El 15 de diciembre de 2005 cambió mi vida. Estaba en mis últimos días de séptimo básico y hacía mucho calor. Salí temprano y, llegando a mi casa, me encontré con un amigo que me invitó a jugar a la casa de otro amigo. Partí a pedirle permiso a mi mamá: me dijo que sí, pero a cambio debía ir a buscar a mi hermana al colegio.
Tenía un poco más de dos horas antes de tener que salir, así que fue rápido. Jugamos Play y escuchamos música; de repente vi la hora y quedaba poco para ir por mi hermana. Bajamos al primer piso y mis dos amigos me tiraron a la piscina. Como ya estaba mojado y hacía tanto calor, me quedé ahí aprovechando el agua.
La piscina era armable y bastante alta. Me paré en la baranda y me tiré un piquero sin problemas y seguí disfrutando. En el tercero me desestabilicé antes de tirarme y caí muy clavado. Había puesto los brazos sobre mi cabeza, pero se me fueron para atrás al entrar al agua. Recibí el impacto del fondo con la frente y mi cuello se fue para atrás. Quise salirme de la piscina, pero ni las piernas ni mis brazos se movían.
Quedé flotando boca abajo y solo veía los fierros de la piscina. Era como estar en una pesadilla, intentaba hacer algo y sólo se movían mis ojos. De repente, pasó mi mano derecha flotando frente a mi cara y en un intento desesperado por despertar de este mal sueño la mordí fuerte. Comenzó a sangrar y flotó hacia arriba. De inmediato perdí el conocimiento.
No sé cuánto pasó, pero uno de mis amigos me vio flotando. Me levantó la cara y vio que estaba morado. Entre los dos me sacaron de la piscina y me hicieron respiración boca a boca. Desperté vomitando agua y les dije que no me podía mover. No me creyeron. Para comprobar que no mentía me empezaron a apretar la pierna y no reaccionaba.
Llamaron a mi mamá y ella llegó desesperada. Yo la tranquilizaba diciéndole que estaba bien porque no me dolía nada. Tenía 13 años, y uno a esa edad asocia la gravedad de algo con el dolor; no pensé que fuera algo terrible. Pero me había roto las vértebras 3, 4, 5 y 8. Eso me dejó tetrapléjico.
Me llevaron de urgencia a un hospital, donde se limitaron a ponerme un cuello ortopédico y me derivaron a otro. En el segundo tampoco quisieron atenderme; quizás les daba miedo, porque me había quebrado la columna. Terminé en el Instituto de Neurocirugía. Allí escuché cómo los doctores conversaban sobre mí. Uno le dijo al otro 'tan joven y se cagó la vida. Ayer estaba jugando a la pelota y mañana volverá a su casa en un cajón'.
Me daban 24 horas de vida y no quisieron operarme. Sólo me hicieron un procedimiento para estabilizarme y me conectaron a un ventilador mecánico. Le pidieron a mi familia que se despidiera de mí porque no iba a resistir.
Seis días después del accidente, un doctor me dijo que me iban a operar. Cuando estuve más estable me movieron al sector infantil, donde lo pasé mal. Era muy grande para mi edad y al personal le molestaba tener que moverme.
Después llegué a la Teletón y cambié mi perspectiva. Me dijeron que tenía dos opciones: quedarme encerrado en mi pieza con depresión por el resto de mi vida o tratar de salir adelante con lo que tenía. Ahí entendí que, pese a todo, la vida sigue y depende de uno dónde quiere llegar.
Estuve tres meses hospitalizado con terapia y kinesiología todos los días. Después estuve un año y medio en terapia continua. Cuando llegué solo podía mover los ojos y después de más de 30 operaciones y cientos de jornadas de trabajo hoy ando en una silla eléctrica por Santiago. Ahora muevo las extremidades superiores hasta las muñecas. Además, uso los dedos como pinzas y puedo afeitarme, comer y lavarme los dientes solo.
Para mí, el accidente fue un renacer. No es agradable lo que me pasó, pero aprendí a ver la vida de una forma distinta. Es como mi nuevo cumpleaños, tuve que volver a caminar, no con las piernas, pero de alguna forma aprender a avanzar.
Cuando entré a estudiar Contabilidad Pública y Auditoría en la U. Tecnológica Metropolitana, no había ascensor en mi facultad. Tenía que esperar al lado de la escalera a que pasara un grupo de hombres y les pedía que me subieran. Quizás no era lo más adecuado, pero tenía que ir a clases. Fui la primera persona con discapacidad de mi universidad, ahora hay dos más y desde el año pasado ya hay un ascensor. En 2018 entré a trabajar a Walmart, en contabilidad. Me pidieron que les dijera los cambios que se necesitan en las oficinas para personas con sillas de ruedas. En mi caso, tuvieron que subir 10 centímetros mi escritorio para que entrara con mi silla.
Decidí vivir sin las barreras que me pudieran poner. Las mentales pueden ser no querer levantarse, usar la silla o estudiar. Conozco muchas personas que se rebelan contra la vida y al final solo se hacen daño a ellos. Pero hay otras barreras que pone la ciudad y son difíciles de superar, porque no dependen de uno.
Envíanos tus historias a: cosasdelavida@latercera.com