Tenemos la obra más grande de Roberto Matta -del mundo- en un espectacular centro cultural. Mide 25 metros de largo y dos de ancho. Es, además, un hito de restauración, después de haber sido tapada con catorce capas de pintura en dictadura. Pero está en la comuna de La Granja. Ergo, no la conoce casi nadie.

Tenemos una de las colecciones de arte contemporáneo y moderno más potentes de Latinoamérica, con obras originales de Miró, Vassarely, Calder y Frank Stella; pero está en calle República y el lugar se llama Museo de la Solidaridad Salvador Allende. O sea, sólo lo conoce el mundo de izquierda. Y si es que.

Tenemos un parque para niños que fue diseñado por Elemental, la oficina de nuestro Premio Pritzker, Alejandro Aravena. No hay lugar que se le compare si hablamos de espacios públicos para menores de diez años. Pero está en Avenida Perú, Recoleta. Así que, básicamente, lo conocen (y lo disfrutan) sus numerosos vecinos. Y, quizás, un 1% más de santiaguinos que no son de la zona.

Tenemos un hito geográfico de 5.424 metros que se ve desde Plaza de Armas y al que es posible llegar caminando desde allí, tal como los incas lo hicieron hace 500 años cuando llevaron al famoso niño a ser sacrificado; pero son contados los santiaguinos que han hecho cumbre en el cerro El Plomo. Y para qué decir las otras cumbres: la del Provincia, Altar, La Paloma, Littoria, Leonera, Parsifal, Pintor, Carpa, la sierra de Ramón, los cerros de Pirque, Punta Dama, Tarapacá, Morro del Tambor y muchos más. ¿Y los cerros isla? ¿Cuántos santiaguinos han sentido la gloria de llegar a la cumbre del cerro Renca después de una lluvia y ver toda la ciudad en 360 grados?

No conocemos lo mejor de Santiago. Y tampoco sabemos lo que es perdernos por la ciudad disfrutando lo extraordinario de lo ordinario, como me decía el destacado teórico de la arquitectura, Enrique Walker, en una entrevista esta semana en Radio Duna. Nuestra capital es heterogénea y contradictoria: tiene lugares alucinantes, muchas veces desconocidos, y también espacios con niveles de segregación y abandono que deprimen apenas se recorren. ¡Y hay que conocerlos, recorrerlos, vivirlos, todos ellos! Ser ciudadano es saber dónde vives, es apreciar lo bueno y es poder criticar constructivamente lo que debe ser mejorado.

Todavía recuerdo mi primera visita a la zona urbana de La Pintana, muchos años atrás. Me invitaron a un programa del canal de televisión municipal para hablar acerca de una columna que había escrito en estas mismas páginas, donde criticaba la estigmatización de esa comuna. Claramente La Pintana era y es mucho más que lo que suelen mostrar los noticiarios en su sección policial (desde ser la comuna más sustentable de la Región Metropolitana, gracias a su capacidad de reciclar con lombricultura y compostaje, hasta dar cabida a uno de los espacios arquitectónicos más hermosos de la capital, el Campus Antumapu de la U. de Chile), pero pude chequear en terreno algo que después entendería como uno de los tantos costos de la segregación santiaguina: la absoluta falta de servicios.

No había bancos, ni cadenas de comida rápida (recién llegó una, la primera, el 2019) ni notarías ni cajeros automáticos ni espacios públicos de calidad (eso sí, se viene un muy buen proyecto: el Parque La Platina, de 42 hectáreas; y hace poco convirtieron un basural en el Parque Cortés-Fernández). En pocas palabras, una comuna dormitorio, donde todo se resuelve después de andar horas arriba de una micro. Porque tampoco hay Metro.

Recuerdo también mi primera experiencia en Cerro Navia y Quinta Normal, caminando horas por la Costanera Sur: cuadras y cuadras de un interminable vertedero ilegal a lo largo de la orilla del río Mapocho, desde la ribera hasta la vereda, todo esto frente a los blocks de departamentos. La vida en medio de la mierda. Así viven miles de vecinos, a los que no les basta con estar hacinados en esos pequeñísimos departamentos, sino que deben mirar y rodearse de basura. Algo que, en este caso específico, mejorará con el proyecto Mapocho Río, que está próximo a empezar su construcción.

El punto es que hay que poner los pies en la calle para poder saber dónde y cómo vivimos. A mí me falta mucho por conocer de mi ciudad, pero apenas termine esta pandemia, volveré a destinar varias horas de mi semana a seguir recorriéndola. Pero yo no soy diputado, senador, ministro, subsecretario ni presidente. Lo mío es una opción de vida. O, digamos, una forma republicana de entender la responsabilidad que tiene un ciudadano. En cambio, una autoridad no tiene alternativa. Debe, tiene que, está obligado a saber dónde está parado. Es el desde.

Por eso, es inadmisible no tener conciencia de la magnitud de la pobreza y el hacinamiento de una parte de tu propia ciudad. Más encima cuando estás tomando decisiones que afectan a millones de personas. Se agradece la sinceridad, eso sí, porque refleja una realidad en la cual, lamentablemente, nuestro ministro de Salud no es la excepción. Salvo los alcaldes y quienes trabajan en municipios y consejos regionales, así como algunos intendentes (básicamente los que antes han sido alcaldes) y ciertos parlamentarios, hay mucha, demasiada autoridad en deuda con el ramo “Conozco mi ciudad”. No puede ser. No podemos seguir permitiéndolo. Es triste. Y, mucho más importante, es peligroso.