En una entrevista, se da el siguiente intercambio entre un periodista y el director y actor Orson Welles: “P: ¿Alguna vez le dio un papel a un amigo en lugar de al actor adecuado? OW: Frecuentemente. P: ¿Se ha arrepentido? OW: Frecuentemente. P: ¿Volvería a hacerlo?” OW: Sí”. El humor de este breve diálogo nos revela una realidad escalofriante y profunda, porque ataca las bases mismas de la concepción que tenemos de una sociedad “moderna”, eficiente, justa, transparente y profesionalizada. Contratar a amigos para un puesto de trabajo es una práctica inconcebible. Claro, Welles exagera el punto con su legendaria ironía. Pero la exageración también tiene una función matemática: nos muestra los límites de nuestro espacio de posibilidades, dándonos una mejor perspectiva sobre cómo podemos operar en él.
Entonces vamos al otro extremo: una institución académica resolvió que, para llenar una nueva posición en cierta facultad científica, un comité de profesores debía generar un algoritmo, es decir, un conjunto preciso de procedimientos y métricas para evaluar los currículums que llegaran. Esa sería la única intervención humana para la selección del nuevo profesor. Una vez que las reglas estuviesen escritas, los dados estaban echados: el ganador sería el que obtuviera un mayor puntaje de acuerdo con la fórmula preestablecida.
Aquí la idea es que la subjetividad humana fuera disminuida a su mínima expresión, como si se tratara de un enemigo atávico del intelecto humano. Un mal ya superado hace 500 años en los albores de la revolución científica. La ciencia es objetiva, y la selección de los equipos que la practican supone una idéntica objetividad. Esta “objetividad” se pone de manifiesto encontrando parámetros cuantitativos posibles de medir (papers, citas, etc.), para luego sopesar la relevancia de cada uno a través de una expresión matemática, ojalá sofisticada, para que de paso muestre el profesionalismo del comité que la creó (sin ir más lejos, para medir los CV en uno de los grupos de estudio de Fondecyt, la fórmula contiene una raíz cuártica).
En 1609, Galileo Galilei mira por primera vez la Luna a través de un telescopio, dejándonos dibujos como aquel que acompaña este texto. En 1851, John Adams Whipple captura la otra imagen que se ve más a la derecha, un daguerrotipo –forma primitiva de fotografía– de la Luna. ¿Cuál de las dos imágenes es más real? Por supuesto, para la mayoría será la fotografía. Allí, como en algunos concursos académicos, el fotógrafo se limita a enfocar, a disponer sus placas fotosensibles, a direccionar sus lentes. Luego abre el obturador y la suerte está echada. Aunque sea más borrosa, aunque su color y contraste no sean precisos, es una imagen que nos da confianza. La de Galileo, en cambio, pasó por una conciencia humana, colmada de sospechosas subjetividades, deseos y propósitos. Sin embargo, quizás sea la imagen más importante de la Luna jamás impresa, porque en ella Galileo subraya el aspecto de la Luna que llamó su atención: la existencia de valles y de montañas. La Luna, con esa imagen, sale del territorio aristotélico de las esferas perfectas y se instala en el universo de lo ordinario y alcanzable. El cielo y la tierra finalmente se unifican.
La realidad cruda proveniente de nuestros instrumentos de medición es extremadamente valiosa, pero está muerta sin una conciencia humana que, a través de la intuición, la creatividad y un sentido de propósito, la transforme en una idea científica. De hecho, en la mayoría de los casos, los instrumentos están concebidos para medir fenómenos que estamos casi convencidos de que existen (ondas gravitacionales, bosón de Higgs, exoplanetas, etc.).
El disfrazar la política científica con los ropajes de la ciencia no es más que una impostura intelectual. Peor aún, la búsqueda obsesiva por la objetividad a la hora de contratar, evaluar, o distribuir fondos entre científicos puede finalmente ser muy dañina. El valor de la ciencia -como el de cualquier disciplina cultural- es una cuestión compleja. Cuando intentamos mirarla a través de un puñado de datos estadísticos, vemos una imagen gruesamente pixelada, un daguerrotipo mal enfocado de la realidad. Como no sabemos medir ese valor, lo que logra esta aparente práctica científica es guiar la actividad en pos de colorear esos pixeles. Esto funciona bien a la hora de mejorar en los rankings académicos, como Scimago o Shanghai, expertos en el arte de pixelar realidades complejas. Pero ¿aumenta las probabilidades de que una institución produzca una idea científica disruptiva que cambie la historia de la ciencia? Probablemente no. Porque la ciencia no es una profesión de procesos rutinarios, bien determinados. La ciencia es una aventura intelectual.
Ya lo decía Orson Welles en la misma entrevista: “No me considero a mí mismo fundamentalmente como un profesional. Soy básicamente un aventurero”. Un aventurero que cambió la historia del cine contratando amigos. Vaya amigos que tenía claro está. Pero su aventura había partido mucho antes. En los tiempos en que John Adams Whipple abría el camino de la astrofotografía. Veinte años más tarde, Pierre Janssen, descubridor del helio, inventa su “revólver fotográfico”, con el que es capaz de sacar series rápidas de fotos del cielo nocturno. Sus imágenes del tránsito de Venus son la primera secuencia de imágenes en movimiento de una historia cuyo punto cúlmine es, para muchos, Citizen Kane, la gran obra de Welles de 1941. La forma en la que la cultura entrelaza sus caminos es impredecible.
Por supuesto, no se trata aquí de abogar por la contratación o entrega discrecional de fondos a amigos en ciencia. Solo de subrayar que, en nuestro terror desmedido por la subjetividad, vivimos en el otro extremo. Uno que finalmente no es menos peligroso porque monotoniza y aplana, además de ser igualmente manipulable. Explorar masivamente las posibilidades que ofrece el espacio entre estos extremos -cosa que por ahora solo están haciendo los más osados- bien vale la pena.