar de vacaciones. Un viaje exótico que querías pedir de regalo para tus dieciocho años.
A ese recorte siguieron otros, y mails y links que, poco a poco, veía entrar en mi casilla de correo. Todos publicitaban la misma aventura sin retorno.
El doctor serbio me saludó con un apretón de manos y un discreto italiano, aunque marcado por el acento eslavo. Italia le enseñó a diseccionar los cuerpos. Había estudiado medicina en la Universidad de Aquila, antes de ir a especializarse no sé dónde. Me preguntó cómo estaba, cómo estaba tu padre y, cuando terminó de hablarme de cosas que no concernían a la operación, agachó la cabeza y se fue, dando un par de pasos hacia atrás para luego darme la espalda definitivamente.
Antes de hacer operaciones de este tipo, había trabajado en hospitales públicos. Volvió a Serbia cuando la guerra estaba en el aire como un temporal en el horizonte y se convirtió en un joven médico que curaba a los heridos de guerra en su pueblo.
Cuando dejó de rearmar cuerpos destrozados por las bombas, deshuesar y recoser desconocidos en busca de una nueva identidad no le pareció tan terrible.
Salvo contigo. Contigo, se entendía, era distinto. Tal vez porque la primera vez que fuimos a verlo tenías dieciséis años, tal vez porque hablabas como una niña, porque eras una niña y dijiste: «Quiero que lo hagamos pronto, para mi cumpleaños número dieciocho. Quiero comenzar la vida adulta con mi nombre verdadero».
El nombre que yo te había dado al nacer no era tu nombre verdadero. Tampoco los que recibiste después, los sobrenombres del amor de tu papá: mimí, escobita, ranita. Para borrarlos bastaría un golpe de bisturí y una sentencia del tribunal.
Silvia Ferreri, la autora: "Para una madre, es una decisión imposible de rechazar"
¿Qué le pasa a una madre que acompaña a su hija en una cirugía de modificación genital? Ferreri tomó una investigación sobre el tema y la convirtió en una novela de realidad ficcionada.
Todo comenzó con un llamado de su madre hace siete años.
-¿Te acuerdas de la hija de mi amiga que conociste cuando eras niña? -le dijo ésta a Silvia Ferrer, periodista y escritora nacida en Milán, que entonces esperaba a su primer hijo en París.
-Pues ella ya no quiere ser más ella. Quiere operarse y ser realmente lo que siente que es: un hombre -agregó la madre.
Ferreri sintió el escalofrío que produce una buena historia en un cronista. Tres años antes, en 2007, había publicado con éxito una investigación periodística sobre la discriminación a la madre trabajadora en el mundo laboral y la baja natalidad en Italia. La llamó Uno coma dos. Viaje al país de las cunas vacías.
La madre siguió dándole detalles por teléfono. Le dijo que su amiga se resistía a aceptar la cirugía de su hija y que ese anhelo de la niña había generado un terremoto emocional en el padre, en sus hermanas y abuelos.
Ferreri, que acariciaba su vientre mientras escuchaba, nunca olvidó esa conversación.
-Estaba en un momento de creación de la vida, y esta destrucción del cuerpo a la que se sometería alguien que conocía me impactó mucho -dice sobre la génesis de una investigación periodística a la que se dedicó dos años y que luego ficcionó bajo el nombre La madre de Eva. En Italia, el libro ganó el Premio Prunola y fue finalista del Premio Strega este 2018.
Ferreri explora en el lado humano, médico y legal de la transexualidad, tema que ha marcado la agenda de este año en Chile y que hizo noticia en las últimas semanas cuando se promulgó la esperada Ley de Identidad de Género. El libro, que se lanzará oficialmente el 16 de diciembre en La Furia del Libro, es el crudo testimonial de una madre que desde el pasillo de una clínica serbia le habla a su hija mientras los médicos preparan su operación de reasignación sexual. Eva acaba de cumplir dieciocho años y la madre se hace preguntas complejas: "¿Qué pasa cuando no conseguimos reconocer y aceptar al otro? ¿Hasta dónde puede llegar el amor?".
-En Chile tu libro tocará fibras muy sensibles. ¿Cómo lo construiste?
