Historia de dos ciudades y La isla del tesoro. Esos dos libros fueron los que Fernando Merino le regaló a su hijo Roberto, cuando tenía 10 años. Varias décadas después, este niño ya convertido en un adulto, poeta, columnista y cronista publicó ese episodio en el libro Padres e hijos (2015). Un volumen donde compila las columnas sobre el tema que escribió durante años en Las Últimas Noticias.
Hoy, Roberto Merino cuenta, con algo de culpa, que nunca leyó esos dos libros que le regaló el padre. Aunque, casi como un acto de justicia, él mismo sentiría después en carne propia ese desinterés filial, esta vez a cargo de sus hijos Clemente y Agustín. "Supongo que también me pasó, son cosas que se revelan con el paso del tiempo. Nunca se sabe tempranamente qué de lo que tratamos de influir en la mente del otro se instala de manera productiva en ella. Es un proceso de siembra al voleo. Por poner mucho entusiasmo, a veces se genera una aversión del hijo hacia cosas que pertenecen a los deseos del padre".
-El libro da cuenta de un trabajo de observación, en el caso de tus hijos, y de recuerdo, en el caso de tu padre. ¿Son procesos distintos?
-No, me parece que es una misma zona emocional. De hecho, no fue sino hasta que tuve hijos que entendí aspectos velados de la infancia de mi padre.
-¿Cómo se supera el instinto de preservar la intimidad de esas relaciones?
-Sé que hay que dosificar las menciones a todos ellos. Insistir demasiado en el tema implica cierto grado de antipatía para los que leen. También calibro la frontera entre lo público y lo privado. Las crónicas no son confesiones ni exhibición descarada de lo íntimo.
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Roberto Merino y sus dos hijos, Clemente y Agustín, en 2005. Foto: Archivo Roberto Merino[/caption]
En su potente columna Espectros circulares, Merino escribe: "Un padre y su hijo siempre están de algún modo dentro de un círculo, y en momentos específicos sus destinos intersectan hasta volverse indistinguibles. Yo fui el destino de mi padre como mis hijos serán el mío. Veo jugar a mis hijos y me perturba el déjà vu: yo mismo arrodillado en un suelo de ajedrez haciendo andar un autito rojo y mi padre a unos metros mirándome fijo, como si estuviera viendo en mí el fantasma de su infancia".
-En tus columnas se ve una crítica a tu crianza: a los convencionalismos, el apego a las reglas, el exceso de lecciones. Como padre, ¿qué aspectos de esa crianza buscas evitar?
-Mi idea era que el mejor modelo estaba en la conducta antes que en los discursos. Mi papá daba algunos consejos que él mismo no seguía. Luego, creo que no torturé a mis hijos con exigencias escolares; cuando había problemas, mi función era descomprimir la presión. En cuanto a repetir crianza de mi padre en mis hijos, probablemente sí, pero sólo puede haberse dado de manera inconsciente.
-¿Tu relación con tu padre era muy distinta a la que tienes con tus hijos o la historia se repite?
-Veo a mis hijos más libres de lo que yo fui. Se han criado, a diferencia mía, con vínculos sociales. Yo crecí bastante encerrado.
-Ricardo Piglia tuvo hijos, pero cambió de opinión: alguna vez declaró que para dedicarse a la literatura había decidido no ser padre. ¿Cambian los hijos la forma de ver la literatura?
-No concibo la posibilidad de haber pospuesto a mis hijos por la literatura. Apelaría en este caso al sentido común. Fue importante no ceder a la neurosis de adjudicar a la vida familiar bloqueos y frustraciones que tienen causas distintas. Lo primero que uno hace ante su impotencia es encontrar responsables en el entorno.
-Tienes, o tenías, una banda de rock con tu hijo mayor. ¿Has logrado salvar la diferencia generacional mejor que tu padre contigo?
-No lo sé. A mí me cuesta entender a la generación que hoy bordea los 20 años. Me gustaría que no existiera la brecha generacional; en cierto modo es una estupidez, pero pareciera que el aprendizaje adolescente la requiere aun en calidad de pantomima. El grupo de rock se disolvió como muchos.
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