Como mujer, he visto con emoción lo que han logrado las chilenas. Las que se han organizado, las que han marchado, las que han hecho oír su voz individual o colectivamente: todas ellas han dejado en claro que no hay razón para seguir tolerando ni los abusos ni las injusticias.
Se trata de un cambio mayor, para el feminismo, pero sobre todo para Chile. Porque la sociedad en su conjunto ha empezado a escuchar.
Me emociona porque sé de cuán lejos viene esta lucha; de cuántas Eloísas, Amandas, Elenas y Julietas hemos necesitado para llegar hasta la posibilidad de aspirar a transformaciones de fondo. Las muchachas, de hoy y de ayer, son parte de una historia que parece estar llegando a un punto decisivo. ¡Al fin!
Se ve posible que avancemos, ya no desde la reivindicación puntual, ya no desde las decenas de causas que justificaron una y mil batallas. Sino que lo hagamos llegando al núcleo de la igualdad de derechos: cambiando las relaciones entre mujeres y hombres, en todos los ámbitos, sin exclusión ni temor.
En otras palabras, ha llegado el momento de aceptar como país que no podemos seguir postergando cambiar nuestra cultura machista donde esta se reproduce, todos los días, en cientos de gestos y arbitrariedades: en la escuela, en el trabajo, en la universidad, en la política, en la casa y en los medios.
La gran fortaleza del proceso que estamos viviendo ha sido, precisamente, que ha tocado a todas las mujeres en alguna dimensión de su vida cotidiana. Allí radica su potencia, en Chile y en todo el mundo.
Ya en 2015, vimos en el movimiento #NiUnaMenos una alerta clara. El año pasado el movimiento #YoTambién y las recientes movilizaciones estudiantiles han hecho que las mujeres tomen conciencia que no están solas: lo que les pasaba a ellas en las entrevistas de trabajo, en la facultad o en la calle era una indignación compartida.
Lo que nos hermanó por años en la rabia y la impotencia, nos hermana ahora en la construcción de sociedades más justas.
Pasa en todo el mundo y pasa en Chile: las mujeres podemos empujar esta transformación cultural. No sólo porque somos más del 50% de la población. No sólo porque la justicia y la historia está de nuestro lado. También porque, como en pocos temas, hay una pertenencia colectiva que va más allá de las fronteras, más allá de las divisiones partidistas y más allá de las generaciones. ¡Estamos juntas en esto!
Pero además, hay otra gran fortaleza en este proceso transformador, y es que los hombres saben que tienen que ser parte de la solución. Es cierto, ¡algunos con más entusiasmo que otros! Pero muchos saben que formas de relacionarse que remontan a varios siglos, tampoco los benefician en su paternidad, en sus relaciones de pareja o en sus desempeños laborales.
Lo que más me llena de esperanza es ver que crece el consenso respecto a que no hay nada que justifique postergar una transformación justa y necesaria.
Lo que hay que tener claro es que los cambios culturales nos ponen siempre frente a una disyuntiva: o nos tomamos en serio la transformación de la sociedad y la acompañamos con normas y nuevas exigencias; o proponemos iniciativas cosméticas y dejamos sin resolver un problema, con lo cual sólo conseguiremos que vuelva a surgir más adelante.
El peor error que se podría cometer es pensar que este es un tema de unas pocas feministas, que pasará como una moda más. Este es un tema que nos define como sociedad, que permite establecer un nuevo piso de igualdad y derechos efectivos para mujeres y hombres.
Esta es, como pocas, una decisión del país en su conjunto.
Por eso, amigas, amigos, pidamos más a Chile. Nuestro país está preparado para ser más justo para todas y todos.
*Ex Presidenta de Chile