-Realicé una investigación muy detallada porque entonces no tenía ningún contacto ni conocimiento del tema. No sabía qué puertas tocar, y además el tema de la transformación física era tabú en esos años en Italia. Y si hacías preguntas, parecía que metías las narices donde no debías. Llamé a la amiga de mi madre, pero no quiso que su historia entrara en un libro, quería mantenerla en la intimidad. Hasta que conseguí a un médico que hace este tipo de operaciones en un hospital público de Roma, el San Camillo. Él me contó muchas cosas, hasta me dejó entrar en el quirófano con él para ver una operación.
-¿Cómo recuerdas ese día?
-Al principio dudé en asistir. No sabía si era algo que podía afectarme. Pero al final me dieron una bata y una mascarilla y me llevaron dentro del quirófano. Me ubiqué justo al lado de la camilla. La persona estaba tumbada, desnuda, lista para la operación. Hablé mucho con el anestesista y los enfermeros; me explicaron paso a paso lo que harían. También tuve entrevistas muy largas con una sicóloga y con un asesor legal que se ocupa de estos casos en Italia. Y visité Serbia, que es el lugar donde transgéneros de todo el mundo van a operarse por la alta tecnología de sus clínicas. Si bien en Italia no es requisito esperar cumplir los 18 años para someterse a una intervención, la ley prohíbe que un cirujano extirpe órganos sanos, así que la decisión la tiene que tomar el juez, una vez que recibe la documentación del siquiatra, la de la Agencia Sanitaria Local y la del endocrinólogo que se ocupó de la terapia hormonal. Sólo después de la reasignación quirúrgica del sexo pueden cambiar el nombre en el carnet de identidad, salvo algunas excepciones. De modo que la cirugía es vital.
-Solemos hablar del derecho de los transgéneros a ser lo que sueñan de sí mismos. Pero tú decidiste abordarlo desde las madres. ¿Por qué?
-Me interesaba relatar las emociones y el recorrido de una madre que vive y sufre esta decisión de parte de un hijo o hija. Una decisión que de alguna forma es imposible de rechazar, pero cuyas consecuencias repercuten totalmente sobre ella. En la novela no hay opiniones, creo que es un tema tan delicado y tan arrebatador en la vida de una persona que nadie que no haya vivido esta experiencia en carne propia debería permitirse juzgar. En el libro el protagonista es el cuerpo y los cambios que sufre, el sacrificio del mismo.
-La culpa de haber dado a luz a un ser en un cuerpo equivocado recorre el libro.
-Creo que las madres siempre viven con un sentimiento de culpa. En España, cuando a las mujeres les dan el alta en el hospital después del parto, se les dice que recibirán "la mochila". Y esa mochila es el peso de una responsabilidad que las acompañará toda su vida. No sé si es el papel que les da la sociedad o es algo que las madres buscan dada esa capacidad increíble que tiene la mujer de tomar todo en sus manos. No hay ninguna decisión más dolorosa que ésta, sin embargo. Cuando ves a tu hijo en el quirófano después de un accidente de auto puedes echarle la culpa al destino, pero cuando éste decide cambiar de sexo y poner en juego su vida para destruir su cuerpo y construir uno nuevo, el proceso mental y emocional es extremadamente humano: un recorrido que va desde el rechazo a la total aceptación, y donde paso tras paso la madre se da cuenta de que por amor a su hija, esto es lo que debe hacer. Porque, de no ser así, su hija será infeliz… o ni siquiera habrá hija, porque no hay otra posibilidad.
-¿Cómo reaccionaron los lectores cuando se lanzó el libro en Italia?
-Se han apasionado mucho por él. Me escribieron muchos jóvenes transexuales italianos que me dijeron que les gustaría muchísimo que sus madres lo hubieran leído. Y hubo uno que se lo dejó sobre el velador, esperando que lo encuentre. Aunque el debate sobre la transexualidad que pueda generar el libro es importante, pienso que el tema es la dificultad de aceptar siempre y en cualquier caso las decisiones de un hijo. Ser capaz de ser madre o padre en el sentido de ser seres humanos que se encuentran con otro y lo ayudan a crecer sin asfixiarlo, intentando sacar lo mejor de él, es muy difícil.
Tanto en Chile como en Italia no hay registros oficiales de cuántas personas se someten a cirugías de transformación genital al año. Aunque la Sociedad Italiana de Cirugía Plástica, Reconstructiva y Estética, y la Sociedad Italiana de Andrología hablan de alrededor de 60 pacientes anuales, siendo considerablemente mayor el caso de operaciones de hombre a mujer. El tiempo de espera, como acá, suele ser largo: en general, de 6 a 24 meses. Más información en http://especiales.latercera.com/transicion/salud-trans.